Fernando Schwartz - El príncipe de los oasis

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Un joven mitad árabe, mitad occidental, criado y educado en Europa, regresa a Alejandría para reencontrarse con sus raíces islámicas. Junto a su padre, un aristócrata de la corte egipcia, emprenderá un peligroso viaje a los oasis de Libia. Diplomático, escritor y excelente comunicador, Fernando Schwartz (Madrid, 1937) decidió dedicarse por completo a la literatura desde 2004. Autor de más de una docena de novelas y ensayos, ha recibido, entre otros galardones, el Premio Planeta 1996 por El desencuentro y el Premio Primavera 2006 por Vichy, 1940. Su última novela, El cuenco de laca, alcanzó un notable éxito. Reside la mayor parte del año en Mallorca.

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– ¿Y nuestra expedición?

– Ah, ¡qué impaciencia! Bueno -desplazó su dedo por la orilla del Mediterráneo hacia el oeste-, aquí está Sollum, el puerto del que te hablaba, y aquí, un poco más abajo en línea recta, el oasis de Siwa, que es, como te he dicho, adonde iremos primero. Es enorme, todos estos oasis lo son. Llegan a medir cien o doscientas millas de longitud. Sólo que éste, además, es de gran riqueza: está lleno de palmeras, olivos y frutales y fuentes del agua más pura. Te podrás bañar en su gran lago salado, el birket Siwa. Y seguramente nos alojaremos en la fortaleza de Shali. Siwa siempre ha sido muy importante. Es el lugar en el que se encontraba el Oráculo de Amón. Su templo fue construido hace dos mil quinientos años. ¡El gran Oráculo de Amón! O de Zeus o de Júpiter, como prefieras. Era tan poderoso que venían a consultarlo reyes y generales desde todos los rincones de la Tierra. Aquí estuvo Alejandro Magno antes de lanzarse a la conquista del Oriente… En Siwa se bañaba Cleopatra… -añadió con sonrisa picara-. Pero otros muchos, como el oráculo les vaticinaba desastres y derrotas, acababan mandando a sus ejércitos a destruirlo; sin embargo, a los ejércitos los destruían el desierto y las tormentas de arena. Alejandro se presentó en Siwa con la espada en la mano y me parece que por eso el oráculo le profetizó toda clase de triunfos… y además le confirmó que era hijo de Zeus. -Sonrió-. Cuando no estés seguro de lo que te van a contar, es mejor que lleves un arma en la mano. Al menos podrás intimidar al que te miente.

– Y desde Siwa, ¿a dónde iremos?

– A Jalo, a unas doscientas millas al oeste y, desde allí, hacia el sur, a Kufra, uno de los lugares sagrados de los senussi. Supongo que estaremos unos días y luego seguiremos la ruta hacia el centro del desierto, en dirección al Sudán. No sabemos muy bien lo que hay después. -Sonrió-. No es lo mismo que tu paseo cotidiano para tomar el helado de monsieur Groppi. -Con el dedo puesto en la parte inferior del mapa, una gran extensión sin relieve, sin nada, sólo el color amarillo de lo desconocido, volvió la cabeza hacia su hijo-. ¿Qué te pasa, Ya'kub?

– Nada, padre.

– Pones cara de camello estreñido y eso en mi experiencia quiere decir que algo te pesa en el buche. Dime.

– No es nada, padre. -El Bey le miró-. En realidad… es que… un hijo de Mahmud querría… en fin, me ha pedido que le dejes venir al desierto.

– ¿Qué hijo?

– Hamid. El mayor.

– ¿Lo conozco?

– No creo.

– Pues debes traérmelo para que yo decida si puede acompañarnos y si será tu sirviente…

– ¿Sirviente? -Quiso decirle que era su amigo, pero no se atrevió.

– Tráelo.

Capítulo 5

Para la ocasión, el Bey se había vestido de chaqué, con el pantalón a rayas impecablemente planchado y la chaqueta gris marengo, cuyas colas le llegaban justo hasta detrás de la rodilla, realzando su estatura y su delgadez. Por su parte, Ya'kub llevaba un traje azul oscuro que le habían tenido que hacer apresuradamente en El Cairo porque el que había traído de Inglaterra se le había quedado pequeño y estrecho. También llevaba una sobria corbata color burdeos prestada por su padre.

Cuando estaban en la puerta de la casa a punto de subirse al gran Chrysler plateado, el Bey dijo:

– Espera, ponte esto -y le dio un fez que había cogido de la cuadrícula de caoba del vestíbulo-. Mira cómo lo llevo yo y trata de ponértelo igual.

A Ya'kub, nervioso como iba, le hubiera gustado que Hamid le viera con el fez en la cabeza. Así aprendería qué personas pueden llevarlo y cuáles no. Y desde luego, Hamid no era una de ellas; Ya'kub, sí. Así su amigo dejaría de perdonarle la vida con todas esas historias de extranjeros y aristócratas egipcios.

