María Janer - Pasiones romanas

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En lugar de subir al avión que debe llevarlo de vuelta a su hogar, un hombre decide en el último momento desafiar al destino y emprender una travesía muy diferente. ¿Podrá recuperar en Roma a la mujer que dejó marchar años atrás? Ignacio no puede saber cuánto queda en Dana de la pasión que los arrebató y se truncó tan injustamente, pero prefiere el vértigo de esta decisión irreflexiva a la atonía en la que ha entrado su vida. Con esta inolvidable historia sobre la fascinación y el infortunio del amor, sobre los golpes ocultos del destino, María de la Pau Janer nos ofrece una magnífica novela, llena de sensualidad, de emociones y de personajes que alcanzan nuestra fibra más íntima.

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– Ha tenido un accidente de coche. -Dana habla como una autómata.

– Era un conductor experto, había conducido miles de kilómetros. No me repitas lo que me dicen los demás. Tú le conocías tan bien como yo. No puedes defender la absurda hipótesis que ha querido venderme mi hijo; es un pobre hombre que no llega nunca al fondo de las cuestiones. Se conforma con tener una versión simple, que no le complique la vida. No nos parecemos en nada.

– Una distracción puede tenerla cualquiera. -Sigue hablando en un tono monocorde.

– No se distraía, si no había un motivo. ¿Por qué razón hizo un viraje en un tramo de autopista absolutamente recto? La visibilidad era buena. Había poca circulación. Me he informado, porque no quiero resignarme a las versiones de quienes quieren tranquilizar a un viejo. Sé que acompañaba a alguien al aeropuerto. Tenía que haber controlado la situación. Dime, ¿querías a mi nieto?

– Sí.

– ¿En todo este tiempo, habéis sido felices?

– Él me ha hecho feliz. Yo… -Las lágrimas le recorren por dentro, mientras mantiene el rostro inexpresivo-. No lo sé.

– Tengo la impresión de que sabes muchas cosas, pero que no quieres contármelas.

Quiere detenerle, hacerle callar. Le gustaría pedir auxilio para que alguien fuera a rescatarla de las preguntas que sirven para aumentarle la pena. El viejo Piletti le desnuda el alma con los ojos. Él es el fuerte, mientras ella tiembla como antes, en aquellos días lejanos que regresan a su memoria, cuando llegó al Trastevere con un abrigo que arrastraba la tristeza. Se taparía los oídos para no escucharle, pero el hombre continúa implacable.

– ¿Qué es lo que te callas?

Ruega que no la interpele, que no siga haciéndole preguntas. Tiene la voluntad débil, e intuye que no resistirá el interrogatorio. El abuelo es de acero:

– Tú tienes que saberlo. ¿Quién era el hombre a quien acompañaba al aeropuerto? ¿Un cliente?

– No lo sé.

– ¿No te lo dijo? Me extraña. Era una persona extrovertida, que contaba las cosas que hacía, los negocios que le entusiasmaban. No tenía secretos oscuros. ¿Y tú, los tienes?

– No.

– Sé sincera: conocías al hombre que iba en el asiento junto al conductor. Sabías algo.

Dana se desmorona. No le importa desaparecer en silencio, morirse lentamente. Quiere que se vaya, que la deje tranquila junto a Gabriele.

– Sí, tiene razón. Es mallorquín, como yo. Era el hombre con quien compartía mi vida antes de llegar a Roma, hace diez años. Había vuelto para buscarme.

– Mi nieto lo sabía y estaba desesperado. Me maldigo a mí mismo, porque no supe intuirlo. Espero que la muerte sea compasiva y me lleve pronto. Ella me calmará este dolor. Maldita seas tú también, que le destruiste. Lo único que me consuela es saber que eres una mujer joven. Te queda mucha vida por delante para llorarle.

– Toda la vida -susurró sin voz.

El Cimitero Monumentale del Verano es una construcción de finales del siglo XVIII. Se llega a él por Regina Margarita, tras recorrer un camino de parterres de flores. A Dana le recuerda a Genova, el lugar donde se decidió su destino. Se pregunta si el azar la empujó a Roma, o si los astros lo habían escrito en el firmamento. Quién sabe si todo lo que sucede es imprevisible. Creerlo le serviría de consuelo, pero no puede evitar sentirse la causante. Gabriele no ha muerto por casualidad, sino que la vida le ha conducido a la muerte. La vida, Ignacio y ella, los vértices de un triángulo de traidores. Entrará en el cementerio del brazo de Matilde, que esos días ha envejecido. Ha hecho suyo el dolor; lo comparte con la intensidad de las personas cercanas, que se ponen en el lugar de los demás. También quería a Gabriele. Apreciaba la sencillez con que hacía la vida agradable, las formas exquisitas que se correspondían con la sinceridad de sus sentimientos. Llora por el amigo que se ha muerto, y por la amiga que ha perdido parte de su vida.

