Fernando Schwartz - El Peor Hombre Del Mundo

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Novela negra de trazos muy nítidos en el más puro estilo del género, El peor hombre del mundo combina la acción vertiginosa con el humor, la pasión y el riesgo. El secuestro de un millonario en Amsterdam desencadena una serie de acontecimientos que desembocan en el submundo de la droga de Madrid. A su vez, el ex-agente Horcajo, el peor hombre del mundo, ha abandonado su refugio en Colombia y ha regresado a la ciudad. ¿Qué le ha hecho volver a un lugar en el que se sabe condenado a muerte? ¿Qué papel juega en todo esto Paloma, una madrileña rompedora? Y, por cierto, ¿cómo se cobra un rescate sin ser detenido?.

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Horcajo miró al guardaespaldas que, sobre las rodillas, llevaba un rifle. Estaba cargándolo con cartuchos de postas. El arma había estado apoyada contra una esquina de la cabina.

– Mejor dejas el rifle en el suelo -le dijo Jacinto-, porque el único sitio en donde, a lo mejor, tienes que usar un arma es aquí dentro y un disparo de postas aquí dentro arma el dos de mayo.

El guardaespaldas lo miró, no dijo nada y, con mucho cuidado, puso el rifle en el suelo.

– ¿Adonde vamos? -dijo Manolo desde la cabina.

– A la estación de Chamartín -dijo Horcajo.

Don Julio accionó la apertura eléctrica de la gran puerta de la nave. Manolo apretó el botón de arranque. Con la acostumbrada parafernalia de gases y estruendo, el motor Perkins se puso en marcha. A los pocos segundos hacía su triunfal aparición en la explanada delantera de la nave.

El gitanillo se puso de pie y tiró el pitillo que estaba fumando. Doscientos metros más allá, su hermano también se incorporó alertando así al Chino, que esperaba junto al segundo puente del ferrocarril. El Chino, su cuñado y dos colegas se subieron al Mercedes diesel.

El camión blindado amarillo giró a la izquierda por la avenida de la Cañada y, seguido a cien metros por el Suzuki Santana del Gera, pasó por debajo de los dos puentes del ferrocarril y tomó por la calle de Rejas. El Mercedes del Chino se sumó con discreción a la caravana que se encaminó así hacia la autopista de Barajas.

8.30

– Es don Basilio al teléfono, señor -dijo la doncella filipina, con la mesura y el despacio que es típico de su habla.

Javier bajó el periódico y dijo:

– ¿Eh? Bueno. -Tomó un sorbo de café y descolgó el auricular-. Basilio -dijo.

– Javier. He pensado que, tal vez, podríamos estudiar un poco más tu idea de plantear una OPA.

Javier sonrió y, con una mano, dobló el periódico y lo tiró al suelo.

Elisa, que leía la correspondencia llegada esa mañana en el correo, levantó la mirada con sorpresa.

– Ay, Basilio, Basilio. ¿Qué quieres hablar más? Ayer me pareciste muy seguro de tu capital. Tan seguro que, como llegara a dejarte hacer, me quitabas el sitio. Y, de ti para mí, no tengo ninguna gana de permitírtelo.

– ¡Pero, hombre, Javier! No seas terco. Ésa no es la cuestión.

– ¿Cuál es la cuestión, entonces?

– Que una OPA tuya…, y no digo que tengas dinero para hacer una OPA en serio, Javier… no lo digo, ¿eh?…, pero una OPA tuya dispararía el precio de las acciones y armaríamos un buen lío. -Titubeó y luego preguntó con cautela-: ¿A cuánto la vas a hacer?

Javier soltó una carcajada.

– Mira el telediario de las tres, Basilio. Hasta el locutor estará sacándose las acciones del Crecom del bolsillo para salir corriendo a vendérmelas.

– ¡No puedes!

– Siempre te dije que no te sentaras a la mesa con los mayores porque ibas a acabar cobrando. Te voy a decir lo que te pasa, Basilio, ahora que no nos oye nadie. A ti te apoyan unos inversores extranjeros, ¿eh?, y con ellos me quieres quitar el control del banco. Pero te aterra pensar que, como yo les meta una OPA, se vengan todos a mi bando y a ti te dejen con tres palmos de narices. ¿Qué te parece?

Al otro lado de la línea hubo un largo silencio.

– Ya nos veremos -dijo Basilio por fin y colgó.

– Un día de éstos -dijo Elisa, con su voz pausada, alzando los ojos cuando su marido dejó de reír-, Basilio va a venir con la espada del abuelo y te va a abrir en canal. De verdad, es que lo tienes maltratado… No me sorprende que te tenga la manía que te tiene.

