Antonio Gala - Los papeles de agua

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Los cuadernos de una escritora de vuelta del éxito que decide ir a perderse o a encontrarse a Venecia tras el fracaso de su última obra publicada. En Venecia sale de su decadencia al tiempo que descubre la cara oculta de la ciudad, sus pasiones y su vida nocturna. Deyanira sabrá que nada de lo que ha escrito hasta entonces ha sido cierto porque verá en los ojos y en el cuerpo de Aldo la verdadera vida y ambos encuentren en sí mismos y en el otro lo que estaban buscando sin saberlo.

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Hablo, o escribo, nada más que de una flor. Una flor como la que dibuja un niño: la más sencilla, la más humilde, la más convencional, crecida en una matita despreciable, tanto que ni siquiera un niño se dignaría dibujarla: la flor de la achicoria silvestre. Ahora la siento dentro de mí tal como era, idéntica pero nunca la misma, porque dura menos de un día: por la tarde ya no está. Apenas cuatro, apenas dos florecillas a medio palmo de la tierra, sobre verdes hojas harapientas, y ella erguida, callada y portadora, según la pobre infeliz que yo era y que sigo siendo, de la suerte mientras permanece. Mi talismán, al que ni siquiera podía dar las gracias, ya que, a la siguiente mañana era una flor distinta ante la que me arrodillaba…

¿Qué color era aquél? ¿Cómo podría contarlo, si es que un color puede definirse con palabras? No, no era el magenta, que tiene nombre de batalla y mucha más oscuridad, porque es un fucsia que tira al violeta. No era ningún color que tenga nombre propio… Probablemente, de haber tenido medios, habría puesto yo una florería sólo para encontrar el color de la florecilla de la achicoria, con sus escasos y tupidos pétalos. No es tan azul como los agapantos, un tanto pretenciosos, o como la flor del romero o del espliego… No era malva tampoco, ni tenía, como ella, sus pétalos marcados por trazos brillantes y llamativos. Ni lila, ni tan sonrosada como las peonías de ese tono, ni siquiera como la glicina, ni como la olorosa flor del tomillo o del cantueso. No tenía el dudoso azul del plumbago, ni la dura evidencia de la violeta, tan invasora como el helecho casi, ni siquiera el delicado matiz de la vincapervinca… Se asemejaba más al heliotropo, pero fundidos en uno más modesto todos sus matices… Menos estridente que el carmesí de las flores del ciclamor o el inverosímil añil de las de la borraja, una planta tan aparentemente poco delicada. Parecida al lóbulo más claro de la flor del guisante, o a la variedad muy poco discreta de la ipomea o de la correhuela… Algo más azulada que la flor del membrillo… No, no sé cómo acertar. Casi al borde de la tedera canaria o de alguna, muy despeinada, de los cardos, pero en el color sólo, y más olvidadizo que el de ellos. Y nunca la de los borriqueros, tan altos y tan semejantes a la de la alcachofa, coronadas por su insolente y crispado solideo episcopal. No, no… Hay astromelias, hay lantanas o verbenas en que, a veces, algún decaimiento de color en ellas remeda al de la pequeña flor… Pero no, nunca, nunca es lo mismo: ellas son más brillantes, mucho más llamativas… La flor de la achicoria es sólo como la flor de la achicoria, el nombre de cuyo color aún no se ha pronunciado. Ni inventado siquiera.

Un día, con Gabriel, volví a Alhaurín nada más que por verla. Lo llevé hasta donde yo solía encontrarla, por la parte de atrás de la casa cuartel que daba al campo… Me deshojé buscándola. Era su preciso momento de aparecer y quizá alguna de aquellas matas anónimas fuese la suya. Pero no estaba en flor. Pasado el tiempo, comprendí lo que la ausencia de la pequeña mensajera quiso decirme. No lo entendí yo entonces… Ahora mismo me rodean galopando recuerdos y recuerdos, sensaciones precisas e imprecisas, olores que no sé de dónde emanan y que nunca lo supe. Toda la cabeza se me inunda, ahora y aquí, tan lejos de entonces y de allí, de pérdidas, de irremediables pérdidas. Nunca la vida puede estar completa. Hay trozos que para siempre hemos perdido.

Ahora mismo siento la flor de la achicoria dentro de mí, como si la tuviera delante de los ojos: sin adornos, sin olor, sin misterio, sin pretensión ninguna. Con el único privilegio, nunca reconocido, de un color que no puede describirse, de un color al que ni las aproximaciones más cuidadosas se le acercan, y no se ha pronunciado. Por eso ella fue mi flor y siempre lo será.

