María Janer - Pasiones romanas

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En lugar de subir al avión que debe llevarlo de vuelta a su hogar, un hombre decide en el último momento desafiar al destino y emprender una travesía muy diferente. ¿Podrá recuperar en Roma a la mujer que dejó marchar años atrás? Ignacio no puede saber cuánto queda en Dana de la pasión que los arrebató y se truncó tan injustamente, pero prefiere el vértigo de esta decisión irreflexiva a la atonía en la que ha entrado su vida. Con esta inolvidable historia sobre la fascinación y el infortunio del amor, sobre los golpes ocultos del destino, María de la Pau Janer nos ofrece una magnífica novela, llena de sensualidad, de emociones y de personajes que alcanzan nuestra fibra más íntima.

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Las manos que le rodean la cintura la estrechan. Entonces se fija de pronto, y le resultan familiares. Cuando se vuelve, se encuentra cara a cara con Marcos. Ha sido quien la ha retenido junto al abismo de la tumba de Gabriele. No esperaba que estuviera allí. Antonia no había vuelto a hablar de él, ni ella había tenido ánimos de preguntarle. Al verle, oculta el rostro en su pecho. Llora en silencio, sujetándose al cuello de su americana. Tiene la sensación de haber encontrado un refugio. Querría ocultarse de la multitud que rinde homenaje al más joven de los Piletti, escaparse del sol que se atreve a iluminar la mañana, cuando tendría que dejar el mundo en tinieblas. Marcos la abraza, incapaz de pronunciar palabra. Pasan algunos minutos, hasta que le dice:

– Lo siento, querida. Discúlpame por no haber podido estar antes a tu lado. He vuelto en seguida que lo he sabido.

Le mira. Sin demasiada sorpresa, intuye de dónde viene. Se dice que la vida es extraña. Cuando todo parece plácido, sopla un viento del norte que transforma los paisajes. Murmura:

– ¿Has ido a buscar a Mónica?

– Sí -le responde él con voz serena.

– ¿Y ahora?

– No es el momento de hablar. He vuelto a encontrar a alguien que creía perdida para siempre. Te pareceré un estúpido, pero estoy decidido a retomar aquella historia.

– No eres un estúpido. Eres afortunado: la vida te ofrece la opción de rectificar, de elegir. Eso es un gran privilegio. Yo no tendré nunca esa opción. Mis ojos han visto cómo le enterraban. Gabriele está muerto.

– Nunca me perdonaré haberte dejado sola. Si lo hubiera sospechado, te aseguro que no me habría ido.

– No eres un adivino. Tenías que ir a Mallorca. ¿Estás decidido a vivir allí de nuevo?

– Sí. Pero antes tenemos que volver al Pasquino.

– No.

– Hace años nos ayudó. Necesitas vomitar tu dolor, Dana. Las penas que se encierran en el corazón nunca llegan a salir. Ya lo sabes.

– Me gusta sentir tristeza. Es la única sensación real que me llena. Ahora soy incapaz de ir a visitar el Pasquino. Cuando pase el tiempo, quizá iré sola.

– ¿Por qué sola?

– Tú estarás en Mallorca.

– Había pensado decírtelo más adelante, pero no puedo esperar: quiero que vuelvas conmigo a la isla. Allí tienes a la familia, a los amigos. Es el lugar donde naciste. El entorno ayuda a superar las cosas. Estoy seguro de que el mar de Mallorca te servirá de consuelo.

– El mar está conmigo. A veces, me gusta recordar; cerrar los ojos y contemplarlo. Lo he hecho todos estos años, y volveré a hacerlo. Pero no iré.

– ¿Qué te ata a Roma?

– El poco aliento de vida que me queda está en Roma. Es la ciudad que elegí hace diez años, el lugar donde he vivido junto a él. Me retienen los recuerdos, pero también la piedra y el aire. No quiero dejar nuestra plaza. -Se le rompe la voz.

– De acuerdo. Sabía que no era el momento de hablarte. Insistiré más adelante, cuando sea la ocasión oportuna.

Antonia se acerca. La interrupción no resulta demasiado natural, pero nada tiene aires de lógica esa mañana. Abraza a Dana con un punto de teatralidad no deseada. La dureza de los días vividos le modifica el rostro. Lleva escritas las horas pasadas en el tanatorio romano, y el largo tiempo de espera de un Marcos ausente; un Marcos que todavía no ha regresado, aunque esté a su lado. Dana la mira con afecto, porque le agradece la compañía, pero sabe que esa mujer es un volcán. Puede imaginarse sus conversaciones, los reproches, las imprecaciones. Piensa en ello con pesar, pero no le dedica mucho tiempo. Vive una historia demasiado difícil. El padecimiento la recluye en un círculo que no admite fisuras. Cuando la propia piel es delicada como una tela de araña, nadie sabe ponerse en la piel de otro.