Miró a Amr Ma'alouf, que había llegado pronto por la mañana para supervisar los preparativos.

– Así vas bien. Como tu padre.

Aquello lo llenó de orgullo.

Amr había dicho:

– Esta historia de ser presentado al jedive no es una tontería cualquiera que pasa a diario, Ya’kub, como si nos fuéramos a comer una mazorca asada paseando por la calle. De modo que debemos asegurarnos de que todo está en orden.

El Bey le había dicho a Ya'kub que Amr sólo tenía un pequeño defecto: era el mayor esnob de todo El Cairo. Por consiguiente, una visita de los Hassanein al palacio de Abdin para que el chico fuera presentado a la familia real era un asunto de capital importancia.

Solos los dos hombres en el dormitorio principal del palacete, mientras Hassanein Bey acababa de anudarse la corbata gris perla del chaqué, Amr dijo:

– Parece ser que tuviste una velada fructífera la otra noche.

El Bey, colocado frente al gran espejo de su vestidor, giró el cuerpo para mirar a Amr y levantó las cejas.

– ¿Fructífera? Todo el mundo asegura que el tío Ali consiguió arruinarme.

– ¿Pagándote quinientas mil ginaih?

– Dicen que mi parte valía mucho más y que me dejé cazar.

Amr, sentado en la butaquita de cuero que servía de reposapiés para anudarse los botines, cruzó la pierna derecha y se sujetó la pantorrilla con una mano. Llevaba botas de montar, pantalón ancho de estambre y una camisa de seda bajo la que lucía una cadena de oro de gruesos eslabones. Se adornaba las manos con cuatro o cinco sortijas que, desde luego, por su enorme tamaño y la variedad de las piedras semipreciosas engarzadas en ellas, no podían pasar desapercibidas. El pelo, muy negro y rizado, le caía en desorden sobre la frente y enmarcaba sus párpados veteados de kohl.

– ¿Cuánto costó la locura de Ismail cuando decidió que El Cairo sería como París? -preguntó-. ¿Cuánto costaron el canal de Suez y el de Ismailía y los ferrocarriles y el alcantarillado? -El Bey se encogió de hombros-. Sabes tan bien como yo que todo aquello nos costó la ruina del país, una Caja de la Deuda que nos tiene esclavizados y, para postre, la invasión de los ingleses. Veinticinco millones de libras, Ahmed, veinticinco millones de ginaih convertibles, eso es lo que nos costó. Bueno, que tu compañía de algodón para galabías valga hoy un millón… está bien, de acuerdo, ochocientos mil sólo… no está nada mal, ¿eh? Ya me gustaría estar tan arruinado como tú, alabado sea Alá el misericordioso.

– Que Alá, el más grande, sea bendecido. Déjalos que hablen. Tengo sobre todos ellos una ventaja: soy rico, no me importa gran cosa y no necesito más. Alhamdulillah. Y encima me he librado de la gestión de la empresa. Y, además, los ingleses nos acaban de devolver la independencia.

– ¿Nos han devuelto qué? ¿La independencia? Ni tú mismo te lo crees, Ahmed. Estamos en 1922. Despierta. ¿Se han ido los soldados ingleses? ¿Ha entregado el mando de los ejércitos el sirdar inglés? ¡Vamos, amigo mío!

El Bey permaneció impasible unos instantes. Luego se abotonó el chaleco y uno de los sirvientes nubios le ayudó a ponerse la chaqueta.

– Veamos qué hace el joven Jamie. ¿A ti qué te parece? Este viaje al desierto es muy importante para convertirlo en un hombre hecho y derecho.

– Lo sé bien, Ahmed, aunque esto que te propones es muy duro. Serán muchos meses de viaje a lomos de camello… Ya'kub es muy joven. Es un niño.

– También llevamos caballos. Y, además, ha sido él quien ha pedido acompañarme.

– Bah… Cuando te lo pidió no sabía a lo que se exponía. Eres su héroe y cree que contigo está a salvo de cualquier peligro. Pero tu hijo está aprendiendo a vivir y es aún muy endeble, como un junco.

– Cuando yo tenía su edad, mi padre me mandó andando del oasis de Bahariya al de Farafra con la cálida compañía de un camello y un viejo beduino; salimos con sólo un odre de agua y tardamos una semana en hacer el viaje. Cuando llegamos, tenía las mejillas en carne viva y la nariz pelada y me sangraban los pies. Al cuarto día se nos había muerto el camello y el beduino había dejado de hablar… Pues, ¿sabes lo que te digo? Después de aquel viaje iniciático, siempre preferiré el desierto a las ceremonias y honores de la corte y a las tonterías de El Cairo elegante. Prefiero una tienda de campaña a estos mármoles y estucos -añadió señalando la habitación con un gesto circular de la mano.

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