El tercer amante fijo de Beth en Mallorca fue Augustus Loveday, el dramaturgo.
– Una historia interesante -explicó Tono.
– Pues sí-apostilló Juan Carlos-. Es una historia interesante porque ayuda a definir la relación de Beth con los hombres. Une espéce d'histoire-vérité. Para ella había (ya no hay, naturalmente, había ) dos tipos de amantes: el amante-pasión y el amante-utilidad. Con los primeros, como Dan el sueco, por ejemplo, perdía los papeles. Su relación era puramente sexual. Con los segundos, como Augustus, primaban las razones de la cabeza y de lo que podía obtener de ellos, no dinero, ¿eh?, o no sólo dinero. Su relación era puramente intelectual.
– Pero qué intelectual ni intelectual -interrumpió Carmen-. A cualquier cosa le llamas tú intelectual. Menudas bobadas dices. Me vas a decir que el affaire de Beth con Augustus fue una cosa de la mente… No sé qué clase de amante era Augustus -la Pepi levantó una ceja-, pero te juro que con los años que pasaron juntos…
– …Al mismo tiempo que con Dan el sueco, David, Hans el musculillos… qué sé yo cuántos más… -dijo Juan Carlos.
– No me interrumpas… Con los años que pasaron juntos debieron de estar enamorados o divertidos o lo que sea. Además, ¿alguno de vosotros ha visto que Beth sacara algo de Augustus?
– Bueno, lo que hay que oír. O sea, que en su pendoneo, la Beth nunca sacó nada, ¿eh? ¿De qué vivía entonces? -preguntó retóricamente Tono. Luego se arrepintió porque no está en su naturaleza ser malvado. Y añadió-: Eh… bueno, bah…
Augustus acababa de regresar de Londres, en donde había estrenado, en el teatro Adelphi, y con éxito clamoroso, su nueva obra, Betraying mother, una tragedia que, después de un comienzo lleno de humor, se desplomaba sobre el espectador desprevenido con inusitada crueldad. Maggie Smith, Larry Olivier y Paul Scofield la mantuvieron en cartel durante los primeros meses, y no porque después les fallaran los espectadores, sino porque ninguno de los tres solía hacer más de una temporada en una misma sala con la misma obra. La platea estaba abarrotada de público noche tras noche y siguió estándolo durante varias temporadas con otros repartos igualmente ilustres. La obra no fue representada en España ni siquiera en los teatros universitarios de aficionados y desde luego nunca se tradujo (la versión castellana podría haberse titulado Traicionando a mamá): no estaban la censura de los años finales de Franco ni la descompuesta sociedad española para muchas aventuras teatrales como ésta, en la que el descreimiento, la hipocresía religiosa eran utilizados para mostrar con despiadado sarcasmo la miseria de una familia tradicional.
Augustus llegaba al pueblo precedido de una fama de admirable intelectualidad moral y cubierto de laureles de gloria. Y con excelente taquillaje, lo que daba gran prestancia a su bolsillo. Era el autor de moda en Londres y pronto lo sería en Nueva York de la mano de los mismos protagonistas que lo habían consagrado a las orillas del Támesis («por decir algo -precisó Juan Carlos-, puesto que el Adelphi no está a la orilla del Támesis sino en el Strand y hay una ribera de edificios de por medio»).
Claro que hubiera sido más propio decir que Augustus volvía al pueblo: era hijo de un anciano poeta, Patrick Loveday, compañero de armas de Liam Haw-thorne durante la Gran Guerra, herido en la Somme y, finalmente, desertor en Irlanda. El recuento en un breve y dramático librito de sus espantosas peripecias en el campo de batalla, con envenenamiento por gas mostaza incluido, había escandalizado a la sociedad inglesa, empeñada como estaba en no mirar ni ver en sus verdaderos términos la carnicería que por cuatro años asoló Europa. Sólo la generosa actitud de Hawthorne saliendo con decisión en su defensa lo salvó del escarnio público e incluso de un consejo de guerra, del que de todos modos al final se habría librado gracias a una declaración de enajenación mental menos fingida de lo que hubiera podido parecer.
