Hubo un largo silencio.
– De modo que -hablé-, cuando Pétain habla de entregarse por Francia, en realidad, lo ha hecho porque era el único modo de llegar al poder absoluto. Franco fusila y fusila porque es su único medio de asegurarse el control y no porque crea que debe salvar las almas de los que fusila para expedirlas al cielo de los justos. Y vosotros ¿por qué lucháis?
– ll fait chaud, Geppetto. Fíjese, toque este muro: todavía arde del sol de todo el día -dijo de pronto Marie poniendo las manos contra la pared.
– Sin embargo, la noche es espléndida -contesté. Me puse en pie y salí al jardín. Miré hacia arriba. No hubiera podido contar las estrellas que tapaba mi mano abierta levantada contra el firmamento, de tantas como había y de la nitidez con que lucían. Pero por una vez, me pareció un espectáculo sobrecogedor: en lugar de resultarme amistoso y próximo, en lugar de calentarme el corazón, me empequeñeció. Imaginé de pronto, sin congruencia alguna, un camino cualquiera de la campiña francesa en el que un tanque inmóvil, verde pálido a la luz de la luna, vigilara sigiloso con el cañón apuntando a un campanario. Una estupidez como otra cualquiera.
Me dio un escalofrío y eché a andar por entre los olivos con las manos en los bolsillos.
Noté que alguien me seguía y me detuve. Al instante, Marie me pasó una mano por el brazo y seguimos andando en silencio.
– Ah, Manuel, que c’est triste tout ça -comentó al cabo de un rato-. La guerra no es romántica.
– No, no es romántica, no.
– Es que parece mentira que hace apenas un año estuviera yo en el frente del Ebro, subiendo y bajando a las trincheras, haciendo curas de campaña con cuatro vendas sucias y un tarro de yodo, llevando aquellos cacharros destartalados que pasaban por ambulancias. ¿Sabe usted, Manuel? Me reía, fumaba esos horribles cigarros que a ustedes les gustan en España, vino, bebía vino, amaba y estaba cornpletamente viva. El miedo nos mantenía despiertos, aunque, en realidad, no y no… Nos parecía que nunca podría pasarnos nada. Eramos inmunes a la metralla… -en la oscuridad, su perfil de niña pequeña resaltaba contra la roca blanca de Les Baux, allá a lo lejos. Volvió la cara hacia mí y ya no pude verla; sólo el contorno de su pelo-. Pero ahora esto ya no es divertido. Ahora tengo miedo. ¿Por qué, Geppetto? ¿Por qué tengo miedo?
– Porque ésta es su tierra, Marie. Esto de aquí es su hogar -me encogí de hombros-. El Ebro no era más que un país de salvajes, un lugar de aventuras, como si hubiera estado usted luchando en una guerra colonial. En una guerra en la que participaba por ser generosa, puesto que en el fondo ni le iba ni le venía…
– Mais oui. Yo había ido allí a defender la libertad.
– Ah, les granas mots. Defender la libertad. ¿Qué libertad, Marie? La suya, ¿verdad? Pues aquí no. Aquí no hay libertad que valga. Aquí lo que hay es un alemán intentando destruir su casa, deportar a su familia, violarla a usted… No es lo mismo… ¿Me entiende?
– Le entiendo. Pero, entonces, ¿porqué me dice Pétain que estoy a salvo, que no me debo preocupar, que él ha hecho el único sacrificio necesario?
– Porque miente.
Suspiró.
– Ha sido una cena maravillosa -añadió de pronto-, ¿sabe Manuel? Gracias a usted… -sacudí la cabeza-. No, no, déjeme terminar. Ha sido una cena entre amigos, sin miedo, con historias divertidas -se detuvo y, repentinamente, se puso a reír en voz baja-. Sólo faltaba la orquesta del pueblo o un gramófono de La Voz de su Amo para que nos hubiéramos puesto a bailar.
Empezó a tararear «La mer», imitando a Charles Trenet; se puso delante de mí, colocó su mano izquierda sobre mi hombro, con la otra agarró mi mano, pegó su mejilla contra la mía y murmuró: «Dansons».
Estuvimos así una eternidad, abrazados, creyendo que bailábamos. Después, Marie apartó la cara para mirarme, quitó la mano de mi hombro y me acarició la mejilla con el dedo índice. Suspiró y se apartó.
– Bon -dijo-, ¿sabe qué? Me muero de calor. ¿Está limpia la alberca? Porque me encantaría bañarme en ella.
Tiró de mí y me arrastró hacia la alberca.
