María Janer - Pasiones romanas

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En lugar de subir al avión que debe llevarlo de vuelta a su hogar, un hombre decide en el último momento desafiar al destino y emprender una travesía muy diferente. ¿Podrá recuperar en Roma a la mujer que dejó marchar años atrás? Ignacio no puede saber cuánto queda en Dana de la pasión que los arrebató y se truncó tan injustamente, pero prefiere el vértigo de esta decisión irreflexiva a la atonía en la que ha entrado su vida. Con esta inolvidable historia sobre la fascinación y el infortunio del amor, sobre los golpes ocultos del destino, María de la Pau Janer nos ofrece una magnífica novela, llena de sensualidad, de emociones y de personajes que alcanzan nuestra fibra más íntima.

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– Es imposible. Debe de ser una confusión.

– ¿Una confusión? -Matilde rompe el silencio, indignada-. Haz el favor de asumir la realidad. Si quieres que os dé un consejo, lo tengo muy claro: no salgas de casa en algunos días. No abras la puerta a nadie. Mientras tanto, que Gabriele arregle los papeles y los pasajes. Os vais una temporada al extranjero. Ya se cansará.

– ¿Has perdido la cabeza? -Dana no se lo puede creer-. ¿De qué quieres convencernos? Nuestra vida está en Roma. Aquí tenemos el trabajo, los amigos, la casa. ¿De qué tengo que escapar? El hombre de quien me hablas me hizo huir de mi mundo una vez. Lo abandoné todo y empecé de cero. Te aseguro que eso no se repetirá de nuevo.

– Tranquilízate. -Gabriele habla lentamente-. Matilde quiere protegerte. Lo hace como puede, pero se equivoca. No iremos a ninguna parte. Si ese hombre tiene algo que decir, tú sabrás si quieres escucharle.

– No me esconderé de nadie. Podéis estar seguros. Caminaré por las calles y haré la vida de siempre. Si es Ignacio, no le buscaré, pero tampoco pienso esconderme.

– ¿Todavía lo dudas? -exclama Matilde, que ha recuperado la energía.

De golpe, se levanta del sofá. Con el impulso, tira el vaso que había en la mesita. El agua con limón se derrama sobre la alfombra, pero ni se dan cuenta. La lámpara de pie se tambalea, como si vacilara ante la decisión de la mujer. Va hasta el balcón que da a la plaza. Está segura de sus movimientos. Hay también un punto de indignación ante la incredulidad de su amiga. ¿Cómo puede pensar que ha vivido todos esos días una historia de persecuciones imaginarias? Refugiada tras las cortinas, mira a la calle. Es un escrutinio lento, que no deja ningún rincón por revisar. Su rostro, congestionado por la fatiga, se concentra en la búsqueda. Los ojos recorren la piazza della Pigna, hasta que le encuentra. Cuando le ve, no hace ningún gesto de triunfo. A veces, constatar que teníamos razón no nos alegra. Se da cuenta de que habría preferido que fuera un malentendido, una fábula de los sentidos. El hombre de la pensión está allí de pie, apoyado en una farola. Tiene la actitud de quienes esperan, una paciencia infinita, y una sombra de victoria en el rostro. Ha visto luz en el piso, después de muchos días. Sabe que Dana vuelve a estar en Roma.

Matilde se vuelve hacia ellos, que están unos pasos más atrás y la observan, impresionados por su desazón. Con la mano, les hace una señal para que se acerquen. Las cortinas son un buen refugio para mirar. Detrás de la tela de seda, con los cuerpos de Matilde y de Gabriele haciéndole de escudo, Dana se asoma a la calle. No necesita recorrer la plaza.

Tiene la impresión de que Ignacio la llena por completo. Es el mismo hombre que le destrozó la vida hace diez años. Apoyado, con la mirada hacia su ventana, descubre la silueta. Reconoce el rostro.

Se producen cambios en las actitudes de los tres. El silencio de Dana no es incrédulo. Ha perdido el escepticismo que la redimía de tomar decisiones. Gabriele no reconoce al hombre con quien coincidió en el aeropuerto de Barcelona, pero experimenta una vaga sensación de familiaridad, circunstancia que le incomoda. Matilde está expectante. Como los otros dos no hablan, se decide a tomar la iniciativa:

– Podríamos llamar a la policía. Tengo pruebas de que me ha perseguido por todas partes.

– No seas absurda. -En la voz de Gabriele hay inquietud-. No haremos nada ni tú ni yo. Quien tiene que tomar una decisión es Dana.

– Sí, yo soy la que tiene que actuar. Esta vez no permitiré que nadie decida por mí.

