Antonio Gala - Los papeles de agua

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Los cuadernos de una escritora de vuelta del éxito que decide ir a perderse o a encontrarse a Venecia tras el fracaso de su última obra publicada. En Venecia sale de su decadencia al tiempo que descubre la cara oculta de la ciudad, sus pasiones y su vida nocturna. Deyanira sabrá que nada de lo que ha escrito hasta entonces ha sido cierto porque verá en los ojos y en el cuerpo de Aldo la verdadera vida y ambos encuentren en sí mismos y en el otro lo que estaban buscando sin saberlo.

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Me quedé fascinada comprobando cómo una muchacha que sólo me parecía hermosa, razonaba con tanta exquisitez. Pero dije algo muy distinto:

– ¿Sabes lo que te digo? Que me estás animando extraordinariamente. Por los huevos.

– Siento no poderte hablar de otra manera. Todo es confuso, todo. El que crea que la vida en Venecia es unidireccional y luminosa está en ella como una cabra en misa… ¿Qué pasa, por ejemplo, con un policía? Ésa, aquí y en todas partes. Piensa un poco, Deyanira… El policía cree, más que nadie, sobre todas las cosas, en la ley y en el orden: de ello deriva todo su poder, grande o pequeño según su graduación. Pero, en sus intestinos y en sus testículos y en su corazón, hay un tremendo resquemor contra la gente a la que sirve, y también contra sus superiores: porque todos ellos viven mejor que él. Él está en un equilibrio insostenible: por una parte, por encima de la gente, porque obliga a guardar las normas; pero, por otra parte, a su servicio. Es decir, es a la vez desagradable y exigente como custodio, y astuto y resentido como sirviente… El pobre policía no dicta sentencias: eso son cosas de jueces y políticos. El poder no es lo suyo; el poder es de quien puede absolver a los que el policía ha detenido como delincuentes. O sea, es de los gobernantes, los abogados, los que indultan, los que liberan… En una palabra, cualquier pobre policía arriesga su vida por cuatro o cinco perras gordas: no es nada extraño que se deje sobornar y se ponga, con visible frecuencia, del lado de aquel al que persigue. ¿Tú no harías lo mismo?

– No lo sé. No me veo con gorra. No creo que me vaya mucho ese uniforme.

– ¿Te traigo otros dos cafés? -Me eché a reír. No tuve otro remedio-. Escúchame otro poco. Si acaso oyes decir, por aquí o por allí, que la mafia está atravesando un mal momento, no te lo creas nunca. En el lugar menos pensado, donde haya un negocio susceptible de que lo monopolice la violencia, allí florecerá la mafia como azahar en marzo. Quizá con peor olor… Se trate de prostitución, de drogas, de construcción inmobiliaria, de blanqueo de dinero, de juego, etcétera, etcétera, etcétera… ¿No quieres de verdad otro café? -Dije que no con la cabeza y le hice un gesto de que siguiera-. La mafia puede ser la policía auxiliar de la política ilegal. -Debí de poner una cara muy rara-. Quizá un whisky te vendría mejor… Siempre a favor de los ricos naturalmente… Deyanira, Deyanira -me hablaba como a una tonta de baba-, la mafia es y será una estructura capitalista, antiliberal y anticomunista. -Pensé qué extraño contraste el de esas palabrotas con esa boca, hecha en apariencia sólo para besarse. Y continuó-: Por lo tanto, ejercer frente a ella cualquier libertad, sea económica o política, da igual, es declararse su enemiga.

– Yo lo soy. Aldo lo es.

– ¿Por qué entonces preguntas lo que sabes, Deyanira? ¿O es que quieres probarme?

– Preguntaré entonces lo que no sé: ¿tú eres la misma Bianca reidora, superficial, amorosa y guapísima que se acostó conmigo? -Batió palmas dando una risotada.

– Si te lo acabo de decir. ¿Es que eres sorda? La vida no es sencilla ni unidireccional en absoluto. Salvo las calles de sentido único, siempre que se respeten los semáforos y los pasos de cebra. Pero te lo repito: sencilla, de ninguna manera.

Me tuve que reír. Bianca se inclinó y me besó. Escuchamos el ruido de una llave, y apareció Nadia. Al ver que nos besábamos soltó una carcajada tan grande como un piano, se le cayeron las llaves, las recogió, y siguió riendo.

– Siento interrumpir. Si me lo pedís, salgo, espero una horita y vuelvo a entrar.

