– No me convence… No me convence nada. ¿O sea que yo me enamoro como una tonta hace un minuto y medio de un tío al que dentro de dos van a poner como un colador? -Sorbió-. Pues vaya bacarrá he hecho…
– Tú tranquila, que no nos va a pasar nada.
– Sí. Eso mismo le dijo Julio César a su nena cuando salía para el senado a charlar con Bruto. ¿Has visto qué culta…? Y encima, me enamoro de este tío que me da una vida de perros y no me deja dormir. -Carlos rió-. ¿Pues sabes lo que te digo? -dijo Paloma-. Voy a ir a hablar con el Gera.
– Espero que no vayas así… Aunque, la verdad, no habrá visto el tío un trasero así en su vida.
Paloma se puso colorada.
– Huy -dijo. Volvió al cuarto y se puso los vaqueros y la camiseta de algodón-. Os voy a hacer café. -Se volvió hacia Carlos y, con gesto desafiante, se subió la cremallera de los vaqueros-. Idiota… Y, además, Carmen lo tiene bien bonito.
– Menos respingón que el tuyo.
7.45
Como cada jueves, la actividad en el polígono industrial de Coslada era ya intensa para tan temprana hora. En la calle de Los Llanos de Jerez circulaban muchos camiones y coches de gente que llegaba al trabajo, pero se veían muy pocos peatones. Sola en la agitación de aquella mañana, la gran nave de Muebles de Oficina Gato permanecía vacía y silenciosa. Desde muchos años antes, los 28 de mayo eran día feriado en la industria Gato: se celebraba así el cumpleaños de don Julio Galán. En esta ocasión, se trataba nada menos que del sesenta y cinco aniversario del industrial toledano, edad más que respetable, al llegar a la cual muchos hombres de empresa, cansados de luchar, escogen el retiro y un bien merecido descanso. A media tarde, don Julio reuniría a sus empleados en el espléndido y habitual ágape que celebraba en un restaurante de San Fernando de Henares. Generalmente, se trataba de un almuerzo; pero, en esta ocasión, se había dado preferencia a la idea de una merendola, único modo que tenía don Julio de atender unos asuntos particulares que le urgía resolver. Buen pájaro estaba hecho.
Contrariamente a lo que hubiera cabido esperar, a las ocho menos cuarto de la mañana, don Julio, acompañado por su yerno, el inspector José Luis Álvarez, por Manolo, el fiel conductor, y por dos jóvenes de no muy recomendable catadura, se encontraba en el interior de la nave. Habían quitado la lona que cubría el camión blindado.
– Venga-dijo don Julio-, cambiaros, que Horcajo debe de estar a punto de llegar y tenéis que salir en seguida. No os va a dar tiempo si no.
Manolo y los otros dos jóvenes se quitaron la ropa que llevaban y se endosaron uniformes de guardas jurados de Transmoney. Los dos guardaespaldas tenían, además del uniforme y la gorra, sendas cartucheras y los correspondientes revólveres del calibre 38.
– Venga, Manolo, a ver cómo arrancas este trasto.
– En seguida va, don Julio. Esto debe de funcionar como un reloj, ya lo verá usted, que para eso le hemos metido mano y le hemos cambiado hasta las entretelas. ¿Ha visto usted cómo reluce, don Julio?
– Está muy requetebién, Manolo.
Para hacer honor a quien lo había arreglado, el motor Perkins arrancó a la primera con una explosión de espeso y maloliente gas gris y un tremendo estrépito, taca-taca-taca-rooon, de diesel.
Don Julio sufrió un ataque de tos.
7.55
El gitanillo, sentado en la esquina fumándose un pitillo, había visto entrar a don Julio y a su gente. Se había puesto de pie para hacer una señal a un hermano suyo que estaba apostado en la avenida de la Cañada, en la entrada del primer puente del ferrocarril.
Unos minutos más tarde, el Gera, al volante de su Suzuki, pasaba por debajo del puente. En el asiento del pasajero iba Horcajo y detrás, por si las moscas, Carlos. Gera conducía despacio pero, en vez de detenerse en la calle de Los Llanos, continuó hasta la esquina siguiente, en la avenida de la Industria. Paró el coche.
