María Janer - Pasiones romanas

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En lugar de subir al avión que debe llevarlo de vuelta a su hogar, un hombre decide en el último momento desafiar al destino y emprender una travesía muy diferente. ¿Podrá recuperar en Roma a la mujer que dejó marchar años atrás? Ignacio no puede saber cuánto queda en Dana de la pasión que los arrebató y se truncó tan injustamente, pero prefiere el vértigo de esta decisión irreflexiva a la atonía en la que ha entrado su vida. Con esta inolvidable historia sobre la fascinación y el infortunio del amor, sobre los golpes ocultos del destino, María de la Pau Janer nos ofrece una magnífica novela, llena de sensualidad, de emociones y de personajes que alcanzan nuestra fibra más íntima.

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El universo tiene las dimensiones de un coche. Todos los paisajes son un solo paisaje. El rostro de Ignacio ocupa el centro. Dana no ha querido hacerle daño. Se lo repite hundida en el asiento, aunque hace pocos minutos habría deseado matarle. Es la sensación que le ha invadido y que no puede entender. Nunca comprenderá por qué está viviendo esa escena. Por qué derroteros ha llegado a ese momento. Querría decirle que ya basta, que quiere marcharse de allí. Los laberintos romanos le devolverán la paz. Cada cosa tendrá la medida justa. Es incapaz de pronunciar ninguna frase. Las palabras mueren antes de decirlas mientras una mano le tiembla en la otra, como un pájaro enjaulado.

No se atreve a moverse. Encogida en el asiento, con la cabeza inclinada, no le mira. Puede imaginarse perfectamente el perfil. Percibe su presencia con una nitidez hiriente. A su lado está el hombre que la engañó. Le amó como se ama la vida. Aquel latido del corazón que nos estalla en el pecho, porque hay abismos que nos cuesta vivir, aunque nos precipiten a la gloria. Siente una inmensa vergüenza por lo que ha hecho. Ella, que procura optar siempre por las palabras, permanece muda. Pasa un largo espacio de tiempo. Cuando consigue recuperarse, le mira de reojo. Es una mirada tímida, insegura. No mueve el cuerpo; ni siquiera vuelve la cabeza. Cuando la memoria recupera las facciones, ve el contorno de un rostro que conoce bien. Es muy sencillo recobrar cada centímetro de piel. Tiene una expresión seria. ¿Triste? Se lo pregunta con cierta incredulidad. Antes, creía que sabía leer la expresión de su cara. Hoy le resulta difícil interpretar un gesto que mezcla la pena con la culpa, el deseo y muchos interrogantes. Le ha parecido percibir un brillo desconocido. Le observa de nuevo.

Ignacio está llorando. Hay muchas formas de hacerlo. Su llanto es silencioso. Inmóvil, la frente levantada, como si contemplara ese paisaje que ha sido su cómplice. Las lágrimas caen con lentitud. No hay prisa cuando se abren las ventanas de un viejo dolor. Nada lo empuja ni lo precipita. Viene de muy lejos, y se escapa por los poros con timidez. Olvidadas las prevenciones, Dana se desborda también. Se convierte en un río de agua salada, amarga. Todo lo que había borrado de su vida vuelve con una precisión difícil de comprender. «¿Dónde está el olvido?», se pregunta. La mano que reposaba, sujeta dentro de la otra, se mueve contra su voluntad. Le acaricia la mejilla húmeda, con un gesto imprevisible que tampoco entiende. Hay demasiadas sensaciones que le resultan difíciles de describir. Toca el rostro de Ignacio. Él le coge los dedos entre los suyos, como si quisiera retenerla. Hay momentos que tienen sabor a eternidad. No los elegimos, sino que aparecen como por ensalmo. Querríamos escapar, porque son una garantía de complicaciones. Quién sabe si lo único que importa es que duren, antes de que se conviertan en recuerdos. La respiración del hombre se pierde entre los cabellos de la mujer. Abrazarse quiere decir volver a los olores lejanos.

Los gestos surgen con una espontaneidad absoluta. No hay reflexiones previas, ni palabras que sirvan para analizarlos. Es el tiempo de la vida, que se impone a cualquier intento de racionalización. Es un aire que los empuja a acercarse. Se besan. Primero, lentamente. Después, con la furia de algo que se recupera cuando ya lo dábamos por perdido. La lengua de Ignacio abre los labios de Dana, le recorre la boca.

Ella le corresponde, ávida. Trémulas las pieles, se buscan. Las manos de él tienen la falta de destreza de un adolescente, inexperto en amores, cuando le desabrocha la camisa. Los pezones crecen entre sus dedos, como si desafiasen la lógica. Le acaricia la espalda desnuda, hasta las nalgas. La mujer que fue monta sobre él. El hombre que ha regresado guía sus movimientos. Un hilo de saliva se ha perdido por el cuello de Ignacio. El mundo es un verde lejano. El aliento ha enturbiado los cristales, difuminando la visión de cuanto los rodea. El entorno pierde nitidez, porque los cuerpos se imponen al paisaje.