Me levanté y la besé. Me sentía con más serenidad que a mi llegada, lo cual no era difícil. Mientras dejaba un par de paquetes que traía, en dos minutos, Bianca la puso en antecedentes. Me habría hecho falta aprender su facilidad de sinopsis: hubiera escrito mejor toda mi vida.

Nadia me miró, entre la admiración y el afecto. No había ninguna duda ni temor en sus ojos.

– El golpe o los golpes que, a partir de ahora, alguien descargue sobre ti, no creo que procedan de ese despacho en que has estado. Pero que alguno te vendrá no cabe duda. Y sabe dios de dónde.

– Hoy os ha dado a las dos por ayudarme a hundirme. Muchísimas gracias, amigas mías más íntimas.

– Eso te probará que no somos mafiosas. Del todo. -Nadia salió, pero continuó hablando como la otra-. El origen de la mafia, su fuerza y su permanencia consisten en callarse y resistir. Ésa es la auténtica ley de omertá . Hay que guardar silencio, aunque lo que te pregunten sea una dirección y la sepas. No se responde nunca: ni a una amenaza, ni a un agravio, ni a una acusación, ni a una denuncia… Tampoco se habla para amenazar ni para insultar ni para acusar. Ya hay quien se encarga de todo eso fuera. Y con medios mucho más contundentes que las simples palabras y que las sentencias o las multas… -Apareció con una bandeja, una botella, y unos vasos-. ¿Lo entiendes o no lo entiendes?

– Sí. Se me encogen un poquito los ovarios, pero sí.

– Entonces vamos a tomar algo… Vengo más cansada que una burra vieja recién parida.

Creí que iba a servir el whisky en los tres vasos, pero sacó del bolso una papelina y preparó tres largas y anchas rayas de coca. Me pasó, la primera a mí, el esnifador. Reconozco que elegí la que me pareció de mayor relevancia. Las muchachas se echaron a reír.

– Qué sinvergüenza eres -dijo Bianca.

– Ánimo no sé si tendrás mucho o no, pero de la vista andas divinamente.

– Pues te juro que no veo el camino que tengo que seguir.

– ¿Para qué?

– Para encontrar a Aldo, que quizá está en peligro. Y para encontrar a la nueva Deyanira, con el fin de que se sienta de nuevo acompañada.

Abrí los brazos y le tendí una mano a cada una. Como si se hubiesen puesto de acuerdo, cada una tomó una mano mía y las dos las besaron con una sinceridad que me conmovió. Las acariciaron luego con sus caras tan guapas… ¿Qué me importaba si Bianca había colaborado o no en la muerte de aquel alemán comprometido? ¿Qué me importaba que Nadia supiese de la vida de Aldo más que yo? Tuve la impresión de formar con ellas un trío de mosqueteros. Aldo era D'Artagnan… No, D'Artagnan era yo.

Era el momento justo, en cualquier película de intriga, para que sonara el móvil que Athos, Porthos, Aramis o D'Artagnan, quien fuese, me había dejado encima de un papel. Y sonó.

Tuve que buscarlo, orientada por su griterío, porque no tenía ni idea de dónde lo había puesto. Una vez encontrado, me lo llevé a la oreja con tal fuerza que me hice un daño atroz.

– ¿Deyanira? -Era la voz, su voz.

– Sí.

– ¿Estás con Nadia y Bianca?

– Sí.

– Eso me tranquiliza. ¿Fue alguien a casa?

– Sí.

– ¿Te condujeron a la presencia de alguien?

– Sí.

– ¿De Buonatesta, por ejemplo?

– Sí.

– ¿Registraron la casa?

– Delante de mí, no.

– No importa. No te preocupes. Lo que buscan no estaba allí.

– ¿Y tú? ¿Dónde estás tú? ¿Estás bien donde estés?

– No sin ti.

– ¿Cuándo nos veremos?

– Cuando caiga la noche. Id las tres al piso desamueblado cerca de la discoteca. Nadia tiene unas llaves.

– ¿Vas a pinchar hoy discos?

– No.

– ¿Puedes darme el número de tu móvil?

– No. El que tíenes tú y éste están vírgenes todavía. Pero por si las moscas.

– ¿Y el número de éste?

– No lo uses. Espera mis llamadas. Hasta luego.

– Hasta luego, Aldo Ucceli -subrayé el apellido.

– Veo que no todo ha sido inútil. -Oí su risa-. Para ti, Aldo de Deyanira.

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