– ¿Algo más? -pregunté.
Ella se encogió de hombros y, vencida por la curiosidad, quiso mirar por detrás de mí a los Neira que en ese momento apilaban sus fardos en el porche. Yo me desplacé un poco hacia mi izquierda para que no pudiera ver. Pese a todo, con total descaro, quiso seguir mirando mientras murmuraba algo ininteligible en un tono que me pareció cargado de amenaza.
Momento en que Marie acertó a salir de la casa.
– Mais, qu’est-ce que vous fîítes-là? -exclamó con un estallido de furia-. Non, mais quel culot! ¡Qué descaro! ¿Y a usted quién le ha dado vela en este entierro?
Y sin empacho alguno, bajó el peldaño que separaba el porche del jardín, puso las manos en los hombros de Mme. Ursule, le obligó a darse la vuelta y la empujó, aunque sin violencia, camino adelante.
– Allez, ouste -añadió.
Después se olió las manos, hizo una mueca de asco y alzándolas en el aire como si fuera un cirujano, entró en la casa para lavárselas.
Los demás nos quedamos petrificados y estuvimos en silencio, inmóviles, todo el tiempo que Marie tardó en volver, que fueron dos o tres minutos. Por el aire con que retornaba, sin embargo, se hubiera dicho que no había pasado nada, aunque, haciendo una concesión a la galería, se detuvo de golpe y nos fue mirando uno a uno con total inocencia, sonriendo con la teatralidad cómica de una actriz consumada.
– ¿Qué pasa? -preguntó-. ¿Cenamos?
Aquella noche, durante nuestro paseo, la reprendí con suavidad.
– Me parece que, tal como están las cosas, Marie, no es muy prudente enfadarse con madame Ursule.
– Pero ¿por qué? ¿Qué me va a hacer ella? ¡Si es una vieja ignorante! Dígame, Geppetto, ¿es esa asquerosa más patriota que yo? ¿Más francesa? ¿He traicionado al mariscal por el simple hecho de ponerla de patitas en la calle?
– No, no, claro que no… Es sólo que ella es más malvada que usted y éste es un momento en que la maldad resulta más útil que la bondad…
– ¡Que vuelva y esta vez la echaré a patadas en el culo, a coups de pied dans le cul!
Le puse la mano en el brazo.
– Marie, Marie, recuerde que estamos en guerra y que siempre es más conveniente actuar con prudencia que a dictados de nuestros impulsos más nobles. En estas circunstancias, la indignación justa no paga.
– Ah, pero es que usted, Manuel, tiene bastante más paciencia que yo con la estupidez humana.
Sonreí.
– Será eso -debería de haber hecho más caso de mis propias premoniciones.
Arístides, Andrée Cibial y los Neira se marcharon al día siguiente muy de madrugada. Fue una despedida muy emotiva. Recuerdo perfectamente el detalle imborrable de los bellos ojos de Elvira Neira, dulces y calurosos, cuando decían adiós arrasados en lágrimas. Cuánta tristeza.
También nosotros habíamos decidido emprender viaje de regreso a Vichy un día más tarde. Y, mientras volvíamos a la «capital» (a cualquier cosa se le llamaba capital), Domingo se quedaría recluido en el mas durante unos días hasta que, calmado cualquier efecto pernicioso que hubieran podido provocar en las autoridades de policía las sospechas de la Cloppard, pudiera regresar hacia Toulouse a reunirse con su gente. Neira nos había dicho que restos del ejército rojo, de las unidades del POUM y de los milicianos anarquistas se habían reorganizado para continuar la lucha desde este lado de los Pirineos con incursiones guerrilleras a territorio español. También se creaban redes de paso de fronteras por el monte en un sentido y en otro, irónicamente para los que huían de Franco, por un lado, y para los que lo hacían de Hitler y de Pétain, por otro. No les arrendaba la ganancia a ninguno.
No dudábamos de que Domingo podría ser útil poniéndose al servicio de todas estas organizaciones de patriotas. Por eso y para evitarle riesgos innecesarios, el consejo de todos nosotros fue que olvidara sus planes de ir hacia el norte a luchar contra los alemanes. ¿De qué serviría que sacrificara inútilmente su vida?