Por eso los ojos de Aldo, cuando se abandonan para que, por ellos, yo me asome a él y al mundo, tienen ese color. Y son mis ojos y siempre lo serán.

Acabo de leer en un periódico una noticia que guarda relación con algo que escribí en estos locos cuadernos, o como se llamen unos cuantos papeles grapados que, como el color de la flor de la achicoria, tampoco tienen nombre. No pienso revisarlos para buscar el precedente, y jamás leeré ni corregiré lo que en ellos escribo. Jamás completaré con nuevos descubrimientos lo que recuerdo, quizá no exactamente, que inicié un día que tampoco recuerdo.

Se trata de que en Rascafría, un pueblo de Madrid cuyo nombre da idea de su clima, han inaugurado un centro biológico para evitar la extinción de una especie de sapo. Se trata del sapo partero, cuya piel devora un hongo pervertido. Vive en los humedales, y actúa como una buena comadrona. Mientras la hembra desova, arrojando los racimos de huevos que se depositan en el légamo del fondo, colabora el macho abrazándola por detrás. En su piel mucilaginosa (palabra que me chifla, como nefelibata y alguna otra) y, por añadidura, en un medio acuático, sus manitas resbalarían. De ahí que la naturaleza, ciega e inmisericorde pero sapientísima, le haya dotado de unas asperezas en los dedos para asirse y fijarse. Son las rugosidades nupciales, o mejor, parturientas.

Yo achaco tal evolución, perfeccionista e inconsciente, a la naturaleza. Lo que me llama la atención es que alguien la atribuyera a una infinita paciencia de Kamerer, el biólogo austríaco, del que se creyó que, durante generaciones y generaciones (de sapos, no de humanos) implantaba verrugas o asperezas en las manos de sapos comunes y terreros, después de trasladarlos a pequeñas piscinas, hasta conseguir que sus especímenes mutaran. Me niego a creer semejante invención de un hombre que ni siquiera supo defenderse del abusivo amor de Alma Mahler, una de las peores mujeres de la Historia: tuvo por vocación ser esposa de genios. Deshizo a tantos superdotados ella sola que Cleopatra o Mesalina, en su género de buenas folladoras, hubieran sido dos monjas de clausura efectiva a su lado. Mahler, que más bien fue como Gabriel Roelas, mi marido, Gropius el arquitecto, Kokoschka el pintor dramaturgo, aparte de Kamerer científico y paciente, y de otros muchos que se entreveraron. Para llamarse Alma, ya está bien; si llega a llamarse Concha, la jodemos… Lo cierto es que una mujer, alguna mujer, puede exprimir el cerebro de un hombre predispuesto, y llevarlo a empujones a la genialidad. Confieso que mi vocación nunca fue ésa. ¿O es que quizá la envidio? Yo bastante he tenido con aguantarme a mí. Aunque sin sacar, eso es cierto, todo el provecho que quizá habría podido. Pero dejemos las lamentaciones: ya no es hora.

Hoy escribo un poco a lo loco porque necesito distraerme. Si lo hago sobre asuntos ya tocados, no me importa. Estoy buscando una tregua. Un agujero no por el que mirar, sino al contrario, por el que escaparme. Porque no veo a Aldo. A Nadia y a Bianca, sí: las dos se han instalado en el piso frente a éste, en el mismo rellano. Son aquéllos, próximos a la discoteca. Pero ellas saben más que yo. O, al menos, eso sospecho. Yo estoy aquí escondida, quizá sólo agazapada. Espero, con impaciencia, órdenes de mi jefe.

Leo, para ayudar al tiempo a deslizarse más deprisa, libros sobre animales. Siempre me apasionaron. Y ahora me encuentro, más que nunca, compenetrada con ellos. Hoy me ha traído uno mi nueva secretaria, que me conoce mejor cada media hora.

Los animales -algunos, no todos- gozan mucho mejor que nosotros de la vida. El sexo es el protagonista de la suya. Y no siempre para transmitirla, esa secular obsesión de la Iglesia católica, como si dios, en el improbable caso de existir, fuera idiota. Quien inventa el olor, el sabor, el oído, la vista, el tacto y el sexo, no los inventa con una lista de prohibiciones. Todo sirve, o todo puede servir, para todo… De repente me viene a la cabeza el cuerpo entero de Aldo: él es el mejor campo de experimentación de mis cinco sentidos. Y nunca se me ha pasado por la cabeza tener un hijo de él. Y menos aún ahora cuando sería un intento inoportuno e intempestivo. Dejo el libro de Nadia sobre la mesa… Se me impone dejarlo: ahora diré por qué.

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