– Muchas gracias, barón Von Oppenheim.
– Max.
– Mmm…
– Y éste es su hijo, Ahmed Hassanein. No tuve ocasión de saludarlo anoche durante la cena… ¿Cómo estás, muchacho? -Ya'kub se puso colorado y extendió su mano para estrechar la que le ofrecía el barón-. También he oído cosas de ti. Todas buenas…
Ya'kub carraspeó antes de hablar.
– ¿Quién le ha hablado de mí?
– Ah, nuestro buen amigo, tu instructor Amr Ma'alouf. -Se volvió hacia el Bey-. Aprecia mucho a su hijo, Bey.
– Lo sé.
– Lo vi hace unos días en El Cairo y no paró de enumerarme tus virtudes y las esperanzas que tiene depositadas en ti.
– No sé si eso es muy bueno o recomendable -interrumpió de pronto Nicky, que había permanecido en silencio hasta ese momento.
Von Oppenheim levantó las cejas con sorpresa.
– ¿No? Una alabanza de Amr debería ser tomada como lo que es: una excelente recomendación.
– Tal vez mi sospecha se deba al pasado de nuestras relaciones, Max.
– Tal vez… -Sonrió levemente-. Pero, acabada la guerra, acabada la enemistad, ¿no le parece?
– Tengo muchos años, Max, y la experiencia enseña que las heridas no desaparecen de la noche a la mañana…
– Tal vez debería yo estar diciendo esas cosas, Mayor -contestó en tono amable-. Yo fui el derrotado, yo fui el que perdió la última batalla. En realidad, somos todos los alemanes quienes tenemos una cuenta pendiente que cobrar al resto del mundo. Todos ustedes nos vencieron y aprovecharon para pasarnos una factura exorbitante. -Levantó las dos manos en un gesto de resignación-. Qué se le va a hacer… Pero tengan cuidado con el teutón. -Soltó una gran carcajada-. El teutón con su casco terminado en una punta de acero… ¡ha! Querremos devolver esa factura.
Y rio más para quitarle hierro al exabrupto. Pero no lo consiguió a pesar de la extrema suavidad de sus formas.
Con la mejor y más seductora de sus sonrisas, Rosita dijo entonces:
– Pero nos hemos perdonado todos, ¿no? Estamos en paz y lo cierto es que se vive mucho mejor así, ¿no?
– ¡Claro que sí! Querida madame Forbes, tiene usted la habilidad de desviar los golpes como el más fino de los espadachines…
– No le aconsejo que se enfrente a ella con un florete en la mano, Max -interrumpió el Bey, riendo con gravedad.
– También he oído eso, Ahmed Hassanein… Madame, nada me gustaría más que tener un encuentro… galante, por supuesto, en un pasillo de esgrima para medir nuestras espadas…
– Floretes… barón.
– Floretes, claro… Así tendría usted la distinción de haber vencido a los dos tiradores más ilustres de Egipto. -Y dirigiéndose al Bey-: Están ustedes preparando una expedición muy larga… he oído…
– Es extraordinaria la cantidad de cosas que ha oído usted en estos días.
– ¿Verdad?
– Pues sí, pretendemos llegar hasta el mismo fondo del desierto Líbico.
– ¡Pero eso serán meses de viaje hacia lo desconocido!
– Claro.
– Las tribus del desierto son muy peligrosas…
– Pero nosotros vamos en son de paz.
– Por supuesto… Pues les deseo lo mejor y espero que nos veamos pronto en El Cairo, a su regreso, sanos y salvos.
Para un soberbio, la peor afrenta posible, la que convierte su vida en un acto de rencor constante es la humillación padecida a manos de un enemigo que, además, ha conseguido unir el escarnio a la derrota.
Hacía semanas que el barón Max von Oppenheim había decidido cómo sería su venganza contra el Bey y todos los suyos. Cinco años esperando pacientemente a cobrársela. Por fin había llegado su hora.
En su primer atardecer en el Gran Mar de Arena, Ya'kub se subió a la cresta de una duna al pie de la cual estaba siendo montado el campamento. No sin esfuerzo: sus pies se hundían en la arena como si estuviera pisando mercurio, y a cada paso se formaban en torno a sus tobillos pequeñas avalanchas que lo hacían resbalar. De vez en cuando se le hundía una pierna hasta la rodilla atravesando una primera capa de arena engañosamente endurecida, y le costaba gran trabajo recuperarla, enderezarse en incierto equilibrio y dar el siguiente paso. Al cabo de medio centenar de metros de agotadora subida alcanzó jadeando el borde superior de la duna.
