Fernando Schwartz - Vichy, 1940

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Esta obra ha obtenido el Premio Primavera 2006, convocado por Espasa Calpe y Ámbito Cultural, y concedido por el siguiente Jurado: Ana María Matute, Ángel Basanta, Antonio Soler, Ramón Pernas y Pilar Cortés.
En el ambiente enrarecido y falsamente triunfante de Vichy, la ciudad-balneario donde se instauró un gobierno colaboracionista tras el armisticio franco-alemán de 1940, reina el mariscal Pétain. Un grupo de valientes inexpertos próximos a él crea en la capital la primera célula de la Resistencia. En su seno nacerá una intensa historia de amor entre Manuel de Sá, ex diplomático español maduro y desencantado, y Marie, joven parisina de raíces judías apasionada y profundamente vital. Cuando la cruda realidad y la oscura situación política venzan al optimismo y al arrojo de sus ideales de justicia, se verán obligados a tomar una difícil decisión: elegir entre éxito o fracaso, vida o libertad, amor o compromiso.
Fernando Schwartz recrea, con su prosa directa, brillante, el mundillo del entorno de Pétain, hecho de arribistas, oportunistas y felones, la vida del cuerpo diplomático, la brillantez de las recepciones y la suciedad de los habitáculos ocupados por cuantos han acudido a Vichy en busca de prebendas o de simple aprovechamiento, a medio camino entre el disimulo y la sordidez. Una historia donde el amor se sobrepone a la hipocresía, que nos habla del sacrificio de héroes anónimos, de la generosidad de su lucha y de que ésta, finalmente, pese a todo, contra todo, nunca fue en balde.

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Claro que quienes teníamos la fortuna de disponer de contactos en el campo (m’sieu Maurice, en mi caso), siempre recibíamos un calis, un paquete con huevos o mantequilla, pollo, legumbres, una botella de aceite de oliva, naranjas. Para el resto, hasta mediados de 1942 hubo pan (nunca fresco, una más de las idioteces). El azúcar, las pastas, el arroz, el café, sobre todo el café, desaparecieron casi enseguida de nuestras vidas. ¿Hambre? Desde luego que se pasó hambre (yo, que fui afortunado, no sufrí la hambruna hasta muy avanzada la guerra). Y es que Francia se tuvo que sumar al esfuerzo bélico alemán, lo que quería decir alimentar a la soldadesca germana en detrimento de los estómagos nacionales. ¿Y la carne? Trescientos gramos por semana, hueso incluido. Aun así, como todo en la vida, si se disponía de dinero, se disponía de comida suficiente y, en ocasiones, de comida abundante.

A la desastrosa distribución y escasez de alimentos se añadió pronto la idiotez de la vigilancia moral: por ejemplo, el alcoholismo, ese azote de las limpias y cristianas conciencias, debía ser erradicado y para ello fueron retirados de la circulación hasta los ceniceros de propaganda de anisetes y aperitivos. En los restaurantes sólo podía servirse un cuartillo de vino por cliente, a menos que pidiera un vino de marca, en cuyo caso podía llegarse al medio litro. Mañana y tarde se paseaban por Vichy inspectores armados de libretas y formularios de multas para castigar a los infractores de la regla que decretaba el tamaño exacto de los menús.

En unas cuantas semanas, Vichy se había convertido en un hervidero fascista. Y, como suele ocurrir cuando asoman los fascistas, tanto los oportunistas y los aprovechados de cualquier pelaje como los aduladores se instalaron igual que si fueran dueños de todo. De ceremonias y de banderas, de desfiles y delaciones, de estúpidas consignas y hasta de oraciones en loor del mariscal, como el insoportablemente cursi «Credo de los franceses»:

Creo en la Francia milenaria e imperecedera,

Creo en el país llamado Francia,

Creo en la tierra de Francia,

Creo en su jefe, el de los ojos de color cielo.

Vaya por dios.

La celebración del 14 de julio de 1940 había sido triste y breve, sin desfiles ni discursos, no fueran a producirse manifestaciones progaullistas. Y a partir de aquel momento, nuestros flamantes líderes olvidaron la llegada del día de gloria y lo transformaron en día de duelo. ¡Ah! Y misas por todos lados: obispos, arzobispos, cardenales, canónigos y chantres catedralicios se pasaban el tiempo aprovechando las ventajas que les otorgaba la exclusividad de la oferta.

Todos debíamos andarnos con gran cuidado. ¿No nos vigilábamos todos? ¿No nos forzábamos en aparecer como entusiastas pulcros, carentes de cualquier mancha? En unas cuantas semanas, los franceses habíamos conseguido convertirnos en agentes gaseosos; incoloros, inodoros e insípidos. Masones, semitas, marxistas, socialistas, ateos; ¿quiénes? ¿Nosotros? Más valía estar a las diez de cada mañana frente al Pare para enardecerse con la ceremonia del desfile de la guardia del mariscal, la izada de la tricolor y el canto de la Marsellesa entonado con entusiasmo y el acompañamiento de la banda militar.

Por estas razones, aún me asombro de nuestra inconsciencia al lanzarnos a la tímida tarea de la resistencia. Pienso yo que la sensación de impunidad se debió a que, convencidos de nuestros privilegios como miembros del establishment, nos creímos a salvo de todo peligro. Sí, a salvo.

