– ¿Batallón…? -dijo Marie
– ¿Batallón? No, Marie. Otra cosa.
– ¿Milicia Popular?
– Jean, ¿tenemos pinta de milicia popular?
– ¿Ejército…? -preguntó Armand.
– Vamos, Armand. Un paso más y acabamos siendo el Ejército de Salvación, sección Vichy, o la Liga de la Moderación…
– ¿Grupo de Vichy de… de…? -dijo Olga con timidez.
– Grupo Vichy, ¡claro!, Grupo Vichy de Combate.
– Mais Manuel… ¡de combate! Habíamos quedado en que no estábamos capacitados para combatir, ¿no?
– Pero sí. Algo, en alguna medida, vamos a combatir, incluso aunque sólo sea con papel y lápiz. No, no. Grupo Vichy de Combate, Groupe Vichy de Combat, no está nada mal. Apoyo la iniciativa de Olga.
Mme. Letellier se sonrojó de placer.
(Las iniciales GVC fueron obra del ingenio de Armand; me susurró que, así, esta pequeña célula también podría ser conocida en honor de Jean como Grana Vomissement Communiste, gran vómito comunista.)
Enseguida tuvimos la primera disensión. Marie, empeñada en encontrar patriotas y ganarlos para la causa, que comunicáramos la creación del GVC al capitán Jacques-Pierre Brissot, jefe del Deuxième Burean. No fue fácil convencerla de lo contrario. Tuvimos que recordar a Marie que la regla era insoslayable por completo: fuera de este pequeño círculo de cinco personas (más Luis Rodríguez, nuestro más preciado notario y consejero) nadie debía saber lo que hacíamos, lo que pensábamos, lo que nos proponíamos. Nos iba en ello la vida. De eso sí éramos conscientes.
Ahora que lo pienso, creo que el GVC fue la célula menos ortodoxa y uniforme que tuvo la resistencia, al menos en los primeros tiempos. Un comunista, una judía, un español naturalizado francés, un francmasón (Armand siempre había negado que lo fuera, pero yo nunca le creí) y una burguesa católica de extrema derecha. Entiéndaseme: mi alianza con Jean era puramente circunstancial y nos hacíamos compañeros de viaje impelidos por un enemigo común. Por otra parte, yo nunca había cuestionado mi antisemitismo, excepto en el caso por caso y entonces intervenían mis otros sentimientos hacia Marie. En cuanto a los masones, me eran indiferentes y se me antojaban más bien cómicos con sus pequeños delantales y sus atuendos trasnochados. Olga, por su parte, era tan tonta que sus opiniones e inclinaciones ideológicas primitivas no merecían mayor consideración. Así es: éstas son las gentes de derechas: viscerales, irreflexivas y primitivas. Claro que, bien pensado, también lo son las de izquierdas.
Nuestro primer y brutal golpe, dos días después, fue la confección de un mísero panfleto, lo que aquí llamamos papillons, mariposas o pasquines para pegar por las paredes, muy escueto: «¡Francia vive!, ¡viva Francia!, ¡abajo los alemanes!» (ponía à bas les boches; Armand intentó que se pusiera vive De Gaulle, pero al menos tres se opusieron a ello y la mención no fue incluida).
Hicimos tres ejemplares en sendas hojas escritas a mano y decidimos que Jean, Marie (cualquiera se lo impedía) y yo mismo los pegaríamos en tres puntos estratégicos de Vichy. A mí me correspondió el lateral del hotel du Pare.
La acción es fácil de imaginar y casi imposible de llevar a la práctica. Cuando hoy veo a jóvenes trabajadores mojar en un caldero de cola grandes brochas de largos mangos para así untar una pared y pegar el cartel publicitario, recuerdo con verdadera angustia lo que supuso hacerlo de noche debajo de la mismísima ventana del mariscal y en las propias narices de sus cuatro fieros guardianes. Armand fue encargado de desviar la atención del retén que custodiaba la entrada principal del hotel, mientras yo recorría los cincuenta o sesenta metros que separaban la casa de Olga Letellier del lugar de mi gloriosa acción subversiva con lo que me parecía ser una actitud de fría indiferencia, la despreocupación personificada. Llevaba el pasquín untado de engrudo y abierto para que no pudiera enrollarse sobre sí mismo y acabara pegándoseme a las manos. Me retumbaba el corazón en el pecho como si fuera a estallarme y tenía la boca seca de miedo. ¡Qué inconsciencia la mía!
