Antonio Gala - Los papeles de agua
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Cortó la comunicación. A mi alrededor se hizo otra vez lo oscuro. Bianca y Nadia me miraban sonriendo en silencio.
– ¿Es que tengo monos en la cara?
– ¡Sí! -dijeron las dos al mismo tiempo.
Las tres rompimos a reír. Eso me salvó de volver a llorar. Qué tonta del haba he sido siempre. Pero me hago más tonta con el tiempo: he llegado a batir mi propio récord.
Después de cenar algo ni muy ligero ni con mucha prisa, nos presentamos en la discoteca. El encargado nos saludó. No hizo mención de Aldo. Nos llevó hasta la mesa más visible. Yo ya sospechaba intención, mala o buena, en cualquier gesto.
El pinchadiscos, comparado con el que yo conocía, era una calamidad pública. Los bailarines, de vez en cuando, le silbaban. Él se encogía de hombros y seguía. Era miércoles, hacía frío fuera y niebla y agua alta: el local no estaba lleno. Las chicas me acompañaban en la mesa una u otra por no dejarme sola. Hasta que un señor, de bastante más edad que la generalidad de los concurrentes, tuvo el valor de querer bailar conmigo. Me levanté y bailé, como pude, con él. Pero podía poco y mal.
– ¿Usted es la española?
– Sí. Y Venecia es un pueblo donde todo se sabe.
– Todo, no.
– ¿Sabe usted mi edad, pongo por caso?
– Lo que sé es que no la representa. -No me cupo otro remedio que reírme.
– ¿Y lo que significa la palabra piropo? -Negó con la cabeza. Tenía unos ojos sumamente expresivos-. Pues lo que usted acaba de decirme es el mejor de todos.
– Si estuviera aquí Aldo -señaló con la cabeza al pincha-discos-, bailaríamos con más gusto y mejor.
– ¿Y dónde anda ese hombre?
– No lo sabe ni Dios. Es un loco perdido.
– Esa sensación tuve yo desde un principio.
De pronto, el miserable pincha precipitó la música de una manera demencial. Yo estaba cansada e impaciente, pero no podía permitirme el lujo de que se me notara. Hice lo que pude. Supongo que el ridículo más que otra cosa. Mi pareja no parecía notarlo. Me di la enhorabuena entre saltos y contorsiones de hip hop.
– Si le digo mi edad, ¿me llevará a mi mesa, o a un geriátrico?
– Si se dejara, la llevaría a otro sitio.
Nos reímos los dos. Pasado un rato, me acompañó a mi mesa. Vino en seguida Bianca.
– Tienes que enseñarme dos o tres movimientos de ese baile -me advirtió muy en serio-. Conque el culo caído, ¿no? ¡Válgame la Madona!
– Cuando los dioses se indignaron con Prometeo por arrebatarles el fuego y dárselo a los hombres, decidieron crear una hermosa mujer de arcilla. La llamaron Pandora y le dieron toda clase de dones, aparte de la vida. Se la regalaron a Epimeteo, que la aceptó a pesar de la prohibición de su hermano Prometeo, que ya le había hecho un regalo anterior: una caja en que había encerrado previamente todos los males de este mundo, pero con la promesa de que jamás, por nada, la abriría. A Pandora, como es natural, se le antojó lo prohibido, y el esposo, enamorado, accedió: le dio la caja que no debía abrirse. Y ella, como es natural también, la abrió. Y salieron y se esparcieron los males por la tierra… En el fondo de la caja quedó tan sólo la esperanza, que con sus desacertados consejos y sus falsos consuelos les impide a los hombres suicidarse… Es, ¿quién si no?, la esperanza la que a mí me ha dado esta noche unas clases rápidas de ritmo.
– Para todo lo que haces, bueno o malo, tienes una preciosa explicación.
De pie, a mi lado, Nadia, que me había oído, aprobaba en silencio.
– Sí, sobre todo, para mis equivocaciones -reconocí.
– Vámonos ya si quieres. Creo que hemos cumplido ante las turbas. Tenemos coartada… Tú más que nadie, como siempre.
– Sí, vámonos. Y que ojalá nos guíe siempre la esperanza. No tengo ya otra cosa.
