Antonio Gala - Los papeles de agua

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Los cuadernos de una escritora de vuelta del éxito que decide ir a perderse o a encontrarse a Venecia tras el fracaso de su última obra publicada. En Venecia sale de su decadencia al tiempo que descubre la cara oculta de la ciudad, sus pasiones y su vida nocturna. Deyanira sabrá que nada de lo que ha escrito hasta entonces ha sido cierto porque verá en los ojos y en el cuerpo de Aldo la verdadera vida y ambos encuentren en sí mismos y en el otro lo que estaban buscando sin saberlo.

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– ¿Nada más? Yo tenía otros proyectos…

Le guiñé. Aldo puso la mano sobre mi hombro, y se dirigió a las chicas:

– Tú, Bianca, dile a Nadia a qué tienda deberán ir mañana a vestirse de reinas… Y ahora, para terminar con las frases hechas españolas, cada mochuelo a su olivo.

– Tú debes de haber blanqueado más dinero en Marbella de lo que yo pensaba, sinvergüenza: qué perfección de idioma… ¿Cuál es tu olivo, búho?

No sé de qué manera volvió todo a su ser. Ésa era la principal virtud de Aldo: serenar. Los cuatro, aunque cada uno con su alma en su almario (carajo, otra frasecita), sonreímos.

Las muchachas, después de besarnos entre suspiros bastante comprensibles, salieron al rellano y las vimos entrar en el apartamento de enfrente.

– Hoy, ya no puedo decir esta noche siquiera -la luz se reflejaba contra los cristales de las ventanas que Aldo cubrió con las cortinas, bastante cutres por cierto-, hoy seré incapaz de hacer sexo contigo, Aldo… He estado todo el día en un ay, tan aterrada, y ahora tan aturdida… Un exceso de emociones para una pobre y recatada vieja… -Sin que yo viera cómo, él ya se había desnudado. Desde su altura, bollándole los ojos como dos flores de achicoria al sol, me observaba muy serio, indagaba en mí-. No me mires, por favor. No me gusta que me miren cuando estoy desnudándome. Yo lo hago como todo el mundo; tú, aprietas un resorte y se te cae la ropa y se te levanta la alabarda.

– Has dicho que te miren: ¿así, en plural?

Apenas se acercó y yo estaba vencida. En lugar de la paz, pedía la guerra:

– ¿Por qué no me ayudas a desnudarme tú? Con tu experiencia… -Comenzó a hacerlo-. Me haces pasar unos días terribles.

– ¿En qué sentido? -Me provocaba.

– En el peor.

– ¿Y las noches?

– También.

– ¿En qué sentido? -me susurró en la boca. Yo ya me había metido debajo del cobertor, y tiré de él, digo del cobertor, hasta mi barbilla. Aldo se tendió al lado mío: Dios, cuánta hermosura junta.

– ¿En qué sentido? -repitió a mi oído-. ¿En qué sentido?, di.

– Sólo quiero que me abraces. Acurrucarme junto a ti y que me contagies tu serenidad. Que me des paz… Estoy temblando. -Me vino al recuerdo otro día, en la Giudecca, en que también temblaba.

Me abrazó con más miramiento que nunca. Sus manos, como las de un taumaturgo, me dieron lo que acababa de pedirle. Dejé de temblar. Y sentí la dureza de Aldo contra mi cadera. Respiré, o suspiré. Se crisparon mis pechos. Mi pelvis fue en busca de la suya. Su lengua entró en mi boca con una autoridad no mucho más suave que la que empleó él para entrar en el cuartucho de San Rocco… ¿Qué podía oponer yo a invasión semejante?

– Esto te calmará -murmuró al oído- más que cualquier palabra. Estoy aquí. Contigo. -Tomó mi mano y la llevó a su polla-. ¿Lo ves? Soy yo. ¿Me reconoces? Y te quiero: en tu mano tienes la prueba… Hoy me merezco todo lo que me des.

Y yo se lo di todo. ¿Qué iba a hacer? ¿Cabía otra posibilidad? Como nunca. Es decir, como siempre.

Después me adormilé. Aún no había salido Aldo de mí, y me quedé dormida. Misteriosamente soñé la misma pesadilla que había tenido despierta hace unas horas. Todo era en ella dolor y más dolor, despeñamiento y muerte… Grité. No sé si grité para despertarme o me despertó el grito… La proximidad de Aldo, tan poderosa, tan convincente, tan sosegadora, sin necesidad de una sola palabra, me persuadió de que nada sucedía, de que estaba en mi casa, de que había llegado ya donde se me esperaba, de que estaba bien todo… De que todo estaba como debía estar y donde debía estar. Como un relámpago que huye, cruzó por mi mente la imagen de Irene Lyttra intimidándome…

Cuando me desperté de nuevo, Aldo salía de la ducha. Desnudo, claro. ¿Qué podía yo hacer contra ese disparate?

