– ¿Y la otra manera?
– ¿Eh? -Reflexionó un momento-. Sí, claro… Soy egipcio, pero también soy beduino, Ya'kub. Soy mitad hombre del río y la ciudad y mitad hombre del desierto. Soy Msr, Egipto. Hace mucho tiempo comprendí que hasta que no asumiera ambas personalidades no podría dar a mi tierra lo que le debo, lo que tengo que hacer por ella. En El Cairo, en Al Qahira, no tengo problemas de identidad, sé quién soy y me conocen como quien soy… y estoy lleno de ataduras. En el sahara, por el contrario, nada me condiciona. ¿Dónde están los palacios aquí? ¿Dónde están las calles, las joyas, los Groppi, los reyes, la ópera y los restaurantes? Aquí nada se interpone entre mi alma y mi Dios o, si lo prefieres, entre mi alma y el infinito. Miro al fondo del desierto y me devuelve mi imagen, sólo mi imagen. Estoy aquí porque debo comprender quién soy, cómo soy, por qué soy.
– ¡Pero tú eres el Bey!
– Ay, Ya'kub, apenas un título honorífico de los hombres. Soy el Bey y me respetan. Estoy aquí para aprender a respetarme a mí mismo. Aquí no puedo escapar de nada; solamente hay arena, soledad y preguntas. Sentado encima de esta duna… Y luego, amo el desierto con todo mi ser. El amor al desierto, hijo mío, es comparable al de un hombre enamorado de una mujer fascinante pero cruel. Le maltrata y el mundo se derrumba en sus manos; pero por la noche le sonríe y el mundo se convierte en un paraíso. Cuando el desierto sonríe no hay lugar en la Tierra en el que más merezca la pena vivir. -Se calló.
El muchacho lo miró. Esperó a que siguiera hablando, pero el Bey no dijo nada más. Sólo, al cabo de unos minutos, añadió:
– Vamos.
Se levantaron y empezaron a bajar por la duna. A los pocos metros, Ya'kub tropezó, cayó de frente y comenzó a rodar por la arena. Desde abajo, en el campamento, uno de los camelleros lo señaló y todos fueron dándose la vuelta para mirarlo. Gritaban y reían y aplaudían. «Wallah!», exclamaban, «aiwa!». Con tanto escándalo, los camellos, acostados detrás del campamento, dieron la vuelta a sus cabezas para ver qué ocurría y algunos se pusieron a berrear. Nicky, con sus manos en jarras, también se volvió, mientras Rosita, que regresaba del montículo tras el que se había guarecido, se detuvo riendo. Hasta Abdullahi se despertó de su siesta y Ahmed el nubio dejó de revolver en sus cacerolas.
– Parecías una felfela, una croqueta -dijo Hamid-, rodando por la arena justo para que mi madre te metiera en la sartén. -Y señalándole, se retorcía de risa y gritaba-: Felfela!, felfela!
Dos días después, pasado el mediodía, el Bey, Rosita, Nicky y Ya'kub, que venían cabalgando a cierta distancia por detrás de la caravana, vieron que ésta se había detenido.
– ¿Qué ocurre? -preguntó el Bey al darles alcance.
– Dos mensajeros de Sayed Idris -contestó Abdullahi- han llegado para anunciar la llegada del Gran Senussi. Pide que el Bey acampe aquí, de modo que Sayed pueda venir a encontrarse con él.
Los beduinos y los camelleros, los guardias y la gente de confianza estaban todos en estado de gran excitación: no sucedía todos los días que el gran jefe de los senussi se acercara a una caravana y ello no sólo era un augurio realmente favorable, sino, sobre todo, un signo de respeto y amistad hacia el propio Bey.
En el desierto, no es correcto ni respeta la etiqueta el viajero que se acerca a otro sin anunciarse; ambos deben tener tiempo de asearse y cambiarse de ropa.
El Bey ordenó que se hiciera el campamento allí mismo y que todos se dispusieran a saludar al Gran Senussi.
Al poco tiempo, la vanguardia de la caravana de Sayed Idris llegó y se detuvo a poca distancia del campamento. Dispusieron tiendas e implementos para pasar el día ellos también en el lugar.
– A veces, estas caravanas, unas junto a otras, llegan a hacerse tan grandes que se necesita media jornada de marcha para recorrerlas de punta a punta -murmuró Nicky.
