Antonio Gala - Los papeles de agua
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Qué poder físico el de la imaginación, qué maravilla. Acabo de sentir un orgasmo ejemplar. Sin tocarme siquiera. Sólo oprimiendo dentro de mí la omnipresente y omnipotente imagen de la polla de Aldo. Estoy casi sudando, como si hubiese tenido una contienda con él mismo en persona. Como Jacob y el ángel. Lo añoro, lo deseo. Por él y para él persisto en esta casa no exenta de peligros.
En los diarios de ayer, quitándole certeza e importancia, se insinuaba que había sido encontrado otro cadáver en la isla de San Pedro, en el extremo opuesto al Guetto. Un cadáver al parecer desconocido. Muerto de un solo cuchillazo. La sangre de la hoja que lo atravesó había sido limpiada en su propia ropa de alto precio. No era posible para mí evitar que algo me viniera a la mente… Nosotras, o las chicas sólo, sabemos quién era ese muerto: el representante de la Camorra que se había cargado, él mismo o por su orden, al de la 'Ndrangheta que asistiría al concilio in excelsis. Empleo esta expresión porque también asistiría a él una altísima personalidad eclesiástica.
¿Quiere decir que de nuevo se aplaza el consistorio? De mañana no debe pasar que llamemos aceptando la cena que suavice, con una innecesaria y lujosa máscara, estos crímenes… Yo no los llamo crímenes, por cierto, sino actos de justicia. Primero, porque los dos muertos bien muertos están; segundo, porque la mano ejecutora tiene el derecho a actuar como actúa. Ya quisiera yo ser utilizada por ella en más dulces gestiones. Supongo que vendrán.
No logro desechar de mi recuerdo una noche que pasó en un minuto. ¿Necesito decir que fue junto a Aldo? Yo, en la cama, lo veía pasear desnudo como siempre. Me venían a la cabeza los museos de Atenas, mientras lo escuchaba divagar sobre el lenguaje de las puñaladas.
– Hay que matar en frío -le había oído decir antes en alguna ocasión. Ahora reflexionaba, mirándome apenas, como si hablase sólo para sí. Como si recitara una lección que tenía que ser bien aprendida, antes de pasar a los ejercicios prácticos, una vez y otra vez-. El odio y la ferocidad son contraproducentes: debilitan la fuerza. La furia enloquecida de quien mata hace necesarias, al producir torpeza, muchas más puñaladas. Para eso es preferible matar de un solo tiro. Pero a mí no me gusta ese procedimiento: no me veo implicado, no lo asocio al ajusticiamiento. Un tiro se le puede pegar, desde lejos, a cualquiera. E incluso fallar, o equivocar el blanco. Utilizar las manos tiene algo más familiar, más benévolo dentro, pero ellas solas representan quizá un instrumento demasiado humano, como el marido que mata a su pareja: es él la propia arma asesina… A eso no hay que llegar. Hay maridos que primero apuñalan veinte o treinta veces, igual que si besaran o jodieran, y luego atropellan con el coche el cuerpo de su mujer ya agujereado, y continúan después apuñalándolo… El ensañamiento no me gusta. Me produce un escalofrío: odiar es malo. La demasiada rabia, la demasiada ira te implica hasta las trancas en la muerte… En una muerte que se pretende lenta, que el agresor observa y casi fotografía con el propósito de no olvidarla nunca. -Se detuvo un momento frente a mí. Era de pronto un profesor dando instrucciones, gesticulando con minuciosidad hasta hacerme olvidar casi, tan sólo casi, que hablaba en cueros-. Yo prefiero el arma blanca… Blanca: eso lo dice todo. Participar de cerca, acortar las distancias, acortar también la muerte en lo posible, pero que no sobrevenga desde lejos, que la víctima (no, no la víctima, el delincuente, el enemigo de todos) tome conciencia de lo que está pasando, y de que, a esa hora última, se le respeta un poco: más por la muerte que por él quizá… Como un verdugo honrado que cumple un honrado oficio en el nombre de todos… ¿Tú me entiendes?
– Sí.