Matilde, que ha seguido la escena, se acerca. Le dice a Dana que tienen que irse. La gente va dispersándose en grupos, mientras sus padres esperan en el coche. Quiere que se vayan de ese escenario de dolor. Intuye que Antonia y Marcos todavía tienen algo que decirse. La coge por los hombros cuando se alejan de la tumba de Gabriele. Arrastran los pies por los senderos del cementerio. No ven ángeles ni portales de piedra. Se meten en el coche, sin hablar.

Dana se siente muy cansada. Como si se le hubieran acabado las fuerzas, no encuentra ni unas simples palabras de gratitud. Los demás callan también, respetuosos. El vehículo circula despacio. Mira por la ventanilla, pero no ve nada. El paisaje se ha transformado en un caos de materia indescifrable, donde se mezclan los colores. Una figura toma forma ante sus ojos. Está en un rincón, casi en la entrada: el hombre de la camisa amarilla, el titiritero de la piazza Navona. Hacía tiempo que no le veía. Casi le había olvidado. Se da la vuelta, porque le cuesta creer que no sea una invención de su mente. El tiene una sonrisa triste, mientras le dice adiós con la mano.

XXXV

Han pasado tres lunas llenas desde que murió Gabriele. Hace una mañana luminosa en la piazza della Pigna. Dana no se sorprende cuando la claridad inunda el espacio. Durante los primeros días, la estupefacción se mezclaba con la tristeza. Eso fue lo más difícil: comprender que los ciclos del tiempo continuaban su rueda, aunque él no estuviera. Salía el sol cuando su mundo había quedado a oscuras. Se asomaba por la ventana, contemplando la calle. Veía a la gente que salía de las casas, oía los motores de los coches, las conversaciones de los vecinos. Todo tenía un aire de normalidad insoportable. Recorría la via dei Cestari, hasta el Panteón. Se sentaba en un banco, entre los turistas, mientras lo observaba. Aquel monumento impasible le despertaba un estremecimiento que no encontraba en la vida. Pensaba en los miles de personas que desfilaban por allí. Se quedaban décimas de segundo en comparación con la eternidad de la piedra. Las vidas duran el tiempo de un paseo tranquilo; de ellas queda algún recuerdo.

Tuvo que acostumbrarse a la indiferencia de los demás. La gente vivía escondiendo la cabeza bajo el ala, sin pensar en la muerte. Cuando alguien desaparecía del mapa, todo el mundo pasaba página de prisa. No soportaba la visión de las multitudes que llenaban los cafés, las plazas. Roma estaba habitada por desconocidos que no se detenían a perder el tiempo con el dolor. «¿Qué dolor? -imaginaba que le habrían preguntado-. Cada cual lleva el peso de sus propios muertos. No se aceptan cargas ajenas.» Eran supervivientes que, absurdamente, se aturdían para no recordar a los que se habían ido. Apuraban la copa de la vida con el egoísmo de quienes se apresuran en fortalecer el hilo de su propia existencia, mientras otras muchas se diluyen en la nada. Los odiaba. Detestaba la fragilidad de la memoria, el olvido como refugio, la indiferencia de los vivos. Hacía un esfuerzo para contestar a las llamadas de los amigos que se interesaban por su estado de ánimo. Procuraba serenar la voz mientras hablaba con educación, sin exhibir la pena. Les decía lo que querían oír, tranquilizándolos para que no insistieran en verla. Con la muerte de Gabriele, aprendió que el dolor no está hecho de una materia única, sino que tiene matices, intensidades diferentes.

Le gustaba que Matilde fuera a visitarla. Sentada en el sofá con un libro que no leía entre las manos, esperaba el timbre de la puerta. Iba a abrir con una sensación de alivio en el corazón. Su amiga tenía la costumbre de llevarle una pequeña sorpresa, siempre distinta. Eran obsequios que pretendían distraerla un instante: papel de color azul, un pasador para el pelo, chocolate, una cinta en la que había grabado una antigua canción napolitana, aquella película que dieron por televisión que nunca habría visto sola, una revista que hablaba de arte, o una concha que había encontrado en un cajón, traída años atrás de alguna playa de Mallorca. En la puerta, le ponía el paquete en la mano. Ella lo abría con cierta curiosidad parecida a un rayo minúsculo de luz. Con eso, Matilde tenía suficiente. Suspiraba de satisfacción, mientras observaba en silencio la palidez de su rostro. No le hacía preguntas, ni intentaba forzarla para que dejara de estar triste. Sabía que habría resultado inútil. «De la tristeza, no regresamos nunca por un acto de voluntad. Tiene que pasar el tiempo.» Se limitaba a hacerle compañía.

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