Arístides titubeó.
– El profesor Eduardo Neira -dijo por fin. En ese momento Elvira se acercó a su marido y se cogió de su brazo con ambas manos. Quedaron los dos mirándome en silencio-. Y… -Arístides dudó de nuevo-, en fin… esto… este amigo es Domingo González.
El muchacho me miró de hito en hito y me dedicó un curioso saludo, medio inclinación de cabeza, medio afirmación con la mandíbula, como si, aun reconociendo que me debía un cierto respeto por mis canas y, caramba, por encontrarse en mi casa, quisiera no dar una impresión de sumisión. Pobre hombre, era un verdadero espectáculo, con sus ojos hundidos y los párpados enrojecidos, las mejillas colgándole de las sienes y el color de piel cetrino de hambre y dolor.
Arrugué el entrecejo y miré a de Sousa.
– Sí -dijo Arístides al cabo de un instante.
Me acerqué a Neira y le di la mano. Las suyas eran gordezuelas, delicadas; le sudaban. Luego vi que se las frotaba todo el tiempo.
– ¿Cómo está usted? -le pregunté-. ¿No estaba enfermo uno de sus hijos?
– Bueno, claro, sí… Sí, se trata de nuestro hijo mayor. Padece asma y este clima húmedo y caluroso no le sienta nada bien -y luego, viendo que yo miraba al joven Domingo González, añadió-: Domingo es un antiguo amigo de Barcelona que estaba internado en Prats de Molió -como si tal cosa lo explicara todo.
– Ya -dije.
– En realidad, Manoel -intervino Arístides-, yo mismo, viendo el estado en que se encontraba Domingo, sugerí a Eduardo que lo trajera hasta aquí, agora que el chico por fin había conseguido salir… bueno, escapar de Prats. De otro modo corría el riesgo de ser deportado a España y fusilado. Sé que não es correto porque debí pedir tu permiso, pero el riesgo de vida era grande.
– Ya… ¿y qué va a hacer?
– No se preocupe usted por mí, señor de Sá -intervino de pronto el joven mientras se aproximaba más a nosotros. Tenía una voz hermosa y clara, de las que sirven para hacerse oír en los mítines. Cojeaba un poco-. Llevamos año y medio en Francia y nos hemos acostumbrado a esta tierra, hemos aprendido el idioma… -después, con desparpajo total, siguió en un francés bastante fluido aunque con un acento horroroso-: No creo que vaya a tenerlo muy difícil yéndome hacia el norte.
– ¿Hacia el norte?
Se encogió de hombros.
– Mejor en el norte que cerca de los campos franceses en los Pirineos, ¿no? -sonrió-. Está lleno de flics, de polis.
– Ya -interrumpió Marie-, pero en el norte está lleno de boches y esos bromean aún menos que los flics. Hola, soy Marie Weisman y éste es Jean Lebrun. Da clases.
– Soy profesor de instituto -matizó Jean secamente. Marie dejó escapar una carcajada y le apuntó con un dedo risueño. Esta mujer iba a acabar con nosotros.
– Oiga, señor de Sá, no crea que no. Le estoy muy agradecido por lo que ha hecho por nosotros -Domingo me miraba con fijeza y expresión seria, pero me pareció detectar un tono burlón en sus palabras, como si yo, un típico rico ocioso, hubiera tenido la obligación de echarle una mano. ¿Para qué estaba en este mundo si no?
Me volví hacia Arístides.
– Tú dirás lo que hacemos, amigo. Yo…
– ¿Me permiten que haga una sugerencia? -dijo Elvira Neira. Todos nos volvimos hacia ella-. Eh… ¿por qué no preparo algo de comer…? -me miró con una sonrisa tímida y cómplice-. Bueno, en realidad, hemos matado una gallina de su corral, como venían ustedes, nos permitimos…
– No, no, si me parece muy bien, no me importa nada que hayan matado una de mis gallinas o más bien una de m’sieu Maurice. Yo…
– … pensábamos que nos perdonaría… Le pedimos permiso a m’sieu Maurice, claro… No le hizo mucha gracia pero dijo que no le importaba. La he preparado en pepitoria con lo que había, hasta con unas almendras. También hay tomates de la huerta y aceitunas y algo de aceite… ¿Qué le parece?
– Elvira cocina muy bien la pepitoria -apuntó Eduardo Neira.