Como un par de días antes, mientras contemplaba junto a Nicky el horizonte desde Siwa y le sobresaltó su inmensidad, ahora pretendió abarcar de un solo vistazo el panorama que se abría ante él. Pero no pudo. 1.a visión del desierto infinito lo llenó de miedo. Tragó saliva, respiró hondo y pensó en huir. Incluso llegó a darse la vuelta para bajar por donde había subido, dejando para otro momento, tal vez en compañía de Hamid o de Nicky, el instante de contemplar el interminable vacío. No se sentía con fuerzas para hacer esto en soledad.
Luego se detuvo y sacudió la cabeza con enfado. Siempre con miedo a todo, se reprochó. Entonces, para combatir el susto que lo empujaba a salir corriendo de allí, en un rapto de romanticismo adolescente gritó a pleno pulmón:
– ¡Pertenezco a esta tierra como mi padre, y como a mi padre sé que ella me pertenece!
Encogiéndose de hombros, abrió los ojos y de golpe se tranquilizó. Se le pasó el miedo. Comprendió que lo que se lo había provocado era la angustia de lo desconocido, de aquello que le esperaba allí al fondo, más allá cada día de lo que cada día alcanzaban a ver sus ojos.
Bajó entonces la vista para fijarla en lo que tenía inmediatamente delante, el filo de la duna, a un lado iluminada por el sol de poniente, al otro ya en sombras. En verdad se hubiera dicho que el viento había dibujado la duna con un cuchillo, tanto se parecía aquel borde al extremo ondulante de una delgada lámina de metal.
Paseando la mirada por la duna en la que se encontraba y luego, poco a poco, por la siguiente y la siguiente y así hasta el fondo del horizonte, vio cómo los suaves dibujos geométricos de la arena se encadenaban hasta donde alcanzaba la vista, cóncavos, convexos, casi circulares, altos y bajos, mientras el sol iluminaba con precisión los planos triangulares que se sucedían, uno detrás de otro, ribeteados de sombras, con largos dedos umbríos alargándose a medida que aquél se deslizaba sobre el horizonte hacia su ocaso.
Al final, un cerro blanquecino de unos centenares de metros de abrupta subida, surgido de pronto como del centro de la Tierra, detenía la duna y la forzaba a morir contra sus paredes. Durante todo el día Ya'kub había ido viendo este paisaje repetido una y otra vez. Parecía que, al llegar a la cima de cada loma, el desierto cambiaría para dar paso a otro completamente distinto, tal vez cubierto por un bosquecillo de palmeras o por arbustos resecos o plantado de rocas calizas. Pero no. Cada vez que se encaramó a otro pedregal cortado a pico, Ya'kub pudo ver un ancho valle nuevo a cuyo costado nacía otra duna que también se perdía en el horizonte. Y así una vez y otra. Cambiaban, sí, las tonalidades, pero era únicamente debido al movimiento del sol, no a la coloración de la arena. Los tonos ocres parecían diferentes en cada momento de luz, pero al llegar hasta un punto preciso en el que se había fijado la vista como referente, seguían teniendo el mismo color marrón rico y pastoso que un kilómetro antes, aunque de cerca, en la luz cambiante, media duna pareciera tener un tono beige claro y la otra media, otro que casi parecía gris o que estaba lleno de reflejos parduzcos e incluso negros por el polvo de piritas y hierro que se había acumulado, u otro aun que despedía reflejos dorados de miel.
En esta misma monotonía, comprendió de pronto Ya'kub, residía la fuerza de tan implacable paisaje, que repentinamente, sin embargo, perdía su aridez para adquirir la textura de la seda y luego se endurecía de nuevo. Siempre el mismo y siempre distinto. Tal vez, pensó el muchacho, esa fuera la razón por la que la contemplación del desierto no oprimía, sino que liberaba al que abría los ojos. Recordó que su padre le había dicho que el desierto recompensa al valiente y destruye al débil. Comprendió que para el que no es timorato, abre distancias infinitas por las que volar sin que nada, ni el sol ni el viento ni la sed sean capaces de oponer barrera alguna. A Ya'kub le pareció que, si se deseaba con la pasión de una voluntad invencible, se podía volar y volar sin detenerse y sin llegar nunca al último confín del desierto.
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