– Recordad, hijos míos, que Dios propone y el hombre sólo dispone -se atreve a insinuar Matilde.

– ¿Qué quieres decir? -Dana la mira con una expresión decidida que le asusta.

– Quiero pedirte que vayas con cuidado.

Con un gesto enérgico, Dana abre las cortinas. No ha sido un impulso, sino un acto premeditado, consciente. Sabe que la habitación iluminada se ve desde la plaza. Da dos pasos y hace una señal al hombre de la calle. Es un gesto casi imperceptible, pero que el otro capta inmediatamente, porque no ha dejado de mirar a la ventana. Le dice sin hablar que la espere. Después, mira a Gabriele. Le besa los labios con suavidad. Es un beso leve, como si le hablara al oído. Aprieta la mano de la amiga, mientras susurra una sola palabra dirigida a ambos:

– Volveré.

Se viste con unos pantalones de lino y una camisa azul. Se pone un abrigo primaveral, de tela ligera, que se le mueve en torno al cuerpo, como si no quisiera envolverlo por completo. Lo ha cogido porque tiene frío. No es el abrigo que llevaba cuando llegó a Roma, que la acompañó por un itinerario de estaciones. Aquél estaba sucio de polvo y de tristeza; éste habla de una vida fácil. Coge el bolso y abre la puerta de la calle. Se vuelve antes de salir, y les sonríe. Querría decirles que los quiere, que no puede quedarse quieta, que tiene que hablar con el intruso no sabe muy bien de qué. No encuentra las palabras, y cierra la puerta. Gabriele no ha hecho ningún intento por retenerla. Con los puños cerrados y la mirada firme, observa cómo se marcha. No hay comentarios ni reproches. Escalera abajo, ella reflexiona sobre su circunstancia: la de hace unas horas, cuando volvía con Gabriele de Ferrara, la de este momento, en que el pasado ha irrumpido en la vida cotidiana. Todo ha sucedido muy de prisa, piensa, mientras se pregunta qué hacen los sentimientos. ¿Duermen o callan?

Sale por la puerta principal del edificio y se dirige hacia el hombre de la farola. Es Ignacio, que le sale al encuentro. Predomina una sensación de irrealidad. El mundo le parece surgido de un sueño. Como si una neblina opaca ocultara el sol cuando ya es mediodía. Hace el recorrido convencida de que habita un espacio imaginario. Se repite que no puede ser cierto. Los sentidos perciben su presencia; el corazón se niega a reconocerla. Cuesta describir un reencuentro después de diez años. Han pasado muchos días. Ha aprendido a vivir sin el hombre que consideraba imprescindible para poder respirar. Le mira a la cara, fijamente. El otro parece conmovido, pero no le importa. Constata que tiene arrugas alrededor de los ojos, que hay signos de fatiga en el rostro afilado. Los años le han robado jirones de la cara, como cuando la luna mengua. Están uno frente al otro. Dana se pregunta qué pueden decirse. Le observa sin hablar, hasta que le oye murmurar:

– Tenía un deseo inmenso de encontrarte. Tengo que contarte muchas cosas.

– Son unas explicaciones que llegan con un cierto retraso, ¿no crees? -La frase es un reproche, pero pronunciado con indiferencia, como si todo lo que viven no estuviera sucediendo realmente.

– Tienes que perdonarme.

– ¿Perdonarte? ¿Por qué? ¿Tengo que perdonarte que me juraras un amor eterno que duró pocos meses, que me mintieras mil veces, que eligieras entre los otros y yo, naturalmente a favor de ellos, que no tuvieses la dignidad de decírmelo a la cara, que me despacharas por teléfono, como se manda a rodar un asunto sin importancia que nos ha ocupado demasiado tiempo? ¿Es todo eso lo que tengo que perdonarte? ¿O todavía quieres que añada más cosas? -Hay un contraste terrible entre lo que dice y cómo lo dice. Las frases son hirientes, pero las pronuncia sin ninguna entonación, con una cadencia de letanía que va encadenando una palabra tras otra.

– Tendría que hacerte entender cómo he padecido, hasta qué punto he llegado a añorarte. Me pusieron entre la espada y la pared.

– Es tarde para las explicaciones. ¿Quieres que te perdone? Estás perdonado, ya puedes marcharte. Has dejado pasar demasiado tiempo para que algo tenga sentido. No lo tienen ni las explicaciones ni los perdones.

– No hablas con el corazón. No puedes haber cambiado tanto. Antes me habrías dado la oportunidad de hablar contigo.

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