Tres portaladas redondas de hierro dan paso al recinto. Alzándose sobre columnas, cuatro figuras de mármol reciben a los visitantes. Son alegorías del Silencio, la Caridad, la Esperanza y la Meditación. Las de los dos extremos tienen una actitud triste. Las de en medio abren los brazos, como una invitación a entrar. Dana va vestida de negro. En el brazo lleva la pulsera de oro y coral que él le regaló. La joya mágica. Cuando bajan del taxi, coge la mano de Matilde. Sus padres la acompañan. Han venido de Mallorca para asistir al entierro de Gabriele. Los mira con tristeza, sin saber qué decirles. La abrazan. Han llegado acompañados por Luisa, la amiga farmacéutica, que ya ha compartido con ella otros dolores. Cuando cruzan la entrada, recorren un camino con una suave pendiente. Las tumbas son de mármol y están rodeadas de cipreses, que dan la bienvenida. En el centro, una explanada abierta como un abanico. Caminos transversales la cruzan. Empieza a llegar gente. Alguien comenta que, a la derecha, en el primer sendero, está la tumba de Garibaldi. La familia y los amigos recorren el camino en silencio, tras el ataúd que llevan en hombros los más íntimos. Dana los observa desde la lejanía, aunque esté junto a ellos. Le cuesta identificar las caras, ponerles nombre. El abuelo no está. El viejo patriarca de los Piletti se ha negado a acudir a la cita. Antonia llega cuando la comitiva ha empezado a andar; tiene el aspecto de quien no ha podido dormir.

Dana se fija en la tumba de una mujer joven; es de mármol oscurecido por los años. Siempre había creído que en los cementerios se respiraba paz, pero en esa lápida puede percibir la desolación. Allí está enterrada la condesa Gina Mattias Benedettíni. Su epitafio reza: «Bella come un angelo / hai lasciato sulla terra / la tua giovinezza.» «La tua giovinezza», murmura. Aunque no lo habría creído posible, la tristeza se hace más profunda. Gabriele era demasiado joven para morir. Una sensación de injusticia la llena de furia. Dura poco tiempo: no tiene suficiente espacio en el cuerpo para meter la rabia. En el cementerio hay una plaza rodeada de columnas. Son de color amarillo muy pálido. Aquí y allá, imágenes de ángeles con alas inmensas. Algunas esculturas de mármol representan a mujeres postradas. En el centro, un ángel más grande que los demás. Lleva una túnica, abre los brazos. Intuye que la invita a abrazarlo. Tiene los cabellos rizados de Gabriele.

La tumba es una superficie de mármol. Tiene dos anillas de hierro cubiertas por una pátina verdosa, que indica el paso del tiempo. En la piedra, grabadas con letras mayúsculas, está el nombre de un antepasado: Domenico Piletti. Descubren una abertura vertical en la tierra. Es un abismo profundo. Sin pensarlo, Dana intenta asomarse. Inclina el cuerpo, pero sólo ve oscuridad. Se pregunta cómo puede dejarle allí, en un lugar tan tenebroso. ¿Qué ocurrirá cuando caiga la lluvia y forme regueros sobre la piedra? Tendrá frío, estará solo. Alguien reza oraciones que tienen cadencia de letanía. Con el impulso, está a punto de caer en el agujero. Se dejaría llevar sin temor, con el deseo de ocupar un espacio a su lado. Le contaría historias en voz queda, para que no le diera miedo la negrura. Unos brazos la retienen por los hombros, mientras extiende las manos hacia el féretro. No verá nunca más el rostro que ama. Ha bajado el telón, se apagan las últimas luces de esa absurda representación que es la vida. Es perfectamente consciente de la dimensión de la despedida. Entonces se abraza a la caja con una fuerza que no reconoce como propia. No ve a nadie ni oye ninguna voz. Está sola.

Los brazos que la han sostenido la levantan. Con la espalda apoyada en un cuerpo que todavía no identifica, ve cómo bajan el ataúd a la fosa. Oye el ruido brusco de la piedra al cerrarla, sigue el sonido del albañil que cierra la abertura con cemento. Una niña ha lanzado una rosa blanca. Es una tímida pincelada de luz, que la oscuridad se traga. Las manos que impiden que caiga se hacen todavía más firmes, dispuestas a protegerla. Los ojos de Dana captan con dificultad los movimientos de la gente, los rostros que la rodean. Los presentes susurran palabras de condolencia que parece que escucha, pero que se le deslizan por la ropa, y caen al suelo convertidas en piedrecillas diminutas. Un poco más lejos, le parece distinguir el rostro lloroso de su madre, y se da cuenta de que ha envejecido. Una conciencia feroz del paso del tiempo se impone. Lo agradece en silencio. Algún día se mirará en el espejo y será una mujer mayor. Tendrá la piel del cuerpo rugosa, con los surcos que la vida se habrá entretenido en grabar. No faltará mucho para que le llegue la hora. Una sensación de consuelo la invade momentáneamente.

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