En aquel deslavazado piso donde vi por primera vez desnudo a Aldo, todo seguía igual, pero sin Aldo. Con más polvo quizá, en todos los sentidos. Había whisky y hielo. O quizá los subiera alguna de las dos. Nadia llevaba en su bolso además un reconstituyente imprescindible. La noche se animó. Quizá Pandora supo lo que hacía. También los dioses abusaban del néctar. Bebimos, fumamos, esnifamos…
Yo procuraba no mirar demasiado el reloj. Pasada la una, oí unos pasos que querían no ser oídos. Corrí a la puerta y esperé ansiosa que se abriera… De repente me asaltó el terror a equivocarme. Giré la cara para mirar a Nadia. Ella se llevó un dedo a los labios. Con cuidadoso sigilo alguien usó una llave. Bianca, dentro, había apagado la única luz dada. Se abrió lentísimamente la puerta… Mi corazón se apresuró: había adivinado sin verla una silueta espigada y muy alta. Me abracé a ella, y ella me apretó contra sí. En absoluto silencio. La puerta se cerró. Una lengua le dijo a la mía el nombre del intruso.
Al dar la luz, dejé de conocerlo. La oscuridad es la mejor aliada del amor. Y el silencio, su mejor idioma. Con unas grandes gafas, un bigote postizo, una peluca canosa y un ancho traje de hombros muy caídos, Aldo no era ya Aldo para mis ojos. Sólo lo seguía siendo para mi corazón. Una carcajada suya me lo ratificó.
Recuperado mi Aldo, una vez desprovisto de accesorios, conté de nuevo, esta vez con más detalles (alguno de los cuales lo divirtió, aunque pude percibir que a su pesar), los acontecimientos que me habían abrumado durante casi todo el día. Después, mientras fumábamos, tomábamos unos nuevos whiskies y esnifábamos unas nuevas y estrictas rayas, Aldo tomó la palabra con calma, pero también con una acentuada seriedad.
– Arrigo Buonatesta, a quien yo llamo Ambiguo Buonatesta, es hombre de cuidado. Hay que andarse con ojo. Sin exagerar, pero lo suficiente. Se trata de uno de esos personajes menores, que cumplen su papel de relleno cuando en una comedia se acerca el desenlace. Su trabajo es desconcertar y distraer hasta que la comedia se transforma en tragedia… En esta ciudad tiene una vara no muy alta, pero que puede crecer; más que nada si él huele que se le está minusvalorando. Goza de cierto prestigio provinciano, que le toleran disfrutar los que pueden ignorarlo en el ámbito nacional… Si es que Italia es una nación y no una larga broma en la política… Pero ese modesto prestigio y ese papel que busca despistar, cuando el juego se desarrolla en su propio campo, lo más prudente es no perderlos de vista. Y, en cierta forma, respetarlos… Tú, Deyanira, lo has desafiado y te has cachondeado de él -sus ojos me recorrieron de arriba abajo y se sonrió al volver a mis ojos-. Puedes hacerlo, porque eres del equipo visitante y traes un equipaje de consideración en tu país, pero has de ser más hábil cuando se trate de mi vida… -Hizo con su mano, tan fuerte y tan tierna, ese gesto que amenaza con dar un azote a un niño chico-. Y ahora se trata. -Las tres mujeres nos miramos con susto en silencio-. Él tiene razones para defenderse… La reunión a la que aludía ante ti era del más alto nivel oficial. Aunque para nosotros fuese de un nivel repugnante, porque se trataba de engrosar ciertas arcas privadas y ciertas cuentas bancarias a costa de la gente de a pie…
Y hablo en pasado porque va a ser ya difícil que se celebre, puesto que anoche ha sido asesinado uno de los representantes de los cuatro estamentos que iban a concurrir. La noticia no va a hacerse pública: oficialmente esa persona no estaba en Venecia. Ha sido eliminada por una facción contraria a la suya… Cabe, no obstante, que la reunión tenga lugar, previa sustitución del muerto por un vivo, quizá demasiado vivo a causa de esa muerte. Un vivo que pertenezca a la facción que ha ejecutado la primera sentencia… Digo primera, porque quizá se alargue el número de muertos. No es infrecuente algo así: al resto de los participantes, con tal de que las condiciones sean iguales o mejores, les da en el fondo igual quién o quiénes se sienten a departir, o a repartir, con ellos. Lo que no les da igual es que exista un testimonio fehaciente de su venalidad y de su desvergüenza. Y que ese testimonio indiscutible pueda ser ofrecido a la luz pública… -Me estremecí al ver que su mano derecha, sin un expreso porqué, se apoyó en el bolsillo de su chaqueta-. Sobre todo, si la prueba va, además, acompañada de un resumen breve (aquí los resúmenes, cuando conviene, suelen ser muy largos para que nadie termine de leerlos o de escucharlos) de cuanto se pretende con esa reunión: el beneficio personal de unos pocos, y, ni que decir tiene, no de la ciudad, ni de los ciudadanos, ni del Véneto.
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