Una media hora después, Sayed Idris y su escolta se acercaron al campamento del Bey. El Gran Senussi venía a caballo y el Bey fue a pie a su encuentro.
– Sayed Idris, que Alá, el señor de los desiertos, el amo de las vidas y haciendas, el magnánimo, esté contigo y te dé la bienvenida que no soy digno de darte.
– ¡Ahmed Hassanein, amigo mío! -exclamó el senussi, desmontando-. Que Alá premie tu modestia. Hace tanto tiempo que no nos vemos que sólo la generosidad de tu gran corazón hace que no hayas olvidado a este antiguo amigo.
Dieron la vuelta y se dirigieron andando hacia la gran tienda que había sido montada en el campamento de los senussi.
– Di a tus acompañantes que vengan a compartir con nosotros mi modesta comida.
El Bey hizo llamar a Nicky y a Ya'kub para que acudieran a la tienda y, mientras llegaban, les sirvieron un refresco de hibisco.
– Ah, había oído que el mayor Desmond te acompañaba en esta aventura que emprendes hacia las distantes planicies del sur. Querido Mayor, es un gran placer volverlo a encontrar.
Nicky se inclinó con solemnidad.
– Alhamdulillah, jeque Sayed. En efecto, hace tiempo que no nos vemos… Desde la guerra.
– Desde la guerra, sí.
Mientras hablaban, unos esclavos de Jaghbub les sirvieron una sabrosa comida de arroz, pollo relleno de dátiles y especias y, de postre, pastelillos beduinos muy dulces. Al terminar, llegó el turno del té aromatizado con hojas de menta y agua de rosas en unos vasos de cristal y delicadas filigranas de oro y plata.
– Es curioso -dijo el Bey- que en estos días hayamos coincidido en Siwa no sólo con el príncipe Kamal al-Din, que manda sus fraternales recuerdos, sino con un viejo conocido tuyo, Sayed. -El Gran Senussi levantó las cejas-. El barón Max von Oppenheim…
– Viejo conocido, desde luego. Max von Oppenheim, alabado sea el Profeta. Hizo todo lo posible por estropear nuestro acuerdo de paz con Gran Bretaña, que tú facilitaste con tus buenos oficios, Ahmed. ¿Y qué estaba haciendo en Siwa?
Hassanein resopló.
– Me gustaría saberlo… Imagino que tramando alguna jugada para hacernos pagar aquella derrota. Y como siempre, disimulando detrás de su coleccionismo de arte antiguo.
– Si pretende vengarse, Ahmed, yo me preocuparía.
– Bah… No me parece que tenga los recursos necesarios para crearnos demasiadas dificultades.
– Dime una cosa, ¿cómo progresa la conferencia de paz de Versalles? Aquí el resultado nos interesa a todos, no sólo a la Puerta y al imperio austro-húngaro.
– Bueno, Sayed Idris, las cosas no han ido muy bien para el imperio alemán…
– El que pierde la guerra, Ahmed, pierde la hacienda, eso ya lo sabemos -sentenció el Gran Senussi con fatalismo-. Dicho lo cual, de todo esto, lo más importante por lo que ha de significar para nosotros, es qué va a ser del imperio turco…
El Bey contestó:
– Los aliados vencedores de la Gran Guerra, Gran Bretaña e Italia entre ellos, firmaron un tratado de paz por separado con el imperio otomano…
– Con el que desmembraron la Puerta y la dejaron reducida a Asia Menor. El resto… -añadió Nicky.
– Sí, todos los pueblos árabes, la Mesopotamia y en especial Egipto, han sido desgajados del imperio otomano. Esta es la razón por la que los ingleses han devuelto a El Cairo la independencia…
– Por lo menos sobre el papel -interrumpió el Gran Senussi.
– Sí, así son las cosas que nos irritan, Sayed -dijo el Bey.
– Consolémonos, puesto que ahora el trono de mi primo Fuad y de mi prima Nazli tiene el contenido que se merece.
– Pese a todo ello y a que el sultán Mehmet aceptó los términos del tratado, el nuevo líder turco, Mustafá Kemal, ese que se hace llamar Atatürk, los rechaza. De modo que vuelta a negociar…
Читать дальше