Antonio Gala - Los papeles de agua

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Los cuadernos de una escritora de vuelta del éxito que decide ir a perderse o a encontrarse a Venecia tras el fracaso de su última obra publicada. En Venecia sale de su decadencia al tiempo que descubre la cara oculta de la ciudad, sus pasiones y su vida nocturna. Deyanira sabrá que nada de lo que ha escrito hasta entonces ha sido cierto porque verá en los ojos y en el cuerpo de Aldo la verdadera vida y ambos encuentren en sí mismos y en el otro lo que estaban buscando sin saberlo.

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– No me atrevo a telefonear a Bianca… Es horrible, pero no me atrevo. Temo que, si lo hago, empeoraré la situación que sea… y que tampoco me atrevo a imaginar.

Cuando volví, después de enjuagarme la boca, la encontré con la cabeza abatida entre las manos. Le besé el pelo. La sensación de limpieza y el discreto perfume, sin saber por qué, me obligaron a respirar con ritmo y sentí alivio.

– Creo que debemos esperar sin imaginar nada. Bianca y Aldo… -Comencé a decir, no sé por qué-.

– ¿Tú piensas que están juntos? ¿Por qué lo piensas? Ojalá fuera así.

Yo lo había dicho sin darme cuenta, pero me apunté velozmente a esa idea, que nos beneficiaba a todos.

– Bianca y Aldo. -Repetí una y otra vez sin cesar sin dejar de acariciarle el pelo-. Bianca y Aldo son demasiado fuertes. Convéncete.

No me creo capaz de reflejar en este papelajo todo el espanto que me sacudía. No cabría en él. Además prefiero no intentarlo. Me temblaban las manos. Sentía una tirantez dolorosa en las mandíbulas; una vez que me senté, fui ya incapaz de levantarme; tenía que permanecer con los ojos abiertos porque, si los cerraba, las visiones de muerte eran más explícitas y más irrevocables. Aun ahora, aun ahora…

No habíamos corrido las cortinas de las ventanas. Sólo quedaba encendida la luz del pequeño pasillo que daba a la cocina. La penumbra se había vuelto casi oscuridad total. Más tarde, no sé cuánto más tarde, empezó a clarear con una imperceptible lentitud. Ni Nadia ni yo hablábamos. Una tiniebla amortiguada, ni siquiera una luz incipiente, se posó sobre el alféizar de la ventana izquierda… Miré a Nadia, y me estaba mirando. ¿Qué había sucedido después de tantas horas? ¿Cómo habían pasado, tan largas, tan deprisa?

De pronto, sin motivo, nos erguimos las dos. Sé que el mínimo ruido que hizo, al abrirse, la puerta, vino luego. Yo creo que fue el segundo más largo de mi vida. En realidad, creo que mi vida entera cupo allí. Pensé, si es que a eso puede llamarse pensar, que me había pasado la vida reflexionando sobre la vida, imaginándola y escribiendo sobre ella en lugar de vivirla… Ahora estaba a punto de morir.

Cuando vi entrar, despacio, juntos, a Aldo y a Bianca, que era sostenida por él y cojeaba, supe lo que es la intensidad que se llama estar viva.

No sé cómo, si saltando o volando, nos encontramos abrazados, primero, Aldo y yo, y Nadia y Bianca. Luego los cuatro juntos, sin hablar. Por fin, Nadia y yo conseguimos llorar. Pero muy poco. De alegría, o no sé… En realidad, para llorar como es debido, se necesita alguien que te consuele. Hacía un minuto, ni Nadia ni yo estábamos para consuelos mutuos.

– ¿Habéis cenado? -Dijo de pronto Nadia estropeando intempestivamente la escena. Los cuatro rompimos a reír o algo así: eran los nervios sólo. Aldo y yo, mirándonos, comenzamos a hablar al mismo tiempo. Y al mismo tiempo nos detuvimos.

– Habla primero tú -dijo él con una claridad y una paz mayores que nunca en los ojos.

– Los teléfonos no eran tan vírgenes como tú creías.

– Suele pasar en estos casos. La virginidad es sólo una vana esperanza de los recién casados… ¿Te ha llamado alguien?

Le conté el bonito recado que había transmitido la voz anónima para él.

– Esta gente tiene armas invisibles. Quizá sean las peores… Más que nunca se hace necesaria ahora tu asistencia a esa cena.