Patrick Loveday había pertenecido a una de aquellas extrañas y maléficas sociedades dirigidas y dominadas por Pamela Gilchrist en la etapa durante la que ésta convivió con Hawthorne en el pueblo. Les dio por llamarlas familias o menages á trois o á quatre.
– Era más mala que un dolor -dijo la Pepi.
– Sí, pero era buena poetisa -corrigió Juan Carlos con fastidiosa suficiencia.
– De qué hablas, Juan Carlos -dijo Tono-. Era infame y sus versos no los entendía ni dios. Yo creo que en su vida no vendió arriba de cuatro libros y eso la envenenó de tanto ver que los de Liam se vendían por millones.
– iY además era una bruja! -exclamó Carmen-. Pero de las de verdad. Se dedicaba a la brujería para conseguir dominar a los pobres diablos que vivían dando brinquitos a su alrededor… Vaya una estupidez supersticiosa. Tontos ellos que entraban al trapo… Y luego dicen que los mediterráneos somos primitivos e ignorantes y crédulos. ¡Vamos! Los ingleses y los americanos, tan civilizados ellos -con desprecio. De pronto se animó y se inclinó hacia delante como disponiéndose a contar una jugosa historia-. Patrick Loveday, el padre de Augustus, estaba casado con Julie Remington, la madre, claro. Julie era una famosa crítica literaria que escribía en Londres para el Daily Telegraph. Una tipa un poco excéntrica pero muy bien. Pertenecían ella y su marido a varios de los circuitos literarios de Londres y, claro, era inevitable que todos acabaran encontrándose, o reencontrándose en el caso de Hawthorne y Loveday después de años de no verse. Pamela Gilchrist acababa de descubrir Europa, y colgada del brazo y del bolsillo de Liam, se dedicaba entonces a olvidar y despreciar América. Todo para llamar la atención, ya sabéis: años después volvió a Nueva York y declaró que regresaba para darse un baño de lo auténtico, que era América. -Sonrió con malicia-. ¡Al diablo Europa! Y, hale, a otra cosa. Bueno. Patrick era un personaje de gran delicadeza, un hombre sencillo, atormentado y débil…
– Pan comido para Gilchrist -dijo Juan Carlos.
– Pan comido para Gilchrist. Pamela era la mantis religiosa. Menuda arpía. Los atrajo al pueblo, los atrajo, sí, no puede explicarse de otra manera, como si les hubiera dado una pócima, y allí los enredó en la tela de araña de la secta.
En cuanto Augustus apareció por el pueblo a su regreso de Inglaterra, sedujo a Beth. Le pareció muy atractivo y la hizo pensar, no sin cierta alarma, en el Jim su marido de los primeros tiempos. Bien mirado, sin embargo, lo cierto es que no se asemejaban en nada o tal vez sólo en la forma de tenerse derechos pero un poco torcidos, como escuchando con atención a un interlocutor imaginario. Augustus era uno de esos ingleses espigados de tez clara, bien parecido y con ojos soñadores, de fuertes manos de largos dedos y nudillos enrojecidos. Tenía el pelo rubio, vigoroso y rizado con ondas exageradas. En cierto modo recordaba a David el pintor pero era mucho menos… mucho menos… («vulgar -dijo Carmen con impaciencia-, tenía bastante más clase que David, que sólo era un acuarelista de tercera con una renta que le pasaba su papá». «Hombre, tú -dijo Tono-, que le hizo un retrato al óleo a mi padre y bien bueno que es. No era un acuarelista de tercera. Lo que pasa es que David tenía cara de buena persona.»)
Su apariencia distinguida le había granjeado el mote de Lord Gus o Lórgus. Todos lo conocían en el pueblo desde que era muy chiquillo. Como más tarde ocurriría con Love, Augustus hablaba muy mal el castellano y bien el mallorquín, que era lo que había aprendido en las calles del pueblo y del puerto mientras sus padres sufrían acoso, dictadura intelectual y crisis absurdas de celos en el restringido círculo seudofamiliar de Pamela Gilchrist. («Bueno, la madre se quitó la vida, ¿no?», dijo Juan Carlos. «Vamos, que se suicidó», dijo Francisca por aclarar las cosas.)
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