Pronto llegamos al parque des Sources. Delante del chaflán del hotel du Pare, todos bajamos instintivamente la voz para no molestar el descanso del gran hombre (o, diría yo con más propiedad, para que nadie oyera los propósitos poco ortodoxos que íbamos intercambiando). Todo estaba tranquilo.
Hacía muchísimo calor y la humedad era en verdad agobiante. Se hubiera dicho que estábamos en el trópico, sólo que no habíamos preparado la vestimenta apropiada para combatir la canícula. Mejor dicho, enfrentados con este bochorno, la vestimenta daba iguab en una sociedad moderna o en las islas de los Mares del Sur, pensé con melancolía, nos habríamos quedado en paños menores o despojados de toda ropa para luego bañarnos en cualquiera de las fuentes o en el río mismo o, en la Polinesia, en sus playas de arena dorada. La idea de la desnudez de Marie nadando como una carpa aceleró bruscamente los latidos de mi corazón. Estoy seguro de que en mi rostro fue diáfana la brutal ola de sensualidad que me había asaltado de golpe. Armand, siguiéndome la mirada, me adivinó el pensamiento y dijo:
– Ah, les effets de la volupté… ah, los efectos de la sensualidad… – después añadió sonriendo -: Imagínenos en comisaría intentando explicar nuestro atuendo: monsieur le Commissaire, ilfaisait vraiment chaud, hacía verdaderamente calor – rió en voz baja y amagó unos pasos de baile, cantando – ne contez pas sur moi pour me montrer tout nu.
– ¡Armand! – exclamó Olga.
– Hopla… Pardon -fue una de las raras ocasiones en que vi a Armand de un humor completamente festivo, haciendo chiquilladas.
– ¿De qué se ríen ustedes?
– Ah, de nada, querida amiga, de una tontería. Fíjese si estamos locos que pensábamos proponerles ir al río y lanzarnos a sus aguas para ver si conseguíamos refrescarnos.
– Mais quel scandalel ¡Qué niñerías se les ocurren! En fin, sé que es tarde y debería ir cada mochuelo a su olivo, pero con este calor no se puede dormir. Los invito a tomar un digestivo o una tisana a mi apartamento. Abriremos las ventanas de par en par, permitiré a los hombres despojarse de sus chaquetas y de nada más y podremos refrescarnos… en fin… un poco -nos miró con severidad fingida y después sonrió-. Sé que no es tan refrescante como un baño en el río, pero… -y se cubrió la boca con una mano.
– Excelente idea -dije.
– ¿Qué, qué? -preguntó Marie que había vuelto sobre sus pasos al notar que nos habíamos detenido.
– Nada, Marie, que he invitado a todos a casa para tomar algún refresco -explicó Olga.
– ¡Qué bien!
– Vayan ustedes subiendo -propuso Armand-, que yo me acercaré hasta el Pare y pediré que me preparen una bandeja de quesos y nos la traigan con unas botellas de vino.
– Un vino ligero, por favor, Armand -pidió Olga.
– Excelente idea -repetí.
La puesta en escena fue notable.
Creo que si ahora, en este momento en que relato aquellos acontecimientos que acabaron siendo tan graves, no comprendiera el significado que tuvieron entonces, me volvería la misma sensación de ridículo que padecí. Durante semanas me pareció que la reunión vespertina del 28 de julio de 1940 en casa de Olga Letellier fue no más que la representación bufa de un sueño levemente melodramático.
Imagínesenos sentados en el saloncito de Olga en esa noche de terrible calor, cinco conspiradores de pacotilla, unos asustados y otros sin darse cuenta cabal de lo que podría sucedemos, guiados todos por el miedo, sí, pero antes que nada por un sentimiento impreciso que estaba a caballo entre el patriotismo y el desprecio, entre el deseo de libertad y la rabia por la humillación sufrida a manos del que siempre había sido enemigo de Francia y siempre lo seguiría siendo.
