Fernando Schwartz - El Engaño De Beth Loring

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A inicios de los años sesenta, una joven australiana, Beth Trevor, se instala en Mallorca con su hija pequeña, Lavinia. Beth ha acudido a la isla atraída por el prestigio de un mítico poeta británico que vive allí desde hace años, rodeado de fervorosos discípulos. La colonia extranjera, formada principalmente por artistas, escritores y vividores, acoge a madre e hija como parte de los suyos. Poco a poco, en ese luminoso microcosmos mediterráneo, en el que extranjeros e isleños se observan los unos a los otros como si fueran actores de sus respectivos teatros, la ambiciosa Beth comienza a disponer las piezas de un ingenioso engaño por el que su hija terminará siendo considerada la descendiente de una antigua y aristocrática familia europea.

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– No, no -interrumpió Juan Carlos-. La palabra es, como ha dicho Carmen, aristocrático. Y es que menospreciáis su capacidad -levantó una mano-, todo lo primitiva que queráis, os lo concedo, tres bien, la capacidad de Beth de planear, su formidable instinto para el futuro. No queréis daros cuenta de que su ida a El Mirador fue perfectamente diseñada, deliberadamente preconcebida. Lo que yo os diga.

– Sí, claro. Ahora que han pasado los años y que conocemos bien la historia de todo, ¿no?, ahora es bien fácil decir yo lo sabía, hubiera podido adivinarlo, se veía venir. Ya, se veía venir -dijo Carmen-. Lo que ocurre es que ahora, como Love es Lavinia, así con mayúsculas, todos recordamos a posteriori indicios de lo que iba a pasar. Entonces, nadie prestaba atención alguna, nadie le daba importancia a Beth. Era una guiri más de las que llegaron al pueblo, ¿eh?.

Tomando el té en casa de Bertil una tarde (quienes llegaran a las cinco estaban invitados a la merienda de casa de Bertil), Beth dijo:

– Este príncipe Carolo del que todos hablan, ¿quién era?

– Ah -dijo David-, un tipo interesante. Un sobrino del emperador alemán y sobrino del austro-húngaro, amante de la naturaleza que vino por esta costa a finales del XIX. El hombre más feo del mundo pero por lo visto una buena persona. Llegó por aquí y se puso a comprar posesiones y fincas. Lo que pasa es que se le acabó el dinero y acabó por no comprar más que dos: El Mirador y el Palacio de la Punta. Las fue arreglando y luego, cuando se murió a principios de la primera guerra, se lo dejó todo a su secretario, Antoni Cernuda, con la instrucción de que liquidara al mejor postor las propiedades y lo que contenían. Con lo que resultara debía constituir un fondo de ayuda a la Cruz Roja. Como tonto, Cernuda se quedó con todo, que tampoco era mucho en una costa tan agreste, lejana y árida, dio unas migajas a la Cruz Roja y santas pascuas. -Hizo una mueca como si no estuviera muy convencido de lo que iba a decir-. No estoy seguro de cómo fue. Lo que sí sé es que el príncipe era muy religioso como todos estos austríacos…

– Bueno -dijo Beth-, algunos austríacos no lo son tanto…

– No, verás -continuó David, después de mirarla con sorpresa; pero lo dejó pasar para no perder el hilo del relato-. Todo resultaba un poco decadente, mucho menos honorable de lo que habría cabido esperar de un miembro de dos familias imperiales. El príncipe este nunca se llegó a casar… yo creo que porque tenía mucho complejo de gordura y fealdad, pero tenía un yate estupendo, el Seepferd, lo fondeaba ahí enfrente y en él se organizaban unas juergas colosales con efebos que ríete tú de Pompeya. Tuvo muchos novios este hombre…

– ¿Novios? -preguntó Beth, sorprendida. Y después se le escapó una risotada como las de Dan, mala, llena de intención-. ¡Ya entiendo por qué nunca se llegó a casar!

– No es exactamente así-dijo Bertil de pronto.

– Espera, Beth, espera -añadió David riendo-, que después de las juergas le entraba el arrepentimiento y todos iban a misa a la capilla de El Mirador a pedir perdón por sus pecados. Y después… espera, espera… que esto no acaba ahí, después el príncipe vivía otra vida en tierra firme, hasta tuvo amantes fijas que eran del pueblo…

– Sí, varias que yo sepa -dijo Bertil.

– Sí, claro, entre otras cosas porque se acostó con cuanta mujer se le puso a tiro. Luego -dijo riendo de nuevo-, los hijos se los endilgaba al secretario, este Antoni Cernuda, al que para cubrir las apariencias casó con una condesa polaca. ¿Te imaginas, Cernuda, el paletón de pueblo casado con una condesa polaca?

Beth estaba absolutamente fascinada por el relato. Se arrellanó en la butaca y exclamó:

– No me lo puedo creer… ¡Ese príncipe era genial!

