– ¿Cómo lo sabe usted? -Hizo un gesto excesivo, de nuevo como un mal actor-. Ah, claro: los escritores son adivinos… Divinos adivinos.
– Gracias, pero no. Es que los grandes negocios siempre los hacen personas duras y con gente valiosa: gente que sabe colaborar sin hacer demasiadas preguntas, sin necesidad de ver ni abrazar a quienes la mandan… Porque es peligroso depender de los dependientes, ¿no? Y esa gente valiosa se llama aquí familia, ¿no es eso? O mafia… Aquí y en Laponia, claro.
– Si opina así y lo va diciendo a troche y moche, es posible que su carrera de escritora sea breve. -Lo afirmó entre unas pequeñas carcajadas, levantando el cuello y mostrando la nuez. No era un hombre desagradable.
– Tan breve que ya ha terminado, señor Testa… Perdone, Buonatesta. Por lo que dice, opina como yo, pero parece que está del otro lado… -Frunció el ceño. Sus cejas se levantaron y se arrugó su frente. Me observaba. Sentí un poco de miedo-. Del otro lado de la mesa, quiero decir, al menos. -De nuevo se distendió su cara.
– Eso está ya mejor… Qué pena que no fuese yo el editor de su última novela. La hubiese lanzado de tal modo que habría sido su éxito más grande… Gabriel Roelas es un hombre -¿lo dijo con cierto regodeo?- encantador, pero no deja de estar en un momento crítico.
– La palabra crítico, para un escritor, es tabú, Malatesta.
– Buonatesta, Asun.
– Dejemos los torneos o lo confundiremos todo… ¿Qué quiere usted de mí?
– Poca cosa: saber dónde está Aldo Ucceli.
– Es quizá lo que más me gustaría saber también a mí: se lo juro. -Me besé los dedos en cruz, como se hace en Andalucía.
– Usted, señora, ha sido vilmente engañada. No voy a marear más la perdiz: eso dicen ustedes, ¿no? El señor Aldo Ucceli es un ser gélido y antisocial: uno de los más peligrosos miembros de lo que llama usted la mafia.
– ¿De cuál?
– De todas. En el fondo, en ese campo, hay quien hace a pelo y a pluma… Usted, por su marido, ha de estar acostumbrada al tema.
Dejé pasar unos largos segundos, y luego susurré como en secreto:
– Acláreme una cosa antes de nada: ¿es usted uno de esos homófobos, o es que siente sencillamente envidia por no ser ambidextro? Porque entonces no sabe usted lo que se pierde, amigo: la mitad de la vida. -Sabía muy bien que en algo había mentido. Quizá por eso alcé un poco la voz-. Soy escritora. Se supone que he de conocer, que debería conocer, algo a la gente, ¿no? Aunque no sea la inventada por mí, sino la que me rodea… No sé nada de nada, señor Buonatesta: por eso me he retirado de la literatura. Qué distinto es vivir en la realidad aquello sobre lo que se ha escrito con la imaginación. Qué decepcionante resulta. Debo de inventar muy mal y debo de ser muy mala observadora… ¿Quiere usted creer que aún no he deducido -aparte de ser rico, eso se nota- qué coño es usted? Porque si el Aldo que conozco es peligroso como miembro de la mafia en general, usted tiene que ser el mismo diablo… Y, si no es así, que el diablo me lleve.
Me encontraba a mí misma demasiado dicharachera. Acaso el origen estaba en las cuatro rayas que me había metido entre pecho y espalda antes de comerme el bocadillo en la cocina. Para animarme un poco. Nunca pensé que me envalentonarían tanto… Oí que aquel señor, entre ofendido y ofensor, me decía:
– Los españoles han sido así toda su historia: están de visita, pero se comportan como si estuviesen en su casa.
– Eso mismo piensan en España de los mafiosos: se portan como si estuviesen en su casa, y además se llevan la vajilla y la cubertería.
– Mire, señora, no hablemos de menajes domésticos. Yo no tengo ni la menor necesidad de ellos. Venecia es la inventora en Occidente de la porcelana…
– Enhorabuena -lo interrumpí-. Hay quien dice que no… Perdón, lo he dejado con la palabra en la boca.