– Bien, bien, a mí me parece muy bien. Es más, en la bodega hay alguna botella de vino -levanté una ceja-. Bueno, si han dejado alguna.
Uno de los dos niños, haciendo con la mano un gesto que imitaba una carrera en círculo, enloquecida y errática, nos explicó:
– La gallina corría y nosotros íbamos todos detrás. Fue Joan el que la cogió y luego Domingo la agarró por el cuello y crac se lo retorció… -el niño Andréu se ahogaba de la risa al contar la aventura.
Todos nos sumamos a la hilaridad infantil y Joan añadió:
– Nos queremos hacer un gorro de plumas, como los indios.
– Bueno -dije frotándome las manos-, pues comamos… Que alguien prepare la mesa debajo del porche. Allí estaremos bien, disfrutando de la fresca.
– ¿Por qué cojea usted, Domingo? -preguntó Marie.
– Ah, por nada. Esto de andar mucho desgasta los zapatos -levantó un pie para enseñarnos el gran boquete que tenía en la suela-. Y en algún sitio de algún camino debí de pisar una piedra puntiaguda…
Dimos cuenta del guiso, de los tomates y de tres o cuatro botellas de vino en un santiamén. Recuerdo la primera parte de aquella cena como bien grata, tan alegre y despreocupada que bien hubiera podido ser una reunión familiar en la que se celebrara un cumpleaños o una primera comunión. Sólo al lado de su madre, el tercero de los hijos Neira, pálido y ojeroso, con aire enfermo, estuvo en silencio toda la noche hasta que se fue a acostar; lo único que probó fue un caldo que le había hecho Elvira con los huesos y los higadillos de la famosa gallina.
Sentada entre Jean Lebrun y Domingo González, Marie fue la reina de la fiesta. Aplaudió, rió, contó historias de París y de la Sorbona, del novio con el que casi se había casado, un vrai con, y de los peligros de conducir ambulancias en el frente del Ebro (momento en el que Domingo pareció despertar cambiando el semblante serio por un gesto de animada melancolía), entremezclándolas con bromas a sus compañeros de mesa y miradas cómplices a Arístides y a mí. Allí, a la luz de las velas, con la melena suelta y el nada discreto escote de una blusa veraniega de algodón, nos tuvo hechizados a todos. Elvira Neira la miraba con ternura serena y una media sonrisa bailándole en los labios.
– Se diría que no estamos en guerra -comentó de pronto Jean-. Hace una noche maravillosa, hemos cenado bien, hemos reído mucho y estamos sentados alrededor de esta mesa comme de vieux camarades.
– Y sin embargo, compañero -le respondió Domingo-, estamos en guerra… -y luego masculló en español-: Me cago en dios.
– Y sin embargo, estamos en guerra -repitió Jean, inclinándose para mirarle por delante de Marie.
– Claro, pero ¿sabéis lo que nos une a todos los que estamos en torno a esta mesa? -preguntó Neira. Hubo un silencio-. Todos somos derrotados -hizo una pausa-. Todos hemos sido vencidos en esta guerra que casi no existe, aunque sólo sea porque tenemos que huir o escondernos o disimular… porque existe un enemigo que nos ha vencido a todos…
– ¿Cuál? ¿Alemania? -preguntó Marie.
– ¿Alemania? -interrumpió Jean con voz campanuda, como si estuviera declamando-. Entonces tenemos dos enemigos. Alemania, sí. Y Francia. Porque si Alemania nos ha derrotado en el campo de batalla, Francia ha dejado de existir, se ha rendido, se ha acobardado. Este país, que ya no es el mío, tomó la decisión vergonzosa de no defender París. Ha dicho no combatiremos más… ¡lo ha dicho un mariscal!… Un héroe -añadió con sarcasmo-. ¿Cómo podremos fiarnos de los viejos, incluso cuando están cubiertos de gloria? ¿Debemos fiarnos de ellos ahí donde están, encaramados a las ruinas después de haber perdido una causa que no estaba perdida? -alargó una mano para agarrar la botella de vino. Rellenó su vaso y después, viendo que el de Marie también estaba vacío, murmuró alguna excusa ininteligible y echó vino en su copa-. ¿Y qué ha dicho Francia? Ha dicho: no soy culpable… son culpables mis hijos y por eso los voy a castigar.
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