– En realidad, señor, una cosa no sustituye a la otra. Este es el país que tenemos: dos ciudades, un río, un desierto. ¿Por qué no aprovechar lo que puede darnos cada uno?
– ¿Sed y picores?
– No. Fortaleza y reflexión.
El Rey frunció el ceño.
– ¿Me faltas al respeto? -Suspiró como si le entristeciera-. Estamos en el siglo XX, Ahmed.
– Cierto, majestad…
– ¿Necesitas reflexionar? ¿Tú? El estudiante de Oxford, el campeón de esgrima, el aviador, el filósofo, el dueño del algodón… No, espera, el algodón lo has vendido, ¿eh? -se corrigió con una sonrisa-. Lo has vendido. ¡Qué bárbaro! Dicen que tu tío te engañó, pero los dos sabemos que no es verdad y que, de golpe, te has hecho más rico aún de lo que ya eras.
El Bey levantó las cejas con aire de resignación.
– En realidad, señor, no fue mi tío Ali el que compró mi parte, sino el Banco Egipcio de Comercio el que compró la de todos.
– ¡Lo sé, lo sé! Y si no te gustaba, ¿por qué te dejaste?
El Bey se encogió de hombros.
– Me cansé de que mi familia codiciara lo que tengo y quisiera pelearse conmigo. Pues que se lo queden. ¿Qué más puedo querer de la vida? Desde luego, no dinero. -Y miró a la Reina.
Hubo un largo silencio que Ya'kub no alcanzó a comprender. Contempló a unos y a otros y finalmente a Nadia, que le devolvió la mirada con una tímida sonrisa. Después, para disimular el gesto, recogió un velo transparente que tenía sobre las rodillas, se lo puso por la cabeza en un rápido gesto que se adivinaba habitual y, con una esquina del pañuelo, se tapó la cara. Cerró los ojos un momento y, al abrirlos, los volvió a fijar en Ya'kub.
– En el desierto quiero hacer una cosa más: calcular sus coordenadas, medir exactamente su tamaño y el lugar en el que se hallan la frontera sur de la Cirenaica y las fronteras con la Libia italiana y con el Sudán… Y buscar dos oasis de los que todo el mundo habla y nadie encuentra.
– ¡Ah! Eso sí que me parece útil… unos oasis perdidos… tesoros escondidos… ¡Ha! ¡Qué aventuras! Pero espera un momento. No hizo los cálculos aquel alemán… ¿cómo se llamaba?
– Gerhard Rohlfs, señor, hace unos cuarenta años, pero las tribus del desierto, los senussi, casi le mataron y encima destruyeron todos sus instrumentos científicos y todas sus observaciones. No queda nada.
Fuad rio.
– ¡Claro! Esto sólo lo puede hacer un egipcio medio beduino. Tú, además, conoces bien a los senussi. Son amigos tuyos. Al menos no te matarán. Claro, claro. Les pusiste al jeque que tienen, mi muy honorable primo Sayed Idris -añadió con sorna.
– Bueno, no hice eso. Sólo ayudé a que se apaciguaran los ánimos entre las tribus y a que eligieran a Idris. No fue muy difícil.
– No seas modesto. Arreglaste la guerrita de Sollum, ¿no? Tú solo, ¿no? ¿Entonces?
– No es exactamente así, señor. Tuvimos la ayuda de mucha gente. Lawrence de Arabia, el coronel Hunter Pasha… hasta sir Lee Stack Pasha, gobernador del Sudán… Otra gente sacrificada como mi viejo amigo Nicky Desmond… Muchos ingleses de buena voluntad, señor.
A la mención de Nicky, Ya'kub dio un respingo. ¿Qué era eso que estaban contando allí?
– Ya, muchos ingleses de buena voluntad. En los ingleses no hay buena voluntad, sólo lo que sirve a sus intereses. Pero no digas tonterías, porque fuiste tú. ¡Si te hice bey porque habías resuelto aquella situación, Ahmed! ¿O no es así? -preguntó mirando a la Reina-. Y los ingleses te hicieron sir. Sir Ahmed Hassanein… -repitió con voz campanuda-. Pues vaya. De algo les debiste de servir. Tú y yo lo sabemos, Hassanein Bey. Sabemos lo que hiciste por tu país y por el imperio británico. Si vuelves vivo del desierto, te haré pasha.
