No había esperanza, amigos míos.
Marie me miró como si me hubiera vuelto loco, como si la rendición inevitable a la que proponía que nos sumáramos fuera el fin de la vida. Le devolví la mirada sin pestañear hasta que ella, sacudiendo la cabeza con resignación, bajó los ojos y cruzó las manos murmurando «no sé qué veo en ti». En tan baja voz habló que tuve que hacer un esfuerzo para oír lo que había susurrado; a decir verdad, hasta me pareció delicioso ser culpable de traicionar los sentimientos patrióticos de aquella mujer con tal de oírle decir que, pese a mi cobardía, había algo de mí que la atraía. Puede que estuviéramos viendo visiones los dos.
Por su parte, Jean ni siquiera cambió la expresión; se limitó a pasarse una mano por el mechón de pelo que le caía sobre la frente. Armand levantó las cejas y se recostó en su asiento con una media sonrisa bailándole en los labios. Y Olga nos miró a todos sin comprender; estoy seguro de que le pareció que no había razón para el desánimo: Hitler con su victoria y Pétain con su colaboración acababan de resolvernos el problema; ¿qué más podíamos pedir?
Entonces Luis Rodríguez carraspeó para llamar nuestra atención y dijo:
– Es bien cierto que hace pocos días que la aviación alemana ha empezado a bombardear el sur de Inglaterra. Sin duda, afirmaría sin temor a equivocarme que son los preparativos para la invasión… Unos preparativos crueles pero eficaces: se desbroza el camino al tiempo que se rompe la moral del enemigo. Este aserto me parece indiscutible. Pero también olvidamos un elemento de gran importancia: yo sigo las noticias vespertinas de la BBC. Es cierto que no puede descartarse un punto de propaganda optimista en sus emisiones radiadas, pero cuando nos dicen que, lejos de rendirse y aguantar, los ingleses están devolviendo golpe por golpe, yo tengo tendencia a creérmelo. ¿Qué ha ocurrido? Que la RAF ha plantado cara. Mi estimación de aficionado me hace pensar dos cosas: por una parte, los cazas de la Luftwaffe no tienen gran autonomía y cuando llegan a las costas inglesas tienen que apurarse en luchar y regresar, mientras que, por otra parte, los cazas británicos pelean desde casa y deben de ser bastantes más de los que creían el mariscal Goering y sus generales. ¿Verdad? No, queridos conspiradores. Afirmo que mientras haya batalla en los cielos de Inglaterra habrá esperanza para todos nosotros… No quisiera que pensaran ustedes que yo, un latinoamericano alejado de los problemas de Europa, un mero observador, predico una moral de resistencia frente a una cuestión que ni me va ni me viene. No, señores. Predico una moral de esperanza, queridos amigos, una moral de esperanza, y si ustedes me pidieran un consejo o una opinión, les diría que los franceses de bien, y ustedes lo son, están obligados a defender su patria hasta el final porque ellos prevalecerán -apretó los labios y, con su timidez habitual, añadió-: En fin…
Sus palabras fueron acogidas en completo silencio.
No se podía ser más elocuente.
Al cabo de un minuto, Marie, mirándome de nuevo, exclamó:
– ¿Lo ve, Geppetto? ¿Ve como se puede hacer?
– Eh, no, Marie. Veo que tenemos una obligación moral de hacerlo, pero sigo sin ver qué debemos hacer ni si servirá de algo… -Marie sacudió la cabeza pero no dejé que hablara-. Díganme lo que tengo que hacer y seré el primero en lanzarme a la acción. ¿Jean? Os pasáis la vida pontificando pero nunca habláis de las cosas prácticas…
Nuevamente Luis nos señaló el camino.
– No es fácil de hacer, nada es fácil de hacer cuando se es un civil desarmado en medio de miles de soldados prontos a todo… Pero tienen ustedes una inmensa ventaja moral: saber que están en lo cierto. ¿Qué dijo usted hace un momento, Manuel? Sí, maldecir al enemigo y mascullar amenazas, dijo usted que no sabría qué hacer si no fuera maldecir en voz queda. Pues, ándele, ¿por qué no se dedican precisamente a eso?