Allí estábamos, Olga Letellier, viuda rica, ociosa y tonta; Armand de la Buissonière, diplomático refinado, inteligente, cínico y frivolo; yo, bueno, el gran Manuel de Sá, elegante, coqueto, observador y dispuesto a todo por amor, la peor de las razones; Jean Lebrun, ése sí, amigos míos, el perfil del revolucionario de salón, profesor de Lengua en un liceo, apasionado, marxista, poco práctico, lúgubre y gallito. Y Marie. Marie, claro, lista, rápida, sensual, generosa y desconcertante por completo. Todavía hoy no puedo encontrarle defecto.
Los cinco fundadores del Grupo Vichy de Combate, el GVC, la primera célula de la resistencia en Francia. Carne de horca, habría dicho el capitán Jacques-Pierre Brissot en el momento de encerrarnos a todos. Una patética pandilla de conspiradores irresponsables e impotentes, añadiría yo por remachar el clavo. Y, a juzgar por el resultado final de nuestros esfuerzos, no me parece que anduviéramos muy descaminados tanto Brissot como yo.
Al menos fuimos los primeros, sin saber siquiera si seríamos los únicos.
Al menos, los que estábamos allí desdeñábamos, algunos por primera vez en nuestras vidas, las consecuencias sin duda horrorosas de lo que íbamos a hacer. Era como si moralmente nos hubiéramos liberado de las obligaciones del día a día y éstas hubieran pasado al segundo plano de lo accesorio. Yo, por mi parte, durante un buen rato viví sin tener en cuenta lo que nos podía ocurrir, o mejor dicho, lo que con seguridad habría de ocurrimos. Por un rato, sólo me importó lo que quería hacer, lo que todos queríamos hacer. Fue un acto reflejo de patriotismo, exacerbado por la comprensión diáfana de que nos colocábamos en la ilegalidad y de que nuestras vidas no tendrían más salida que la muerte. Mejor no pensarlo.
Luis Rodríguez fue, en cierto modo, nuestro padrino. Asistió a la reunión en silencio, mirándonos a turnos, pensando sabe dios qué de nosotros, sonriendo con bondad. Era el único que nos acompañaba, puesto que Flaco Barrantes se había despedido con alguna excusa y no asistió.
– Me ponen nerviosa los que se empeñan en explicarme que Francia no ha perdido la guerra, que somos muy amigos de los boches, que nosotros tenemos la culpa de lo que nos pasa… ¡pero si no hemos perdido la guerra no sé lo que nos pasa, voyons … / y que ahora hay que dejar que Pétain nos conduzca ¡a no sé dónde! -exclamó Marie. Con la mano derecha sujetaba el brazo de Jean Lebrun, que se limitaba a asentir-. ¿Adonde quieren que nos conduzca Pétain, eso sí, regenerados y con la cabeza bien alta? ¿A los campos de prisioneros en Alemania? Armand sonrió.
– Por lo que sabemos de lo que nuestras autoridades están haciendo con los extranjeros que vienen aquí, no me parece siquiera necesario mandarnos a Alemania… con que nos fuercen a quedarnos en Francia será suficiente. Puse una mueca de indecisión.
– Ah, no sé. Francia está partida en dos -levanté una mano-, concedo que puede ser porque por el ”momento conviene al señor Hitler, pero la porción en la que vivimos es libre, ¿no?, es francesa con gobierno francés, sin ocupación nazi, ¿no? Mientras que los del norte son el país derrotado y ocupado. De todos modos, ¿cómo es posible que cosas así… cómo es posible que la implantación de una línea caprichosa de separación en mitad de un país determine la suerte de quienes habitan a un lado y a otro? Eso tiene que tener un significado.
– Claro que tiene un significado -dijo Armand.
– No significa nada -interrumpió Jean Lebrun con brusquedad-. Si me lo permiten, enunciaré un silogismo: Francia y Alemania son aliados. Como buenos aliados, se han repartido el país; Alemania ocupa una porción del país y Francia, la otra. Si Alemania domina a los franceses del norte, se deduce que Francia domina a los franceses del sur. Y si los franceses del norte sufren, por la misma razón tienen que sufrir los del sur, ¿no? Dependen de aliados idénticos a quienes sólo diferencia el idioma que hablan. Perversa Alemania, perversa Francia. Por tanto, sólo hay una entidad que padece: la nación francesa.
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