El Bey se encogió de hombros.
– Gracias -murmuró.
Y Ya'kub no salía de su asombro. De pronto resultaba que su padre era un héroe: el verdadero pacificador del desierto. ¿Y Nicky? ¿Por qué nunca le había contado nada de esto? ¡Tanto hablar de cacerías de tigres de Bengala y de afganos en el Khyber Pass y ni una palabra sobre la guerra del desierto que había peleado junto a su padre!
Se le ocurrió que por fin tenía algo que preguntar a su madre en una de las cartas que le escribía de forma esporádica como respuesta desganada a las que ella le mandaba cada semana. No es que Ya'kub no tuviera nada que relatar de su vida en Egipto al lado de su padre, es que el cúmulo de sensaciones nuevas, de aventuras inimaginables en alguien crecido en la campiña inglesa era tan anonadante para un muchacho introvertido que se le hacía tarea imposible contar a su madre nada que no fuera la anécdota indispensable para mantener vivo un epistolario obligado aunque superficial. Pero ahora sí. Ahora Nicky, el Nicky amigo tan especial de su madre, se había convertido de pronto en un objeto de terrible curiosidad. ¿Preguntarle al Bey? ¿Cómo? Si no le había contado nada de todo esto, era que no quería hablar de ello. Y, aunque haciendo de tripas corazón, Ya'kub intentaría sonsacárselo en algún momento, le pareció más expeditivo preguntarle a su madre; y tal vez, de paso, se atrevería a decirle que su padre era más que un árabe secuestrador de niños. Era un verdadero héroe. Pero ¿cómo era posible, sin que él lo hubiera adivinado siquiera?
«Dios mío -pensó-, el Bey es un héroe. -Miró a Nadia con orgullo, como si aquel heroísmo destiñera en él-. Dios mío».
Sí, claro, no sólo le preguntaría a su madre. Preguntaría ¿i Amr Ma'alouf. Amr no le mentiría.
– Y además no es exactamente así -repitió el Bey al rey Fuad, sacando de golpe a Ya'kub de su ensimismamiento.
– Tonterías, Ahmed. No sé por qué te dejo hacer estas locuras cuando, en realidad, haces más falta aquí que perdido en los oasis. En fin. Debes saber que es la última vez que te autorizo a marcharte. Ven y cuéntame tus planes. -Agarró al Bey por el brazo y ambos bajaron las escaleras hasta el estanque charlando animadamente.
Ya'kub se quedó en el pabellón, rodeado de las mujeres de compañía de la corte. Las mayores lo miraban con curiosidad, alguna hasta con concupiscencia, y las tres o cuatro más jóvenes, con mal disimulado interés. Sentada medio metro detrás del sillón que ocupaba la reina Nazli, Nadia se había quedado inmóvil en su silla sujetando el velo que le tapaba la cara, sin dejar de mirar al muchacho.
– Té -dijo la Reina secamente.
Dos criados nubios se agitaron y desaparecieron en busca de las bandejas con las que volvieron a los pocos instantes; en ellas traían un servicio completo de té a la inglesa con pequeños sandwiches y scones con nata y mermelada de albaricoque y de fresas. A Ya'kub se le hizo la boca agua.
– Ya'kub. Te llamas Ya'kub, ¿verdad? Acércate y siéntate aquí a mi lado. No has dicho ni una sola palabra desde que has llegado. Nadia, sírvenos un poco de té, a ver si se le deslía la lengua a este joven. Buena chica. Y dime, ¿vas al colegio en El Cairo?
– No, majestad. Iba al colegio en Oxford hasta que vine aquí hace un año, pero ahora estudio en casa con unos preceptores que me ha puesto mi padre. Sólo que ahora -levantó un poco la voz- dejaré de estudiar para acompañar a mi padre al desierto.
Por detrás de la Reina, Nadia le miró y se llevó la mano derecha al corazón. Bajó la cabeza y suspiró sin que nadie más que el chico alcanzara a verlo.
Después, la pequeña princesa sirvió una taza de té con un poco de leche, dio dos pasos y se la entregó a la Reina. Luego repitió la operación con Ya'kub. Cuando éste cogió la taza, sus dedos se rozaron y a Ya'kub le pareció que se desmayaría.
– Y cuéntame, ¿adónde te lleva Amr Ma'alouf por las noches, eh?
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