– Es un blando.

En la habitación de desayuno entró Martita, la hija menor de los Montero.

– Hola, papá, adiós, me voy al cole.

– Venga usted aquí, señorita. -Martita se refugió en brazos de su padre-. ¿Por qué es usted tan fea, eh?

– Yo no soy fea.

– Huy, que no -dijo Javier y le dio un beso en la punta de la nariz-. ¿Dónde está Borja?

– Se ha ido ya. Dice que él es independiente. ¿Qué quiere decir que es independiente?

– Que puede hacer las cosas que quiera, cuando quiera.

Martita rió.

– Pues entonces no es independiente.

– Eso me parece a mí -dijo Elisa, levantándose-. Anda, ven, que te espera Pepe con el coche, anda, y no se debe hacer esperar a los mayores.

– Pero si es el mecánico, mamá.

– Aunque lo sea.

8.34

– Me voy a poner muy malo, Pepeluis, me lo noto, que me viene el mono, Pepeluis, ¿qué hacemos…? O yo me agencio un pico o me muero.

– No te preocupes, Mario, que nos vamos a arreglar… Anda, procura levantarte, que nos vamos a buscar un poco de pasta, tío, chaval.

Los dos muchachos y la chica habían pasado la noche en el parque del Retiro, sin planes muy concretos, haciendo tiempo para que abrieran los bancos. Habían dormido a ratos, fumado a veces, bebido tres o cuatro litronas conseguidas la noche anterior. De vez en cuando, uno se levantaba a orinar, alejándose apenas unos pasos. Metidos en la maleza cercana a la plaza de la Independencia, habían oído los ruidos madrileños de la noche, el tráfico, alguna risotada, frenazos y, en dos ocasiones, accidentes de automóvil. Los tres habían reído al oír cómo estallaban los cristales o sonaba el golpe sordo de las carrocerías chocando. «¡Pum!», habían dicho a coro.

Pili seguía apoyada contra el árbol a cuya vera había pasado las horas de la noche.

– ¿Vas a venir o nos esperas aquí, Pili?

– ¿Eh? No, no, voy con vosotros, que me quiero reír.

Soltó una risotada desgarrada e incongruente.

Iban vestidos casi igual los tres. Pantalones vaqueros negros, camisetas de algodón negro que, ciertamente, habían conocido mejores tiempos y botines, también negros. Sólo Pepeluis tenía además una gabardina. En la gabardina escondía una escopeta de cañones recortados que había sido un arma de caza de su padre.

– Sé de un banco que está chupado de atracar -les dijo Pili-. Tienen poca seguridad… Vamos, no hay guardias dentro… y si gritas mucho se dejan robar todo lo que tengan. Y, además, no hay maderos por ahí…

– ¿Cuál dices?

– Uno que hay en Ortega y Gasset.

– Daos prisa -dijo Mario.

8.37

El camión blindado de Transmoney se detuvo frente a la entrada principal de la estación de Chamartín, en el carril de los taxis, es decir, en la calzada más cercana al vestíbulo.

El guardaespaldas que iba en el asiento delantero se bajó del camión, no sin darse cierta importancia, y se apostó al costado de la portezuela lateral. Ésta se abrió a continuación y se bajó su compañero, seguido de Horcajo.

– ¿Voy? -dijo el Gera.

Había detenido el coche en la calzada paralela.

– No -dijo Carlos-. No van a usar un blindado para traer a Jacinto a coger el tren, ¿eh? -Rieron-. Ha ido a buscar la droga.

Doscientos metros más atrás, el Chino dijo:

– ¿Tú zabe quién é éze? Horcajo, me cago en zu puta madre. E más manguis… Le tengo más gana que a una gachí.

– Ezo -dijo su cuñado.

Con gran tranquilidad, Jacinto entró en el vestíbulo de la estación, se dirigió hacia donde estaban los carritos de equipaje (abundantes a esta hora en la que aún no salían los grandes expresos), separó uno y siguió andando hacia la zona de armarios de la consigna automática. Se detuvo frente a dos de los armarios más grandes. Sacó dos llaves del bolsillo derecho de su chaqueta, las introdujo en las respectivas cerraduras y esperó a que cada uno de los contadores digitales le indicaran la cantidad a pagar. Puso las monedas requeridas y las puertas se abrieron con un chasquido. De cada armario, Horcajo sacó una voluminosa maleta (cuyo contenido pesaba cuarenta y cinco kilos con toda exactitud) y la colocó sobre el carrito.

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