Se aman en un coche, en mitad del campo. La propia desnudez se mezcla con la soledad del lugar. El resto del mundo no existe en ese instante. Después, vendrán las preguntas, lo que algunos denominan mala conciencia. Lo deben de intuir mientras hacen el amor. Tal vez ni lo piensan, porque hay presentes todopoderosos que anulan pasado y futuro. Dana quiere prolongar el placer. Ignacio controla los embates del amor para que éste dure. Piel contra piel. Un cuerpo a favor de otro cuerpo, cuando ambas respiraciones se juntan en una sola. ¿Puede haber encuentros que borren terribles desencuentros, el abandono y el dolor? Se dan cuenta de que es posible. El sentido del tacto tiene memoria. También la tienen la vista, el olfato, la capacidad de percibir los sabores. No dicen nada, pero se hablan. La conversación se hace fluida. Jurarían que no han pasado diez años. Son iguales que como eran antes de experimentar la metamorfosis que los ha convertido en otros. No se reconocían, ahora que los sentimientos habían ganado todos los terrenos: el de la memoria y el del olvido.

Lejos de allí, en el centro de la ciudad, un coche hace cola para entrar en un parking subterráneo. El hombre conduce con el aire adusto de quien está harto de las circunstancias en que vive. La mujer, que mantiene el cuerpo tenso, parece nerviosa. Los dos tienen aspecto de cansancio, como si fueran los participantes en una carrera de obstáculos que no lleva a ninguna parte. Así se sienten. Su vida se ha convertido en una discusión continua. Nunca han tenido una convivencia tranquila. Transformar los días en un combate de esgrima ha sido divertido, hasta que han surgido los problemas reales, los que no se pueden reducir a la categoría de anécdota porque no forman parte de lo cotidiano. No es una cuestión de gustos distintos a la hora de elegir una película o un restaurante. Ni siquiera de contraponer criterios al escoger el destino de las próximas vacaciones. Se trata de aprender a enfrentarse a lo inesperado.

Durante el trayecto, pese al caos circulatorio, no han parado de hablar. Con vehemencia, elevando el tono de voz, han acompañado cada palabra con una gesticulación exagerada. Mientras él intentaba contenerse y mantener las manos en el volante, la mujer hacía volar las suyas. Han trabajado hasta tarde. Como se levantan a horas distintas, no han coincidido por la mañana. No se han llamado a lo largo del día, porque se evitan sin saberlo. Lo habían acordado antes: él pasaría a recogerla al acabar el trabajo. No hacía falta, pues, decirse nada. Tienen suficientes dudas, reproches. La lentitud de la cola del parking no se impone a sus discusiones. Tienen que descender tres pisos por una pronunciada rampa:

– Bajamos al infierno -dice él, en un intento inútil de bromear.

– Yo vivo en un infierno -responde ella.

– No tienes motivos. Estoy cansado de repetírtelo. He llegado a creer que hablamos lenguajes diferentes.

– Es probable.

El aparcamiento no está muy iluminado. Espacios de oscuridad los rodean. Se sienten muy solos. Él se pregunta si hay algo peor que esa soledad compartida. Tienen la respiración entrecortada por la energía que han puesto en la conversación. Apagado el motor, callan. Están quietos en un agujero subterráneo que subraya el dolor, porque nada de fuera ayuda a distraerlos. De pronto, ella se quita la blusa y los pantalones. Lleva un sujetador negro, los cabellos muy cortos. Se le agarra con una urgencia en la que no hay ternura, pero sí una necesidad primitiva, deseo de posesión. El hombre reacciona con desconcierto. No tiene ganas de hacer el amor. No se le habría ocurrido ni la posibilidad de abrazarla. Hay momentos en que un cuerpo rechaza a otro cuerpo. Querría decírselo, pero no quiere continuar discutiendo. Tendría que soportar un gesto de reina ofendida que sería incapaz de resistir. La toma por la cintura, intentando controlar los movimientos. La mujer se mueve con rapidez. Actúa con precisión, directa al grano, sin preámbulos. Él intenta relajarse, hacer un paréntesis de aproximación física, cuando no sabe acercarse por otros caminos. Encajan los dos cuerpos con una habilidad que es el resultado de conocerse bien el uno al otro. Ella se mueve arriba y abajo con una contundencia que tiene un punto de rabia. No le dice que esa penetración casi forzada le duele, pero que también le causa placer. «Hay dolores mejores que otros», piensa con una ironía que no sabe evitar.

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