– No entiendo.
– Esta revolución contra el orden establecido por Vichy es, como diría Gramsci, una revolución de posición más que de movimiento. No es necesario por el momento que tomen las armas, caven trincheras y sacrifiquen sus vidas. Hagan un periódico clandestino. Hagan ustedes hojas mimeografiadas y difúndanlas en los buzones, déjenlas en los bares, en los bancos del parque… Impriman papillons, pequeños carteles, y peguemos por las paredes de Vichy. Digan cosas como «Francia vive» o «Abajo los boches»…
– ¡Claro! -gritó Jean-, demos una esperanza a los que están desesperados.
Olga, sobresaltada, dio un respingo que le hizo derramar un poco de la limonada que tenía en su vaso. Cuando comprobó que se había manchado la falda, se le subieron los colores, no sé si por la irritación o por el sofoco.
– Voyons, jeune homme -amonestó en tono seco, pasándose una servilletita de lino por el vestido-, me ha dado usted un gran susto. Tengamos un poco de calma… Monsieur Rodríguez, ¿está usted sugiriendo que debemos hacer un llamamiento a la revolución contra el mariscal Pétain sólo porque ha salvado a nuestra patria de la derrota y… y de males mayores?
– Mais non, Olga -dijo Armand-, está diciendo que debemos ayudarlo contra Alemania, contra Alemania… -hizo un gesto para que Jean guardara silencio pero no fue obedecido.
– ¡Claro! -exclamó el joven maestro-, ayudemos a Pétain. Saquemos a la calle un ejército de balnearistas armados con escobas y lavativas y llevémoslos a…
– ¡Basta de tonterías! -exclamó Marie-. Este asunto es demasiado grave como para que nos lo tomemos a broma.
– Seamos sensatos, pues -propuse-. ¿Qué podemos hacer? Desde luego, no podemos salir a la calle pegando tiros, entre otras cosas, porque carecemos de armas de fuego y, por lo que a mí respecta, de cualquier deseo de que me maten…
– Y porque es contrario a la ley -dijo Olga en tono solemne. Todos la miramos con sorpresa.
– … ¡ Ah! Y lo que hagamos tenemos que decidirlo entre nosotros y sólo entre nosotros -continué como si nuestra amiga no me hubiera interrumpido con una más de sus tonterías. O sea, que nos habíamos reunido para estudiar modos de cumplir con las leyes. ¿En qué cabeza cabía? Esta mujer era inagotable en su estulticia. Suspiré-. Creo que existe un principio fundamental que debemos respetar: este grupo de resistencia tiene que ser hermético por completo y secreto hasta sus últimas consecuencias. Nadie debe saber lo que hacemos… sea lo que sea lo que vayamos a hacer. Nadie -miré a todos, uno por uno y salvo Olga, que tragó saliva, los rostros de los demás permanecieron imperturbables-. En segundo lugar, la razón misma de nuestra existencia es la esperanza. Nuestra voz, por pequeña que sea, debe entonar un canto de esperanza para todos. Debemos decir a todos que aquí hay disidencia, que en Francia hay quienes no estamos de acuerdo…
Luis Rodríguez me interrumpió con una sonrisa:
– Este asunto, Manuel, me recuerda el tema de la vida inteligente en otros planetas. Si la hay aquí en la Tierra, que es pequeña y frágil, ¿sí?, ¿por qué no va a haber vida en otros lugares más grandes de la galaxia?
– Sí, sí, claro. Le entiendo muy bien, Luis -contesté, riendo-. Este no será el único grupo de resistentes de Francia, desde luego. Hay más vida inteligente en el resto del país, no mucha, pero bueno…
– Mais oui! -exclamó Marie-, estoy segura de que mi padre organizará algo así en París, en la Sorbona, en el museo del Hombre… Hay muchos que piensan como él, que saben de la maldad de los nazis y la rechazan y están dispuestos a combatirla.
– Seguro que sí. Y también en otras ciudades -sonreí de nuevo-. ¿No deberíamos bautizar este grupo? Llamémosle algo para poderlo identificar, ¿no?
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