¿Nosotros? ¿Quién va a luchar contra Pétain, Jean? ¿Vosotros?
– ¡Nosotros, Geppetto! -exclamó Marie-. Nosotros contra todos…
Levanté las cejas.
– ¿Sin un solo aliado fuera? ¿Sin nadie que nos eche una mano? ¿Se fía usted de los ingleses y de su desinteresada ayuda? ¿De los americanos a cinco mil kilómetros? ¿De los rusos? Mis jóvenes amigos, no hay nada más difícil que luchar contra la paz… o, mejor dicho, contra un país pacificado por las armas. Las mismas armas que antes se emplearon en las trincheras y que ahora deberían callar, necesitan un enemigo más que nunca.
– ¿Me quiere usted decir que lo más sensato sería abandonar la lucha sin siquiera haberla empezado? ¿Que mis años de guerra, mis meses de campo de concentración no habrán servido para nada? ¿No vale la pena luchar porque estamos derrotados de antemano? -la voz de Domingo retumbaba debajo del porche-. Debo abandonar mis ideales, huir y con un poco de suerte hacerme rico, mientras la gente aquí se pudre. ¿Yo? Prefiero la muerte.
– ¿Pelear solos? -pregunté-. Os aplastarán como a cucarachas… Mejor que os volváis a España a luchar en la guerrilla. Al menos, lucharéis por vuestra tierra.
– No, don Manuel. Desde luego que volveremos, pero por el momento, el campo de batalla se ha trasladado a Francia porque aquí es donde está el fascismo triunfante. Ya lo verá: bastará con que peguemos una patada en el suelo para que surjan los patriotas a miles…
– Ah, no -dijo Neira-. Creo que la batalla de España no está ni mucho menos perdida. La guerra en Francia se acabará pronto, es cierto, pero precisamente por eso será necesario mantener viva la de España: una guerrilla de desgaste fuerte y rápida, eso es lo que se necesita allá…
– No es así -protestó Domingo-, no estoy de acuerdo. Debemos liberar a Francia, aunque estemos solos para hacerlo.
Arrugué el entrecejo con resignación. ¡Cuánto entusiasmo juvenil desplazado! Un solo disparo de un mísero fusil entre millones de fusiles, una sola bala entre decenas de millones de balas y esta voz poderosa y apasionada callaría sin que apenas nadie se diera cuenta de ello, sin que fuera necesario condecorar a nadie por una acción bélica idiota. ¡Pobre Domingo!
– Stalin nunca nos abandonará -afirmó de pronto Jean con voz tranquila.
– ¡Ah! Acabáramos -exclamó Domingo volviéndose hacia él, recuperado el hilo argumental-. ¡Claro! Vosotros los comunistas, ¡ah, carajo, si os he padecido en España!, vosotros los comunistas pretendéis impedir que luchemos contra los nazis y ¿sabes por qué?…
La mera mención de los comunistas me sobresaltó. ¡Los comunistas! Quise disimular, pero seguro que se me notó en el gesto de la cara. Marie me miró y frunció el ceño.
– No, no, no -interrumpió Jean con vigor-. Lo que pretendemos es luchar contra el régimen de Pétain, acorralándolo hasta que sea derrotado… La gente en el poder, Pétain, Laval y los demás son los principales responsables del sufrimiento del pueblo y de su sumisión al yugo extranjero. Pétain y su gente han sido quienes han provocado deliberadamente la derrota del país para así instaurar, con la ayuda extranjera, un régimen de dictadura. Eso es contra lo que hay que luchar. Y en esa lucha contaremos con el apoyo de Rusia…
– Ya. Con el mismo apoyo de Rusia que tuvimos en España. Tus comunistas se dedicaron a purgar a los compañeros y papá Stalin se quedó con todo lo demás. ¡Pero si es peor que los capitalistas, hombre! Vosotros, ¿eh?, no queréis que luchemos contra los nazis -repitió Domingo con ardor.
– ¡Sí queremos!
– ¡No queréis! Vuestra única consigna es -puso la voz aflautada-: «Hay que derrotar a Pétain», ¿y sabes por qué? -nos miró a todos-. ¿Sabéis por qué?
Jean no dejó que Domingo se contestara a sí mismo.
– Bah, vas a decir que es porque es el único enemigo que nos queda al alcance de la mano… Suponte que todos perdemos la guerra, lo que, como dice monsieur de Sá, es probable que ocurra en unas pocas semanas. Ahora no estamos preparados para combatir con un ejército alemán que es infinitamente más poderoso que nosotros. ¿Pero y dentro de un año cuando lo que tengamos enfrente sea el pobre y desmoralizado ejército francés? ¿Con ese viejo mariscal chocheando?
– ¿Sabéis por qué? -insistió Domingo.