– ¡Es muy peligroso andar por Francia ahora! -le advirtió Marie, y Domingo bajaba la cabeza con obstinación.
– Ya veré lo que hago.
El 23 de julio, cargado mi automóvil con nuestra impedimenta de viaje, sobre todo con la de Marie (lo que no dejó de suscitar los comentarios irónicos de Jean) nos pusimos en marcha. Domingo quedó mirando por un ventanuco de debajo del porche al tiempo que m’sieu Maurice, gorra en mano, permanecía firme viendo cómo nos alejábamos por la carretera. Debo decir que le recompensé generosamente por la pérdida de su gallina y de los demás manjares compartidos con tanta liberalidad con nosotros. Era una buena persona. Y Albertine, también.
Por pura prudencia, me detuve en la gendarmerie del pueblo. Y como sospechaba, Mme. Ursule ya había pasado por ahí sembrando cizaña. Me bajé del auto a saludar al sargento del puesto.
– ¡Monsieur de Sá!, ¿se marchan ustedes ya?
– Ah, sí. Es hora de regresar a Vichy.
– Vichy, ¿eh?
– Vichy.
– ¿Está usted viviendo allí ahora?
– Pues sí… Tengo trabajo en la secretaría de prensa y no debo ausentarme por más tiempo…
– ¿Ha tenido ocasión de ver a monsieur le Maréchal en persona?
– Ah, sí. Tomé el té con él hace apenas diez días… -al sargento se le abrieron mucho los ojos de estupefacción-. Sí, estuvimos hablando del futuro, de cuándo piensa él que se acabará esta guerra y -sonreí- de cómo crecían los tomates de su finca de Cagnes.
– ¡No me diga!
– Pues sí. Me dijo que tal vez pudiera acudir al mercado del domingo para venderlos.
El sargento sonreía, encantado. Y mientras lo hacía, no dejaba de mirar hacia mi coche.
– Y sus amigos ¿también van a Vichy?
– Sí, claro.
– Todos tienen papeles.
– Naturellement. Madame es periodista de París, protegida de monsieur Bousquet, el prefecto de Chálons. Y el caballero, profesor Jean Lebrun de la Escuela Normal de Lyon.
Ambos mostraron sus documentos al policía, que se los devolvió tras una somera inspección.
– Pero los demás huéspedes de usted, monsieur de Sá, los que estaban en la masía…
– Ah, esos… Se marcharon de viaje ayer. A La Rochelle. Iban a embarcar hacia Portugal. Deben de estar haciéndolo ahora… en estos mismos momentos.
– Ya… -quedó pensativo. Después, me miró a los ojos y añadió-: pues que tengan buen viaje.
Durante todo el trayecto hasta Vichy, el humor de los que viajábamos en mi coche fue sombrío. Marie, siempre tan alegre, apenas pronunció palabra y cuando lo hizo fue para recordar a Domingo.
– Le va a ser difícil escapar de los policías, ¿verdad?
– Si quiere volver a Toulouse, desde luego -contestó Jean-. Fíjate que al final de todo, le hubiera convenido más irse hacia el norte como pretendía, ¿no?
– Pero él quería seguir combatiendo -dije-, y la batalla no está en la zona libre… quiero decir, por el momento al menos. Yo no me preocuparía mucho por él. Me parece que se las apaña muy bien sin la ayuda de nadie…
Tuvimos que detenernos por el camino en varias ocasiones. Un par de veces porque habían empezado los trabajos de desescombro en los canales de Francia del sureste: los bombardeos habían hecho de ellos un estercolero de gabarras amontonadas contra las esclusas, semihundidas en las aguas menos profundas, encaramadas a las orillas, y sus propietarios, ayudados por los «voluntarios» que pronto quedarían encuadrados en los Grupos de Trabajadores Extranjeros, pobres desgraciados, alemanes, españoles, polacos, se afanaban en hacer expedita la vía con la ayuda de las bestias de tiro que habían sobrevivido al paso de la guerra. También había puntos en las carreteras por los que resultaba difícil pasar, no ya a causa de los baches y socavones producidos por la artillería semanas atrás, sino por los vehículos abandonados en las cunetas o la aglomeración de personas que intentaban regresar a sus hogares a este lado o al otro de la frontera.
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