– Ya está a medias concertada -intervino Nadia. Y luego Bianca, con una extraña excitación:

– Yo he visto vuestra ropa. Hay de todo y es una maravilla. Estuve a punto de encargarla, pero preferí que eligieseis vosotras… En realidad estuve a punto de traerla yo misma. -¿Fue un sollozo lo que no pudo evitar?-. Me gustaba tanto… Menos mal que no lo hice… -Se había vuelto hacia Aldo. ¿Le pedía que hablara? Él lo hizo:

– Sí, menos mal. -Hizo una pausa y nos miró despacio a mí y a Nadia-. Estando a punto de cerrar la última tienda, secuestraron a Bianca. -Se oyó caer el silencio lo mismo que un alud. Bianca levantó la barbilla con un gesto entre la soberbia y el desafío. Y sonrió. Le temblaron un poquito los labios. ¿Tenía manchada la cara de pintura? Fue cuando nos dimos cuenta de que algo le había sucedido. Por las marcas de su cara, por sus ropas… Nadia la estrechó contra su cuerpo como si tuviese más de dos brazos: cuatro o seis como mínimo. Yo miré a Aldo y abrí las manos como pidiendo una explicación-. Lo que yo he deducido es lo que os cuento, lo que voy a contaros. No tengo pruebas, ni las necesitamos. Eran dos sgarriste , dos soldados rasos, de la 'Ndrangheta, que debieron ser los custodios del capo que fue muerto en el Guetto… No custodiaron bien… Y ataron cabos, y los ataron mal. Probablemente fueron los mismos que se cargaron al alemán, al que Bianca acompañaba. La conocían de vista por lo tanto, y ella es inolvidable. Ser demasiado bonita tiene sus desventajas… -Se notaba que quería aligerar el mal trago-. Se habían quedado aquí para vengar la muerte de su jefe… Y la reconocieron cuando ella visitaba alguna tienda. Dedujeron que algo tenía que ver ella con este asunto. La siguieron… -Miró a Bianca con ufanía y ternura-. No se puede ser tan guapísima sin correr algún riesgo. La siguieron y aguardaron la hora de cerrar. Al salir ella de la última tienda, cuando ya oscurecía y apenas quedaba gente por la calle, la agarraron cada uno de un brazo. La mandaron callar con una pistola en la cintura… ¿Fue así?

– Así fue. El que iba a mi derecha… Sentí su arma contra mi costado. «Como grites o trates de escapar, aquí te acabas, preciosidad», me dijo al oído como si me piropease. No podía hacer nada. No podía resistirme. Me dejé llevar. No sabría decir ni dónde me llevaron… No lejos, no, no lejos… Por una callejuela transversal. No había nada… Me empujaban, me arrastraban casi. Mientras uno me encañonaba, abrió el otro una puerta pequeña como de servicio. Ya te lo he dicho, Aldo, parecía la entrada trasera de una casa importante… Cuando volvieron a cerrar la puerta, me di por muerta. -Hizo una pausa en que me di también por muerta yo-. «Tu gente se ha cargado a nuestro capo. Dinos nombres y dónde podemos encontrarlos. Por muy lejos que estén, están ya muertos.» El otro, más tranquilo, me preguntó si seguían en Venecia. «No sé de qué me estáis hablando… No os comprendo… Yo he salido de compras… ¿Quiénes sois? Yo soy una camarera de un bar de por aquí. No me hagáis daño, por Dios. No sé nada…» Pero lo cierto es que yo ya lo daba todo por perdido…

– Ellos no sabían que, en realidad, su vengador había sido yo. Yo los había vengado. Yo fui el que mató al de la Camorra que dio la orden de matar al otro.

– Lo que yo imaginaba -dije hundiéndome en él.

Nadia se había acercado a Bianca. Le besaba los golpes de los brazos, la acariciaba:

– ¿No pudiste llamar la atención de nadie? ¿No pudiste pedir auxilio?

– Me habrían dado un tiro, Nadia. Aquí la gente no está por la labor de jugarse la vida.

– Ni aquí ni en ningún sitio. Pero además aquí no hay ni un coche para meterte dentro y que te secuestren sentada por lo menos… -explicó Aldo tratando de animarnos-. No hay taxis que tomar y decirle al taxista: «Siga a ése coche», como en las películas. En esta ciudad todo es más contundente que en el cine. -Me acerqué a él. Lo abracé levantando la cabeza para poder mirarlo más de cerca.

– Pero tú, ¿cómo te enteraste de lo que sucedía?

– Alguien me dio el aviso… Afortunadamente mi teléfono tampoco es virgen. Ese alguien, por otro alguien, se había enterado de algo y me lo dijo. Me cercioré de que la 'Ndrangheta tiene una especie de santa sede aquí. Entre Santo Tomé y San Rocco, la cuarta o quinta calle a la izquierda… No estaba seguro: un edificio que llega hasta el mismo Río de la Frescada… No podía equivocarme. Quiero decir que no tenía derecho, porque Bianca se jugaba la vida. Y tampoco podía tardar, porque la forma de tratar a la gente que tienen estos bestias…

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