– Bueno, es evidente, ¿no? -dijo Neira con voz pausada. Todos se giraron hacia él. Jean permaneció en silencio-. Es por el pacto germano-soviético de hace un año, ¿verdad? Si la gran patria del proletariado se alia con la gran patria del nazismo, ¿quiénes son los meros franceses para oponerse a ello? ¿Quiénes son los comunistas franceses para oponerse a ello?
– Mais que isso -propuso Arístides, que no había abierto la boca hasta entonces-. También está el tratado de amistad y cooperación firmado por Hitler y Stalin, en septiembre del año pasado, para repartirse mejor Polonia, ¿verdad?
– No es así -saltó Jean a la defensiva-. Son alianzas tácticas… Y nos conviene que el sistema de Vichy se tambalee porque sólo así acabará siendo el hazmerreír del mundo entero y caerá como una fruta madura.
– El viejo Pétain es ridículo, ¿eh? -dijo Domingo-. Con sus patrias y sus religiones y su trabajo y su familia y su moralidad de cretinos, es ridículo, ¿no? Pues, amigo Jean, son las mismas patrias, las mismas religiones y familias que las de Franco. Año y medio lleva este hijo de puta en España matando gente y el lema es el mismo, patria, familia y trabajo, y no me parece que se esté pudriendo nada. Te diré más, camarada: en cuanto Hitler se lo pida, y te garantizo que se lo pedirá pronto, Franco entrará en la guerra de su lado. ¿Fruta madura? No, Jean. Sólo si luchamos a la desesperada tendremos una mínima posibilidad de derrotar a tus nazis algún día -se volvió hacia mí-. Incluso si se ha acabado la guerra, don Manuel.
– Vosotros los anarquistas, con vuestro nihilismo, pretendéis desmontar…
– No pretendemos nada, Jean. Vamos a ver si consigo explicarme, joder -exclamó-, no tengo en cuenta ninguna necesidad política, ningún requerimiento de ninguna directriz de ningún partido, de ninguna dirección de nada. Todo eso me trae absolutamente al fresco. Sólo pretendo dos cosas y las pretendo sin matices, sin condiciones: pretendo eliminar el fascismo erradicándolo de la faz de la tierra y pretendo derrotar de paso a Hitler y al tonto ese de Pétain. No sé si queda claro.
– Clarísimo -concluyó Marie dando una palmada y separándose de la pared.
– Grandes argumentos, nobles propósitos -intervino Neira, como si con sus palabras pudiera desmontar la puerilidad de las de Jean y Domingo.
– Naturalmente que queda claro. Por supuesto que estoy de acuerdo con vosotros al máximo -dijo Jean-. Rechazo, sin embargo, la desorganización, el perseguir objetivos esenciales en desorden, lo que en el fondo entorpece la consecución de los objetivos finales.
– Vaya -dijo Domingo sonriendo-, eso sí que me suena a directiva del partido, que es algo que me pone enfermo, pero al menos estamos sustancialmente de acuerdo en quiénes son los enemigos a derrotar y en que no queremos demorarnos mucho en hacerlo.
– Directivas de partido, enemigo a derrotar… Habláis de Hitler, de Stalin, de Pétain, de Laval -dijo Neira con voz tranquila-, hablamos de Churchill y de Roosevelt… Cada cual a su manera, todos obedecen, bueno, obedecemos, unos mandatos morales que sólo los partidarios de cada cual reconocen y aceptan, o debieran reconocer y aceptar con exclusión de los de los demás. Unos códigos de conducta que todos ellos quieren bañar en una gran solución líquida de respetabilidad. Ninguno acepta nunca que hace las cosas porque le conviene… Todos nos presentan sus peores crímenes bajo el disfraz de la honorabilidad. Si alguno de estos estadistas justifica alguna vez sus actos en aras de la verdadera lo que sea, la verdadera libertad, la verdadera democracia, los verdaderos intereses del pueblo, malo. Miente -levantó la mirada y la fijó en los tres jóvenes-. Os lo digo para que no os fiéis nunca de los cantos de sirena… Si estando cada cual en trincheras opuestas, todos aseguran estar coposesión de la verdad, es que ninguno posee un ápice de esa verdad -se puso muy serio-. Espero que estéis muy convencidos de la justicia de vuestra causa, de la necesidad de hacer lo que sea necesario con tal de verla triunfar. Porque la actividad política y, por supuesto, la mercantil, nunca, nunca es moralmente justa, siempre es delictiva. No es posible realizar una actividad pública sin cometer el delito que responde a la necesidad de llevarla a buen puerto… ¿El fin justifica los medios? No, claro. Sin embargo, la vida y especialmente la guerra nos enseñan que el fin siempre se invoca para esconder los medios empleados. Seréis crueles y nunca os podréis arrepentir…
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