– ¿Vamos? -dije.
Armand asintió, pero luego se detuvo, pensativo. Al cabo de unos segundos me miró con tristeza.
– Además, no crea que esta ley de revisión de las naturalizaciones ha sido una ocurrencia de Hitler y que nos la ha impuesto él -rió con amargura-. No, no. Esto se les ha ocurrido a nuestros sesudos gobernantes sin la ayuda de nadie. Esto y todas las otras persecuciones que vendrán, y vendrán, se lo juro, son cosa nuestra. Este gobierno de Vichy tiene una capacidad insuperable para cubrirse de indignidad, ya lo verá. Por cierto, ¿no ha recibido un mensaje de Olga Letellier?
– No -contesté con cierta sorpresa y enseguida pensé en Marie-. ¿Pasa algo grave?
– No, claro que no. Es sencillamente que nos invita a tomar el té en sus apartamentos mañana por la tarde. Al parecer, se encuentra en Vichy Rene Bousquet…
– ¡El gran hombre!
– … y acudirá a visitarla. Quiere presentárnoslo.
– Ah, muy bien. Siento verdadera curiosidad por conocerlo.
– Bueno, me parece que es uno de esos políticos franceses con agallas que acabarán siendo nuestra única esperanza: hábiles, valerosos, decididos… ¿Le he dicho que Hitler, al mismo tiempo que decidía invadir Inglaterra, le pedía a Pétain que le dejara disponer de nuestros puertos en el norte de África?
– ¿Sí?
– Ya lo creo. Pues fue Bousquet el encargado de responder a los alemanes en Chálons: no habrá puertos en el norte de África…
– ¡Caramba! ¿Y qué dijeron los nazis?
– Bueno, insistieron, se enfadaron, amenazaron, pero Bousquet contestó cada vez que eso no era lo que estaba firmado en las cláusulas del armisticio y que el gobierno de Francia lo sentía en el alma.
– No es posible.
– Pues sí… Y los alemanes aceptaron.
– Caramba… Pues esto sí que duplica las ganas que tengo de conocerlo.
Por primera vez en ocho o nueve días dormí mal. Habían sido demasiados viajes, demasiados acontecimientos, demasiados amores. Demasiadas emociones. Había perdido la serenidad de días pasados, la calma de Provenza, la libertad de disfrutar de mis amigos sin cortapisas e, incluso, la excitación de estar haciendo algo prohibido o ligeramente peligroso. Y, para colmo, en la habitación del hotel contigua a la mía no descansaba ya Marie, como en Les Arpilles, sino un piso más abajo y, junto a mi pared, un funcionario de Hacienda cuya principal gracia era su poderoso y variado ronquido.
Y aunque era la mía, extrañé la cama y acabé maldiciendo la manía francesa de sustituir la almohada de plumón por un rulo relleno de lana, incómodo y caluroso.
– De modo que la situación no es cómoda ni fácil -concluyó Bousquet, colocando con gran cuidado su taza de té sobre la mesa del saloncito-. No cabe que nos engañemos: hemos sido derrotados sin paliativos y lo que urge es minimiser les dégats.
– Bueno -dije-, parece que todo el mundo está de acuerdo en que hemos sido derrotados y en que hay que minimizar los daños, pero…
– No todo el mundo, no todo el mundo…
– … se diría que eso son excusas para disfrazar una realidad bastante más cruda.
– No, no, monsieur de Sá. No se equivoque sobre el vigor del pueblo francés. Una derrota militar no es la derrota de una nación -sonrió-. Es simplemente una derrota. Francia sigue en pie. Y puede que la República se haya tambaleado. ¡Pues es preciso salvar la República! Eso entraña complejos sacrificios cuyo alcance real no es fácil adivinar. Y se lo digo a todos ustedes con gran firmeza: el gesto del mariscal Pétain al buscar un armisticio honorable es de gran utilidad patriótica. Por ponerlo de modo pedestre, el mariscal nos ha guarecido a todos debajo de un paraguas a esperar a que escampe. Tiene una apariencia horrible, pero, en el caso de Philippe Pétain, se lo aseguro, es un sacrificio deliberado… -inclinó la cabeza-. Es incluso posible que él no se haya dado cuenta de la clase de sacrificio que ha hecho.