– Tardo minuto y medio en ducharme.

Él me detuvo contra la cama: parecía sólo un gesto y era una orden divina:

– No es preciso.

– ¿Te vas? ¿Ya?

– No sin darte los buenos días. -Se tumbó sobre mí después de descubrirme y con un leve movimiento de su cuerpo me colocó sobre él-. El agua estaba tibia. Y tú también… -Sentí su aliento en mi oreja. Tiró de mí hacia arriba como si fuese lo mismo que una pluma, sin esfuerzo ninguno. Me besó en la boca sin ninguna prisa. Luego me hizo girar-. ¿Está tu colmena llena de miel? -Posó su mano en mi sexo, lo abrió, sus labios dialogaron con mis labios secretos, me sentí acariciada hasta el alma… Mi boca dialogó con su sexo:

– Sí, y tu vara de nardo ya está en flor y perfuma.

Pensé: «Qué cursi soy, quién me lo iba a decir.» Pero ya no importaba. Me halagaba sin palabras su lengua en el rincón más mío. El olor de su nardo me salpicó la frente. Lo bebí a grandes sorbos… Somos ingenuos cuando opinamos de un polvo que ha sido insuperable.

Voraz y ahíta, sin abrir los ojos, oyéndole moverse, imaginando el roce de las telas con su cuerpo, envidiando ese roce, me quejaba con un tono infantil:

– ¿Cuándo llegará el día en que, a media mañana, pueda traerte un desayuno, surtido y abundante, a la cama o a una mesa muy próxima, y te diga: «Aldo, arriba, vago, a desayunar», y podamos tomarnos una taza grande de café con leche, como una pareja de burgueses bien avenidos, y un trozo de ensaimada mallorquina por ejemplo, o un cruasán bien crujiente…? ¿Tú tomas pomelo o zumo de naranja? No, tú tomarás papaya, como si lo viera… Así funciona todo… Toda mi vida la reduciría a hacer cada mañana un desayuno para dos…

Abrí los ojos. Aldo se había ido ya.

***

La última boutique en la que Bianca estuvo se veía entera desde la calle. Nadia y yo nos miramos extrañadas. Pensábamos lo mismo: aquello era un cuchitril, aunque bien ordenado y vestido de gala. En las paredes, unos nichos rectangulares exhibían elegantes accesorios. Al fondo, bajo el hueco de una escalera casi vertical y mínima, un mostrador mínimo también, de cristal y alargado, con joyas y collares de Murano. En el local cabríamos, sin excesiva holgura, nosotras dos, una señora joven con indiferente aspecto de dueña, y otra más joven, con el de dependienta.

Entramos sin muchas perspectivas de encontrar lo que buscábamos. Quizá Bianca no estaba para dar direcciones: ¿se había equivocado? Tampoco parecía que aquella tienda gozara de una exagerada clientela. Al principio, dudamos.

– ¿Qué te parece? ¿Entramos? -La total discreción de aquel lugar empezó a seducirme.

– Sí, ¿por qué no? Yo confío en Bianca para estos menesteres.

– Yo confiaría en ella, si fuese tú, para todos.

Nos saludó la dueña:

– ¿Son ustedes las señoras que hace un par de días nos anunció una amiga? -No esperó la respuesta-. Síganme, por favor.

Subimos por la estricta escalera. La planta a que accedimos era extensa, de suelo y techo blancos, vacía, salvo dos sillones blancos también de un simple e implacable diseño. Las paredes, cubiertas del todo con espejos. Los que cubrían la de la derecha eran corredizos. Ocultaban un espléndido ropero. Nadia y yo volvimos a mirarnos con gesto aprobatorio.

– Deseaban dos vestidos de noche, ¿no es verdad? Echen una ojeada, una primera ojeada, a ver si encuentran algo de su gusto.

Cuando el espejo terminó de deslizarse a la izquierda, dejó ver una veintena de trajes largos hechos de telas ricas: damascos, tisúes, glasés, moarés, gruesas sedas lisas o bordadas… Parecía el vestidor del harén de un sultán. Casi tuvimos que parpadear, como si nos cegase tal riqueza, iluminada desde arriba. Se hizo un silencio de curiosidad. Apenas había pasado un minuto cuando yo di un paso hacia adelante, alargué la mano y señalé un vestido que, a primera vista, parecía el más sencillo. Colgaba de una percha enguatada y plateada. La dueña, con cuidado, como si se tratara de una alhaja, lo descolgó sonriendo.

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