María Janer - Pasiones romanas

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En lugar de subir al avión que debe llevarlo de vuelta a su hogar, un hombre decide en el último momento desafiar al destino y emprender una travesía muy diferente. ¿Podrá recuperar en Roma a la mujer que dejó marchar años atrás? Ignacio no puede saber cuánto queda en Dana de la pasión que los arrebató y se truncó tan injustamente, pero prefiere el vértigo de esta decisión irreflexiva a la atonía en la que ha entrado su vida. Con esta inolvidable historia sobre la fascinación y el infortunio del amor, sobre los golpes ocultos del destino, María de la Pau Janer nos ofrece una magnífica novela, llena de sensualidad, de emociones y de personajes que alcanzan nuestra fibra más íntima.

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XXXIV

Está de pie, ante el cuerpo de Gabriele. El hombre con quien ha vivido diez años reposa en un ataúd de madera oscura. Ha tenido que esperar muchas horas para poder verle. Momentos gélidos llenaban el tanatorio romano. Matilde y Antonia le han hecho compañía. Al llegar, les dijeron que tenían que practicarle la autopsia. Gabriele Piletti había muerto en la carretera, en un accidente de circulación. Antes de dejarlo descansar en paz, tenía que pasar los trámites pertinentes. Aunque las otras intentaron convencerla de que volviera a casa, se negó con esa obstinación que es un signo de desesperanza absoluta. No se movió, hasta que le dijeron que podía pasar a la sala a la que trasladaron el cuerpo.

Inmóvil, contempla su rostro. No nota fatiga en las piernas. De vez en cuando, alguien entra. Han desfilado personas que conoce, pero no les dice nada. Unos empleados de pompas fúnebres han traído coronas, cada una con una cinta en la que está escrito un nombre que recuerda al ausente. Sus padres han estado poco rato. La han abrazado antes de irse, aturdidos por el dolor. El médico les ha recomendado que descansen, tras darles un calmante. Ella ha rehusado cualquier ayuda médica. No quiere que nada pueda alejarla de su lado. No perderá la conciencia de lo que vive; sabe que es tristeza, conoce la profundidad de un dolor que rompe la vida.

Cuando le ha mirado, le ha costado reconocerle. Ha vivido con la absurda esperanza de haber padecido una confusión. Ha creído que no había visto jamás el cuerpo que apenas adivina bajo un cristal. No es él. ¿Cómo ha sido capaz su padre de identificarle? La esperanza no ha durado demasiado. Aquellos rizos no podían pertenecer a nadie más; son los cabellos oscuros de un arcángel rebelde. Las facciones se corresponden a los rasgos que se sabe de memoria. La única diferencia es que la muerte ha dejado su huella: la palidez, el perfil angosto. El convencimiento se impone con una rotundidad que la aturde. Con los puños cerrados, se mantiene erguida. Matilde no quería dejarla sola, hasta que ha comprendido que tenía que marcharse.

Cuando empieza a llorar, hace tiempo que llora por dentro. Las lágrimas se han derramado en ella mucho antes de que llegaran a los ojos. Trazan surcos en sus mejillas, cuando se da cuenta de que todo se ha acabado. Se pregunta cómo puede llegar tan rápida la muerte. Las imágenes del tiempo vivido regresan. No ha pasado mucho tiempo desde que notó la caricia de sus labios en la frente. No ha sabido retenerle. Querría esconderse, pero no irá a ninguna parte. No puede dejarle solo: él y la muerte por compañía. Extiende la mano para tocar su rostro. Encuentra un cristal.

Alguien entra en la sala. Le cuesta reconocer al anciano Piletti, el abuelo de Gabriele que resucita de las sombras. Se pregunta cómo ha llegado hasta allí, de dónde ha sacado las fuerzas. Hace semanas que no abandona su palacio. Es un hombre enfermo, casi moribundo. Le mira como si fuera un fantasma que aparece para hacerle reproches. Agacha la cabeza, dispuesta a recibir todos los castigos. De reojo, ve un cuerpo escuálido, que le recuerda la sombra del señor poderoso que conoció. Él avanza ignorándola hasta llegar a la altura del ataúd. Escoltado por dos hombres de confianza, que le sujetan por los brazos, se inclina para ver a su nieto. Quiere comprobarlo personalmente. Necesita tener la certeza. Cuando su hijo, el padre de Gabriele, ha ido a decírselo, le ha echado de su casa. Ha querido convencerse de que le engañaba, porque siempre ha estado celoso del amor que siente por el nieto. Él le ha dicho que los sentimientos no se pueden gobernar, que no se ganan o se pierden como en una partida de naipes. Después ha permanecido mucho tiempo solo, sin querer ver a nadie, hasta que ha dado la orden de que le ayudaran a vestirse. Ha dicho que tenía que salir.