Era noche cerrada y ya no circulaba nadie por el parque y sus aledaños. Verdaderamente la guerra aún no había llegado a Vichy, sólo las bravatas y la intransigencia de los estúpidos que creían haberla ganado. A nadie le parecía necesario postergar el sueño para vigilar a los enemigos. Ya aprenderían.
Me acerqué al chaflán del hotel andando en diagonal. Crucé la calle y me pegué a la pared. Oía a Armand hablando con los cuatro gendarmes y apartándose del Pare en dirección contraria a la mía para que así lo miraran a él y, al no verme, no pudieran concebir sospecha alguna sobre lo que me traía entre manos.
Di diez pasos, miré a diestro y siniestro, comprobé que me encontraba solo y de un veloz gesto estampé la contra el muro. Ahí quedó precariamente pegado nuestro panfleto. ¡El primer panfleto de la resistencia!
Desde luego que no esperé a comprobar el efecto que producía verlo en la pared, aunque, contemplándolo de reojo por un solo segundo, me pareció un papelucho medio descolgado y bastante patético.
Muerto de miedo, giré en redondo y me dispuse a desandar el camino hacia mi hotel a la mayor velocidad que permitieran mis piernas. De golpe noté que un río de agua hirviendo me recorría los intestinos y unos horrorosos retortijones amenazaban con impedirme andar. Nada nuevo, claro está: bien pensado, los efectos del terror venían a ser similares a los de las aguas termales y ésas me eran dolencias conocidas. Ahora parece una broma; entonces era una amenaza de muerte. Por fortuna, llegué, como era habitual en un último suspiro, a la sala de baño de mi pasillo.
MONTOIRE
Hasta aquel otoño de 1940, los que estábamos presos en la zona no ocupada de Francia creímos que, fueren cuales fueren nuestras penalidades, nunca habíamos dejado de ser unos privilegiados inmunes al drama. Que vivíamos en un universo en el que los horrores acaecían con relativo orden sin que nos afectaran en demasía, puesto que estábamos tan lejos de ellos, como si una guerra fuera un drama cuyas batallas y muertos obedecieran a reglas inmutables y conocidas, y por tanto asumibles, mientras nosotros, testigos impotentes o simples espectadores cobardes, pensábamos más en discurrir sobre filosofías del mal y del bien que en el olor a sangre proveniente de las trincheras.
Por un lado, la guerra; por otro, nosotros, que nos habíamos apartado deliberada y moralmente del conflicto (un frío hábito burgués este de la asepsia, nacido de la costumbre de simultanear el charlestón con la contemplación indiferente de los acontecimientos de la década recién acabada). Pero no fue así. Aunque tardáramos en darnos cuenta, desde julio de 1940 habíamos ido perdiendo la capacidad de disociarnos ya de nada. Hasta entonces sólo habíamos pensado en el miedo. En realidad, detrás del miedo, de modo repentino empezaban a asomar sus consecuencias. Y con ellas, la pérdida absoluta de la libertad. Sí, en aquel otoño de 1940 se nos fue de golpe la placidez complaciente.
Era pronto para el hambre. El racionamiento había sido impuesto en toda Francia a mediados de septiembre, pero en Vichy la escasez de alimentos fue tolerable hasta por lo menos un mes después. Lo peor no era la limitación de las cantidades de comida sino lo arbitrario de su suministro: recuerdo con verdadero horror el otoño de la llegada a nuestras vidas de la rutabaga, el nabo sueco al que dios maldiga y que durante largas temporadas sustituyó a verduras y hortalizas en nuestra dieta cotidiana (igual que la gloriosa y austera manufactura de suelas de madera, ejemplo del nuevo espíritu de sacrificio nacional, escondía la ausencia de cuero para los zapatos). Yo creo que lo peor era la tomadura de pelo que tanta gente hecha y derecha aceptaba, asumiendo el engaño no como cosa inevitable sino con la fe del carbonero más imbécil.
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