Abrí los brazos y lo obligué a sentarse a mi lado en la cama. Tenía los ojos más oscuros que nunca, casi violetas. No parecían los suyos. Lo acaricié muy, muy despacio… La cara interior de sus muslos, tan delicada y a la vez tan musculosa. Sus testículos, dulces y pesados. Sus pezones, que siempre respondían a la menor llamada. Su polla, atenta lo mismo que una torre vigía… Su lengua, que penetraba en mí después de llamar con impaciente suavidad a la puerta…
Ahora tengo que conformarme, espero que dure poco tiempo, leyendo este libro, pornográfico y casto al mismo tiempo, sobre el sexo de los animales, con el que cada día me siento más identificada. No con los hermafroditas. Tampoco con esos peces que ovulan en el agua sin enterarse de lo que están haciendo: ésos me interesan tan poco como yo a ellos… Me acuerdo ahora de pronto de una tarde en la que Gabriel y yo, con una pareja inglesa amiga suya, fuimos al zoo de Madrid. Hace ya años, como de casi todo… En fin, ¿qué importa aquí nada personal? A lo que vamos… Yo leí un rótulo atractivo: «Macaco cangrejero. Animal peligroso.» De inmediato me sentí atraída. Cubrimos con rapidez la distancia que había hasta la jaula. Nada en ella hacía ver el peligro. Una hembra saltaba de un sitio a otro lo mismo que una loca. «Sin duda está limpiando. Sin duda hace sábado y ordena los utensilios de la casa.» El macho, desde un rincón, sentado, la observaba. Cuando se descubrió los genitales, los cuatro nos quedamos de una pieza: los huevos eran de un bellísimo color turquesa, atenuado por un sfumato algo más pálido, como esa leve capa de aparente polvo que embellece a las ciruelas aún pendientes del árbol; y su pene, no grande, era de un escandaloso color naranja. Se levantó, se dirigió a la hembra, la pretendió… Ella, molesta y desdeñosa, se apartaba, iba y venía. El macho, sin la menor muestra de enfado, se masturbaba, y su semen saltaba igual que un chisquetazo. Intentaba otro acercamiento, la hembra lo rechazaba de nuevo. Él volvía a menearse el pene… Así hasta dieciocho veces en el tiempo que nos tuvo pendiente de él a cuatro imbéciles, muy distintos unos de otros, creo que avergonzados y envidiosos todos igual que yo. No podíamos apartar los ojos de ese lujo desperdiciado, de esa indecente hembra fugitiva y tan torpe… Macaco cangrejero. Ahora comprendí por qué decía debajo «animal peligroso.» Miré al inglés primero; miré luego a Gabriel. Los dos bajaron con pudor los ojos. Con humillación más bien. Desde el zoo, me divierte todavía acordarme, nos fuimos a enseñarles a los ingleses el Cristo de El Pardo. Un Cristo yacente, creo, para más inri. Espero que no se llevaran de Madrid un recuerdo muy grato. Y me alegro, porque eran unos coñazos.
¿Cómo vamos a compararnos con los animales que yo envidio? Por eso este libro me entretiene. Ellos no se preocupan de traer nuevos seres al mundo. Lo que quieren es pasárselo bien, acompañados o no. Al desgraciado Onán, que no quería tener descendencia con su cuñada, impuesta por la ley como su esposa, lo imitan los más listos. Unos emplean sus propios órganos de reproducción: toma castaña; a otros, les basta con rozarse algunas partes de su cuerpo usando árboles o usando compañeros complacientes: eso lo hacen los altaneros ciervos sin ir más lejos. De los bonobos y de los macacos ya tenemos noticias fidedignas.
Siento curiosidad por los homosexuales no racionales, aunque no tan irracionales como nos creemos, pienso. Los osos y las ballenas incluidos, que no lo disimulan. O los ánsares, que nos parecen tontos. Contraen, algunos de ellos, como nosotros, matrimonios «para toda la vida hasta que la muerte nos separe», qué choteo más grande. Y hacen sus escapadas luego con otras parejas de su mismo sexo: de eso sé yo lo suficiente como para escribir un libro más si me quedaran ganas.
El gran motor del mundo es, sin necesidad de hacerlo productivo además de gozoso, el sexo por sí mismo. Sólo su olor atrae a algunas mariposas hembras a kilómetros y kilómetros de distancia. Intuyen a los machos y los excitan contagiándoles sus propósitos con las mismas feromonas que nosotros. Qué poca diferencia y qué poco motivo para la presunción que mostramos hacia ellos. Quizá yo olfateo el aroma que envuelve al cuerpo de Aldo como un traje invisible, precisamente más apreciable cuanto más desnudo. En este mismo momento, cuánto me sorprende que la memoria pueda recordar un olor, con cuánta precisión y con qué efectos tan inconfundibles… Sobre todo, el olor a la flor de la acacia -la del pan y quesillo- de su semen.
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