No lo habría creído si la evidencia no estuviera golpeando hasta romperle el corazón; el corazón de un hombre que espera su propia muerte con resignación, pero que no puede aceptar la de quien ha querido más que a su vida. Al verle, se le doblan las piernas. Se caería, si no fuera porque sus acompañantes lo impiden. Pregunta:

– ¿Por qué, Dios mío? ¿Por qué os habéis equivocado de esta manera?

Dana querría llorar de rabia. Es cierto, aunque ni él mismo pueda intuir las causas. Ella también sabe que ha habido un error. Cuando la desesperación se mezcla con los remordimientos, piensa que el muerto tendría que ser Ignacio, el intruso, el hombre que nació para hacerla desgraciada.

El abuelo hace un gesto para que los acompañantes se alejen. Quiere que desaparezcan de su radio de visión, decidido a no manifestar debilidades en público. El orgullo es una especie de bastón que le ayuda a no desplomarse en el suelo, como un muñeco de feria. Los otros dan unos pasos, hasta la puerta. Parecen desentenderse de lo que sucede, a pesar de estar pendientes de ello en todo momento. El viejo Piletti se apoya con las manos en el ataúd. Vuelve a mirarle, con aquella esperanza que Dana ha sentido no hace demasiado tiempo, cuando ella misma se negaba a aceptar la realidad. Conmueve verle mirar a su nieto, empequeñecer los ojos para concentrarse en las facciones que la muerte transforma. Tiene una rigidez acartonada que convierte el cuerpo en una materia desconocida. Hay una blancura de tiza y de luna enferma en su rostro.

Dana se pregunta si existe el Dios justiciero del que le hablaban cuando era una niña. Si es verdad, si ocupa un lugar entre las tinieblas mientras juzga a los vivos y a los muertos, ella puede sentir el peso de su dedo señalándola. Tendrá que cargar con la culpa. Él la hacía feliz, pero le engañó. Era bueno, generoso, alegre. No lo recordó cuando se lanzó a los brazos del pasado. Evocó su propia imagen: una perra en celo cabalgando a otro hombre. Un hombre a quien no veía desde hacía una década. Diez años cambian a las personas. Las células de la piel son otras. No queda rastro de la antigua huella. Nos imaginamos que tiene memoria, pero no es cierto. El cuerpo olvida mientras la mente nos traiciona. El tanatorio, en el Instituto de Medicina Legal, no está muy lejos del hospital Umberto Primo, donde Ignacio permanece ingresado. Matilde le ha dicho que está grave, pero que se salvará. No se ha sorprendido: los mejores siempre mueren jóvenes; los malvados suelen llegar a la vejez. Son paradojas de esta extraña vida que le ha tocado vivir. Se pregunta si se puede pedir perdón a un muerto. Intenta recordar las oraciones que le enseñaron en Mallorca, pero no sabe repetirlas. Las palabras se le escapan. En ese momento, el abuelo se da cuenta de su presencia. Ha procurado permanecer inmóvil para pasar inadvertida, pero las dimensiones de la sala no se lo han hecho fácil. Cuando se vuelve hacia ella, parecen dos criaturas desvalidas. Le dice:

– Vino a verme hace unos días. Hablamos un rato. Lo hacía a menudo, porque era un buen nieto.

– Sí, yo le acompañé una vez.

– Tienes razón. -Hace un vago gesto de disculpa-. Tú estabas en un extremo de la habitación. No me pareció que estuviese de buen humor.

– ¿Cómo?

– Le conocía. No habíamos tenido demasiadas conversaciones íntimas, porque siempre me habían enseñado que los hombres no deben expresar sus sentimientos. ¡Qué estupidez!

– Él le quería.

– Lo sé. No me interrumpas. Decía que le conocía bien. No era un mérito mío. Las personas nobles son transparentes. Eso también tiene sus contrapartidas. -Parece pensativo-. Son más vulnerables, sobre todo cuando aman. -A continuación, formula la pregunta de forma brusca, directa-: ¿Le amabas?

– Mucho.

– Le noté triste. Percibía que estaba a punto de hacerme una confidencia. Se reprimió en el último segundo. Tengo que confesar que actué como un imbécil, haciendo como que no me daba cuenta. ¿No era eso lo que tenía que hacer el patriarca de los Piletti? No se tiene que hurgar en las heridas de los demás, ni aunque sea para poner un ungüento curativo. Me enseñaron que es una actitud propia de mujeres sensibleras. ¡Dios me guarde de parecerme a ellas! ¡Desgraciado! Se ha muerto sin decirme la causa de su dolor. Si lo pudiera saber, tal vez entendería lo que ha sucedido.

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