– Atento al parche -dijo-, que te veo, Jacinto, ¿eh? La nave de Gato no tiene más salidas que por delante, Carlos. No tiene calles interiores que rodeen el edificio, no tiene cancelas posteriores. Sólo el portalón de delante.
– Ya me parecía a mí que ayer, cuando fuiste a por tu coche, tardaste mucho. Te viniste a echar un vistazo, ¿eh?
– Hay que estar en todo.
– ¿Y cómo se te ocurrió?
– Lo dijiste tú mismo, Carlos: camiones para transportar muebles y nieve. ¿Dónde van a preparar un camión así?
– Coño con el Gera -dijo Horcajo, que no había dejado de frotarse las muñecas desde que le habían quitado las esposas-. Siempre el mismo. -Se bajó del Suzuki y, apoyando las manos sobre el techo, se agachó a la altura de las ventanillas-. Hasta luego, camaradas. Que seáis buenos.
– Acuérdate de Biarritz. Camarada.
– Carlos, tú, por las mañanas, eres de una cordialidad que apabulla. Cuídate.
– Queo -dijo el gitanillo para sí, viendo avanzar a Horcajo.
Antes de moverse, sin embargo, esperó a que Jacinto traspasara el portalón de entrada a la nave. Luego, con total indiferencia, volvió la cabeza y dio un vistazo al coche del Gera, que estaba aparcado a unos cien metros.
– Oye, Carlos, ¿te has fijado? Para ser un día laboral no hay nadie en la nave aquella. Y todos los demás, alrededor, industriosos como abejitas.
– Hombre, Gera, no van a cargar un camión con ciento ochenta kilos de cocaína, rodeados de una plantilla compuesta por honrados padres de familia. Habrán dado asueto. Mira, prefiero, porque si luego hay que entrar a tiros como en el Oeste, mejor que sean menos que más.
– Oye, Carlos.
– Qué.
– ¿Cuándo vamos a llamar a la caballería?
– Luego, Gera, jopé, cuando sepamos de qué va esto, ¿no?
8.00
Acompañado por Bernhardt, que iba a actuar de tirador si era necesario apoyar cualquier acción, Nick Kalverstat aparcó el Mercedes casi en la esquina de la calle Lagasca con la de José Ortega y Gasset, donde estaba la peluquería de señoras.
– Tú quédate en el coche -le dijo a Bernhardt.
Desde donde estaban aparcados, subiendo por Ortega y Gasset, Nick recorrió despacio la manzana hasta la calle siguiente, a su izquierda. Justo antes de llegar a Velázquez, en la puerta de un gran edificio de apartamentos de lujo, había dos policías armados con metralletas. Nick los había visto el día antes desde la acera de enfrente. Habían estado dentro del portal, sólo visibles desde muy cerca o desde la sede de la Organización Nacional de Ciegos. Era evidente que protegían una embajada o una oficina pública o algo así.
Los miraron con indiferencia. Nick ya había decidido que serían los primeros en morir si había dificultades. A las diez menos cinco, cuando ya hubieran llegado Hank y Christiaan, mandaría a Bernhardt a la esquina de Velázquez precisamente con esa misión, que requería un buen tirador porque los guardias civiles llevaban chaleco antibalas.
No había aún excesivo tráfico. Tenía mucho tiempo. Decidió desandar un par de calles para ir a un bar que había visto y tomarse un café.
A Nick le parecía que en Madrid el café era fuerte pero bueno.
8.03
– ¿Vamos? -dijo Horcajo.
– Pues, hale -dijo don Julio-, buena suerte.
– Si hubiera que fiarse de la buena suerte, estos temas no saldrían nunca bien, Galán. Te recomiendo que medites el conocido axioma americano que dice: si algo puede salir mal, saldrá mal.
Sonrió y se subió al camión por la entrada lateral. Dentro ya estaban José Luis y uno de los guardaespaldas. El otro se había instalado delante con Manolo.
– Ya me gustaría ir con vosotros -dijo don Julio.
Horcajo chasqueó la lengua y cerró la puerta. En el interior del camión quedaron casi por completo a oscuras. Horcajo alargó la mano y encendió la luz del techo. Una estrecha mesa de metal separaba los dos bancos. El habitáculo era exiguo, pero suficiente para el máximo de cinco personas que lo acabarían ocupando.
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