Miré a Armand y, aprovechando que Bousquet había girado la cabeza hacia Olga, levanté las cejas con incredulidad, pero él permaneció imperturbable.
Rene Bousquet era muy joven incluso para ser el prefecto de menor edad de toda Francia. Rondaría los treinta años, no más, pero tenía ya en el rostro la expresión madura, el aire de autoridad y responsabilidad más propios de una persona de las de mi generación (y algunas de sus arrugas). Era bien alto y vestía de modo impecable un traje oscuro de seda de shantung de una sola fila de botones, camisa de seda blanca y una discreta corbata. Del bolsillo asomaba un pañuelo blanco doblado en pico. Ah, sí, me impresionó su porte, pero me impresionaron aún más sus manos delgadas de largos y fuertes dedos. La boca fina, los ojos marrones de párpados abombados, el pelo peinado con raya y alisado con brillantina conferían a su rostro un aura de determinación e inteligencia. Sólo su nariz, aguileña y agresiva como la de un halcón, hacía pensar en la ambición y crueldad de un pájaro de presa. (Dicho todo lo cual, hubiera jurado que se tenía a sí mismo en un alto concepto, pero quién era yo para juzgar a nadie, sobre todo considerando la sinceridad y sencillez con que parecía dirigirse a nosotros sin escondernos la cruda realidad.)
– Un sacrificio deliberado, sí -repitió, pensativo-. O tal vez no… En cualquier caso -hizo un gesto de indiferencia con la mano-, me temo que el mariscal nos lo ha impuesto a quienes trabajamos a sus órdenes ¿Estábamos en disposición de hacer frente a la maquinaria bélica alemana cuando empezó la guerra de invasión hace unas semanas? No, claro que no. La defensa opuesta por el ejército francés a las divisiones Panzer fue heroica. Sí. Tan heroica como estéril. ¿El viejo ejército francés con su armamento obsoleto y sus tácticas periclitadas frente a la guerra relámpago de las modernas divisiones alemanas? -rió con amargura-. Era preciso detener tan desigual lucha. Porque, ¿permitir que Francia fuera deliberadamente machacada? ¿Sacrificar toda una juventud, lo mejor de Francia, para apenas nada? No sé ustedes, pero yo estaba en las carreteras de Francia, yo vi la sangre de ancianos, de chicos y chicas, de los bebés y sus madres y yo fui el primero en decirme a mí mismo ¡basta! Oh, bueno, claro, habría seguido peleando porque ése habría sido mi deber, pero con la sensación de futilidad a la que el mariscal puso término tan oportunamente. Y eso, mes chers amis, es lo que cuenta a la hora de la verdad. Nuestra obligación ahora, la mía y la de ustedes, es salvar los restos del naufragio, repararlos y reservarlos para cuando podamos reconstruirlos y entregarlos intactos a nuestros hijos… Chére Marie, me mira usted con desconfianza, como si no creyera en la bondad de nuestras intenciones.
– No, Rene -contestó Marie, con un escalofrío, como si saliera de un sueño-. Claro que creo en la bondad de sus intenciones, ¿cómo no voy a creer en la palabra de un patriota? Es sólo que me parece que no son demasiado prácticas… ¿Cuánto tiempo va a transcurrir hasta que la guerra se acabe en Europa? ¿Semana? ¿Meses? -nos miró a los demás buscando en nosotros la confirmación a sus predicciones: ¿no lo habíamos hablado una y otra vez durante las vacaciones en la Provenza? ¿No habíamos especulado con lo que iba a ocurrir en Francia, en Europa, en cuanto Hitler acabara con toda resistencia?-. Y, cuando termine, por grandes que hayan sido los sacrificios por salvar los restos del naufragio, todo habrá acabado y nos habremos convertido de forma inexorable en una colonia alemana -empujó la barbilla hacia delante, como siempre que quería argüir su punto de vista desafiando al antagonista-. ¿No?
Una pequeña vena se le había hinchado en la sien derecha; le brillaban los ojos y mantenía la boca ligeramente abierta. Es así como la recuerdo cuando se apasionaba: toda la cara se le encendía. Justo en la base de la garganta le latía con fuerza el pulso (y yo, no sin disimulo culpable, dejaba que se eternizara allí mi mirada); luego aquella piel tan suave se perdía en su escote y desaparecía debajo de las clavículas por entre las delicadas curvas de sus pechos.
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