– Y con la boca abierta. Usted tiene que ser una escritora muy popular: ahora no me sorprende. Me refiero a su tipo de buena educación. -Lo decía no con ironía, sino con asco verdadero-. Aldo Ucceli tiene en su poder un documento… Para ser exactos, se trata de una fotografía o de una filmación o qué sé yo, muy comprometedoras para algunas personas de suma importancia en esta zona.
– ¿Para quién?
– Eso no es cosa suya. Y aunque se lo dijera, no lo comprendería.
– ¿Piensa usted que soy tonta?
– Al contrario: pienso que es lo bastante lista como para hacerse la tonta maravillosamente.
– Escuche, señor mío. Yo me encontraba tan tranquila en casa de un amigo que vive en la Giudecca. Acababa de hacer unas compras y estaba hasta el mismísimo cucuné de la calle. Un enviado de usted me ha sacado del burladero a empujones… Como escritora, todo lo insólito me atrae. Pero hasta aquí llegó la riada: tengo suficiente con lo que ha sucedido. Sobre todo, considerando que no sé ni quién es usted. Sólo me ha dicho que es rico, lo cual no es ninguna profesión: es un descaro. Quiero poner mis cartas boca arriba para corresponder al honor de haber sido invitada a esta casa. A empujones, pero invitada… Yo, del señor Aldo Comosellame no sé nada más. Ni siquiera conocía su apellido. Me cae divinamente porque es amable, guapo, habla español y sabe de música. Lo conocí pinchando discos (he dicho discos, no personas) en una especie de discoteca parroquial…
– Qué contradicción, ¿no?
– En esta ciudad las hay a cientos.
– ¿Contradicciones?
– Desde luego, pero también iglesias que han cambiado de oficio.
– Y ¿cómo es Ucceli en plan de pinchadiscos? -Cuánta ironía, Dios mío, y cuánta mala leche. Lo pensé deprisa; mejor, no tuve que pensarlo:
– Es violento, inagotable, difícil de seguir. Como una tormenta que tuviese ritmo. Como una estridencia que se dejase llevar por un orden implacable.
– ¿Está hablando de música? Parecería que habla usted de sexo.
– ¿Por qué no? Si el sexo se hace bien es también música… Aldo estuvo atento conmigo y yo con él. Nos compenetramos. Quizá no en el sentido que adivino que usted piensa con lo de penetrar, pero nos entendemos: es a lo que me refiero… No sé ni una palabra más. Ni él tiene por qué decirme dónde va y viene, ni el apartamento de la Giudecca es el único que posee en Venecia, ni hemos hablado nunca de ninguna otra actividad que pinchar discos, la cual en la actualidad está por cierto mejor remunerada de lo que yo creía… Y eso es todo. -Me levanté-. El resto no me interesa, ni puedo ayudarle en lo que me pide. Si quiere algún recado para Aldo, y yo lo vuelvo a ver (y así lo espero, en su trabajo o en su casa), dígamelo y se lo transmitiré con mucho gusto. Ya sé el nombre de usted. En realidad es lo único que sé (si es que no firma, como yo, con seudónimo) y supongo que él también lo sabe… Ahora, buenos días o buenas tardes, señor Buonatesta. -Él también se incorporó.
– ¿Y que diría, señora de Roelas -quizá subrayaba en exceso ese título-, si supiese que soy el jefe de lo que aquí, entre nosotros, llamamos la brigada antivicio?
– Pues diría que deben ustedes de pasarlo fatal. Una canita al aire de vez en cuando a nadie le hace daño.
– No deje de decirle a su amigo Ucceli que, si no pone en mi poder ese documento o esas pruebas, por otra parte falsas, que tiene ahora en el suyo, puede acabar con más agujeros que un colador.
– ¿El documento o las pruebas?
– No, el que los posee… Y que además encontrarán su cadáver con un arma en la mano.
– Muy delicado por su parte ese póstumo obsequio. Siempre he pensado que las coronas fúnebres son un gasto fallido… ¿Algún otro mensaje? Espero ver a Aldo esta misma noche. En la discoteca, por descontado.
Читать дальше