– Bueno, a las familias imperiales de Centroeuropa se les permitía todo. -David sacudió la cabeza con reprobación-. Bah, eran unos degenerados.

– Debo hacer varias precisiones históricas y al menos una poética -dijo Bertil, levantando un dedo de la mano derecha, mientras que con la izquierda sujetaba la tetera con la que se disponía a servir una nueva taza a Beth-. Primero, el príncipe Von Meckelburg-Premnitz Lothringen…

– En realidad, es más fácil la versión española, Meckelburgo-Berlín Lorena. Lothringen es en alemán Lorena, como Alsacia-Lorena -dijo David.

– Elsaz-Lothringen, sí… -confirmó Bertil. Y luego, con precisión minuciosa, repitió-: El príncipe Carolo era hijo, tercero para ser exactos, del gran duque Carlos Enrique de Pomerania, hermano del emperador Guillermo I, y había nacido en Berlín. De modo que no es correcto decir que era austríaco; era prusiano. Pero en 1860, siendo él todavía un niño, toda la familia tuvo que abandonar Premnitz expulsada por los militaristas prusianos y antiaustríacos. Tuvieron que refugiarse en Viena, empujados por los politiqueos de Otto von Bismarck… ¡Pobres! Lo que Carolo recordaba de verdad de aquella triste aventura era que las gentes de Berlín se asomaban a la carroza que los llevaba al exilio y exclamaban ¡qué niño más feo!

– ¿Tan feo era? -preguntó Beth.

– Mucho -dijo David-. Ya te he dicho que feo y gordo. Te enseñaré fotografías que se conservan de cuando era un poco mayor. Todo eso le creó un complejo espantoso y, como consecuencia de ello, dejó de lavarse, aunque nunca había sido muy aficionado, la verdad, y llevaba la ropa llena de manchas.

– Pues vaya. Si yo fuera muy fea, intentaría disimular mi aspecto poniéndome muy pulcra y muy aseadita, ¿no?

– El hecho es -dijo Bertil, levantando un poco la voz para mostrar su impaciencia con las interrupciones- que a partir de aquel momento, toda su vida tuvo que debatirse entre las presiones del emperador austro-húngaro… claro -se interrumpió, pensativo-, de ahí viene que se lo considere austríaco… en fin, toda su vida tuvo que aguantar las presiones del emperador para que residiera en el castillo de Karlsbad, en Checoslovaquia (lugar, dicho sea entre paréntesis, que le parecía horrible y triste) o incluso en Venecia, que, aunque húmedo y frío, no estaba nada mal, tenía que decidir entre todo esto y lo que a él de verdad le tiraba, que era viajar por el mundo. Era un hombre nominalmente rico, pero la que manejaba el dinero era su madre, una mujer fría, desagradable y avara a la que Carolo tuvo que pasarse la vida halagando con zalamerías para conseguir los fondos que le eran necesarios. Mucho dinero, creo yo, además, por supuesto, de la asignación anual del equivalente a cien mil dólares que le correspondía como príncipe no heredero del ducado. Primero fue el barco, el Seepferd, un gran velero de tres palos que se hizo construir a la muerte del padre para así recorrer los mares. Luego, fueron los constantes viajes alrededor del mundo estudiando razas y gentes. De hecho, su gran obra, lo más importante que dejó escrito (y no es trabajo pequeño) fue una Historia de los pueblos del mundo en seis tomos, muy apreciable, un estudio antropológico bastante válido para los primeros años del siglo. Y luego, en cuanto llegó por aquí y se enamoró de esta tierra como todos nosotros, quiso comprar toda la costa.

– ¿La costa entera?

– Sí. La costa. Carolo descubrió todo esto y decidió comprar una finca entre la montaña y el mar. -Sonrió-. La finca que va de este a oeste, de un cabo a otro. -Beth dio un silbido y Bertil asintió con ironía-. Sí, de un cabo a otro, sesenta o setenta kilómetros de extensión cubierta de casas excepcionales, viñedos, olivares, algarrobos, encinas… No sólo El Mirador y La Punta, sino el pueblo, el puerto, las montañas de atrás y La Viña, en particular esta última, que debía convertirse en el centro de su imperio de explotación agrícola y vinícola. ¿Le sorprende? Sí, sí. El príncipe quiso no sólo escribir libros sobre la naturaleza y los hombres con dibujos hechos por él, que lo hizo, no quiso sólo unificar este trecho de costa o construir caminos y miradores, quiso explotarlo todo. Sólo le faltó el dinero suficiente para hacerlo y todo quedó reducido a un par de casas y sus dependencias. -Guardó silencio y luego levantó la vista e hizo una mueca dubitativa-. A decir verdad, se han contado muchas historias sobre amores homosexuales y sobre hijos ilegítimos… Yo no las creo.

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