El agua estaba oscura, verdinegra, con apenas un riel de luna atravesándola en diagonal. Nos detuvimos y apoyamos nuestros brazos en el borde.
– Me tiene que prometer que no va a mirar, ¿eh?
– Claro -contesté. En ese momento hubiera prometido incluso mi condena eterna.
Todo quedó en silencio hasta que oí el suave chapoteo de Marie entrando en el agua.
– ¡Brrr! ¡Qué buena está!
Oí cómo nadaba y volví la cabeza. Encuadrada en la luz de la luna, su espalda blanquísima refulgía como si en la alberca estuviera nadando un pez fuerte y sinuoso, cubierto de escamas plateadas, lleno de armonía. De vez en cuando sobresalían del agua un muslo o un brazo o un pie ligero.
Entonces y más tarde y más tarde aún, una y otra vez vuelvo a ver la escena con idéntica nitidez y una y otra vez se me encoge el estómago y se me tensa la cintura con idéntica emoción. Me parece que es la fotografía preferida de mi álbum de recuerdos.
RENE BOUSQUET
Estuvimos una semana en Les Alpilles. Una verdadera vacación. Fuimos y volvimos a ir a los pueblos, ciudades y mercados de la redonda, a Saint-Rémy, a Arles, incluso llegamos hasta Avignon y, desde luego, a Les Saintes Maries-de-la-Mer. Allí, en Les-Saintes-Maries, pasamos un día memorable por lo que supuso de desafío instintivo y lleno de vida al hecho en sí de la guerra, al anuncio de las privaciones, de las restricciones que sabíamos inevitables. Como si nada debiera preocuparnos, nos bañamos durante horas en el mar, paseamos de un extremo a otro de las playas casi desiertas y luego tomamos el sol tumbados en la arena blanquísima mientras mirábamos a los chicos Neira corriendo despreocupados detrás de una pelota, cayendo al agua, chapoteando y salpicándonos a los demás.
Siempre he nadado muy bien y con Marie nos alejamos a crawl de la orilla, bien lejos, hasta que no pudo oírse más que un murmullo de voces y de ruidos de tierra que nos llegaban amplificados por el agua pero que eran como el arrullo de quienes charlan en voz baja cuando queremos conciliar el sueño después de un agradable almuerzo. Estuvimos un buen rato quietos en el agua, haciendo el muerto y dejando que el sol de la mañana nos calentara el estómago, hasta que Marie me miró con su carita picara, alargó su mano y cuando, con el corazón latiéndome aceleradamente, hice lo mismo con la mía, me agarró riendo, se encaramó sobre mis hombros y me empujó hacia el fondo. ¡Aha!, exclamé y empecé a perseguirla para devolverle la ahogadilla. No fui capaz de alcanzarla hasta que volvimos a hacer pie. Entonces, la cogí por la cintura como si quisiera hacerle una caricia amistosa (¡ah, ya me hubiera gustado atreverme a ello!), la levanté y la tiré por el aire. Soy fuerte y ella, pese a su estatura, era una pluma de cintura ligera, vientre liso y fuerte y pechos descarados. Sí. Volando por el aire, Marie cayó al mar con estrépito y, cuando emergió, lo hizo riendo sin poderse contener. Salió a la superficie tosiendo y atragantándose. Le tendí una mano. Nos dimos la vuelta para volver a la orilla y allí estaban Domingo y Jean, con la expresión bobalicona de espectadores de circo, plantados en la arena con el agua llegándoles apenas por encima de los tobillos. No se habían movido de allí desde hacía un buen rato; y es que ninguno de los dos sabía nadar. Y nosotros, viéndolos así, como dos pasmarotes, nos dejamos caer sobre la arena presos de unfou-rire incontrolable.
A la espalda de la iglesia parroquial, apenas a una cincuentena de metros de aquel templo-fortaleza cuyo sólido campanario se ve lejos desde el mar, en la pared de Les Arenes que daba a la playa, alguien había escrito con grandes mayúsculas de pintura negra Les Juifs sont notre malheur, «Los judíos son nuestra desgracia». Jean estuvo contemplando la pintada durante un buen rato. Luego dijo putain! en voz baja, se encogió de hombros con desprecio y volvió hasta donde estábamos los demás. Acto seguido, sin embargo, giró sobre sí mismo y, rezongando, regresó al muro. Cogió una piedra y la lanzó contra la pintada con todas sus fuerzas, gritando mais qui aura vu des conneries pareilles!, «¿pero a quién se le ocurre hacer estas idioteces?».
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