Poco después de nuestra aventura con los pasquines, Armand llegó un día a nuestra reunión en casa de Olga con unas hojas mimeografiadas cuyo título era un seco Liberté.

– ¡Mirad! -exclamó-, lo he encontrado encima de la mesa del bar en el que me tomaba un café… bueno, un café -añadió riendo-, pero allí estaba, pardi!, encima de la mesa para que se quedara con él cualquiera… así, cualquiera que pasara por ahí.

– ¿A ver?, ¿a ver? -dijo Marie acercándose con excitación y arrancándoselo de las manos.

Era poca cosa, un par de páginas nada más, pero nos produjo gran entusiasmo. Hablaba de libertad, de germanofobia, de la República que era preciso remodelar pero que era nuestra República, de la voluntad de sobrevivir, de si era verdad que Francia había sido destruida…

– ¿De dónde habrá salido esto? -pregunté.

– Resulta que sí hay vida inteligente en Vichy -intervino Armand riendo-. Como sugería Rodríguez, hay vida inteligente en otros mundos de la galaxia. -Pero ¿quién? -insistí.

– No creo que se pueda saber con facilidad. Eh bien, voilà -Armand encendió con su mechero de oro de Cartier el cigarrillo que se había puesto en los labios-, no piensen ustedes que en Vichy había quedado establecido el pensamiento único. Aquí hay, por lo que se comprueba, gente que no opina como el gobierno, en fin, como el mariscal, y por lo visto no tiene empacho en decirlo.

– ¿Usted cree? -dijo Olga.

– ¡Claro! Y luego os metéis conmigo porque digo las cosas que digo a aquellos que me parecen unos patriotas. Acordaos de Brissot el otro día en el hipódromo.

– Eso fue demasiado arriesgado, Marie.

– O no -levantó los hombros y yo procuré no dejarme arrastrar por el movimiento de sus pechos, empujados hacia arriba por debajo de la blusa. Aparté la mirada-. En esta guerra hay que arriesgar, Geppetto. Si queremos ganarla, tenemos que arriesgar.

– Pero, Armand, ¿cómo sabe usted que hay quien no está de acuerdo con el mariscal? -insistió Olga.

– Vaya, chère madame, no hay más que pasearse por el parque des Sources, aquí, debajo de su misma ventana, para percibirlo. Hay, desde luego, mucho patriota encendido, pero también hay mucho gaullista disfrazado…

– ¡Pero si ayer oí a uno que insultaba a otro llamándolo Churchill! Allí mismo, enfrente del Pare, y el tipo salió corriendo con el rabo entre las piernas -insistí-. Todo lo que huela a anglofilo aquí…

Armand soltó una carcajada.

– ¿Sabe usted la diferencia que hay entre un anglofilo y un anglófobo?

Marie sonrió esperando la broma.

– No. ¿Qué diferencia hay?

– Un anglofilo dice «con tal de que ganen los ingleses…». Y un anglófobo los llama cerdos primero y luego dice «con tal de que ganen esos cerdos…».

Reímos todos, incluso Jean.

Más tarde, cuando, después de escuchar las noticias de la BBC, apagamos el aparato de radio (Peut-on croire tout ce qu’ils racontent? «¿Puede uno creer todo lo que dicen?», murmuró Armand), Marie y yo quedamos acodados a la ventana mirando hacia la apacible oscuridad. Había vuelto el calor y la humedad era grande. Las farolas de gas dibujaban con luz tenue pequeñas circunferencias en los parterres del parque. Enfrente, por entre los castaños, divisábamos la fachada del hotel du Pare. Unas cuantas ventanas estaban iluminadas.

– ¿Qué estará pasando detrás de aquellos cristales? -me pregunté.

Noté que Marie sonreía. Volví la cara para mirarla. Tenía las mejillas brillantes y la frente perlada de sudor. Le ofrecí el pañuelo de seda que asomaba del bolsillo de mi chaqueta de verano; lo tomó y se lo pasó con suavidad por la frente y después, con gran lentitud, por encima de la nariz.

– Gracias -dijo, devolviéndomelo. Miró hacia las ventanas iluminadas-. No me parece que en el Pare esté pasando nada verdaderamente apasionante… Hay en todo ese edificio menos sentido de la diversión que en la uña de mi dedo meñique. Una vez, en el hotel Majestic de Barcelona, en unos días en que estaba el frente del Ebro bastante tranquilo, estuve cenando con unos compañeros. Bebimos mucho vino y un coñac horroroso que daban por ahí. Había un chico, francés como yo, bueno, ya lo creo, verdaderamente guapo -levantó los ojos hacia las estrellas-. Era muy simpático… muy descarado… muy fuerte -añadió como si se le hubiera ocurrido en aquel momento. Sonrió de nuevo-. También era bastante zafio, c’était un rustre, la verdad sea dicha… aunque a veces un buen semental… -me miró con una mueca de burla y levantó un dedo sabiendo que me había escandalizado-. En realidad, esto debería de oírlo su amigo Fierre Dominique, ¿no?, ése al que horroriza tanto la molicie y la degeneración de costumbres de Francia… Vaya, Geppetto, oyendo aquel día a Dominique, ¿se acuerda?, me entraron unas ganas locas de desnudarme allí mismo para que viera lo que es bueno. Bah, no se lo merecía…

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