María Janer - Pasiones romanas

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En lugar de subir al avión que debe llevarlo de vuelta a su hogar, un hombre decide en el último momento desafiar al destino y emprender una travesía muy diferente. ¿Podrá recuperar en Roma a la mujer que dejó marchar años atrás? Ignacio no puede saber cuánto queda en Dana de la pasión que los arrebató y se truncó tan injustamente, pero prefiere el vértigo de esta decisión irreflexiva a la atonía en la que ha entrado su vida. Con esta inolvidable historia sobre la fascinación y el infortunio del amor, sobre los golpes ocultos del destino, María de la Pau Janer nos ofrece una magnífica novela, llena de sensualidad, de emociones y de personajes que alcanzan nuestra fibra más íntima.

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En el piso de la piazza della Pigna, Dana se pone un pijama de seda y una bata. Es como si hubiera llegado la noche. En su rostro, la fatiga de la jornada, del regreso apresurado, del anuncio de la enfermedad. Está también el eco de los recuerdos. Anda a tientas por las habitaciones. Deja las maletas en el suelo sin deshacerlas, saca fruta del frigorífico, se sienta en el sofá. Gabriele observa sus movimientos sin decir nada. Está de pie, junto al balcón. La quietud es absoluta, aunque sea mediodía. Algún peatón de vez en cuando, poco tráfico de vehículos. Respira hondo, y busca la fuerza que debe de haber en algún lugar de su interior, esa a la que llaman coraje. Le hace gracia la palabra. Cuando todo era fácil, resultaba sencillo ser valiente. El gallito del corral, el hijo de los Piletti de Roma. Está muerto de miedo, lo reconoce. Se lo tiene que decir. Se repite que tiene que contárselo. Cuando abre los labios, dispuesto a pronunciar una frase aparentemente muy sencilla: «Ignacio está en Roma», suena el timbre de la puerta.

XXVIII

Gabriele y Dana se miran. No se miran del mismo modo. Ella ha levantado los ojos con un gesto de sorpresa. Es una sorpresa insignificante, que no altera la expresión de su rostro. Se pregunta: «¿Quién debe de ser?, cuando no esperábamos a nadie.» Es una sensación de extrañeza e inoportunidad. Da pereza, después de una mañana llena de emociones, que alguien entre en tu espacio, que hable y te perturbe el reposo. Él ha abierto los ojos con un gesto de estupor. Petrificado, sabe que ha llegado el momento de encontrarse con Ignacio. Es increíble: todos esos días imaginándose el encuentro, y ahora se siente como si le cogiera por sorpresa. No podría decirse que fuera algo inesperado, pero lo vive absolutamente aturdido. La estupefacción se asemeja al ridículo. Hay vínculos que acercan ambas sensaciones. La forma de encajar los músculos de la cara es muy parecida. Los movimientos se vuelven lentos. Está también el deseo de esconderse en un lugar recóndito, donde seamos capaces de digerir la vida.

Dana hace el gesto de levantarse para ir a abrir. En ese momento, Gabriele reacciona. Con rapidez, le intercepta el paso. Lo hace de una forma pretendidamente natural que resulta forzada. Avanza el cuerpo y camina hacia el pasillo. Ella no se da cuenta. No sabe si volver al sofá o seguirle hasta la puerta. Se decide por la segunda opción, aun cuando él insiste en decirle que no hace falta que se mueva, que debe de estar agotada. Las palabras actúan como acicate de la voluntad de la mujer. Piensa que quien está cansado de verdad es él, que es su abuelo quien se muere, que ella no puede quedarse en el salón. Hay frases pronunciadas con intención que consiguen el efecto contrario de lo que pretendían. Gabriele habría querido que ella no estuviera en el momento de abrir. Dana está convencida de que es un detalle por su parte acompañarle a recibir a quien sea. El estado de ánimo de Gabriele no está para cortesías. «Menos mal -se dice- que está dispuesta a no moverse de mi lado.» Con ternura, le coge la mano; la nota húmeda, y se pregunta si tendrá fiebre.

Una figura que les cuesta reconocer. Respira con dificultad, a consecuencia de la rapidez con que ha culminado el trayecto desde la plaza hasta el piso. Da la impresión de que está agotada, sin aire en los pulmones. El cuerpo le tiembla, las piernas le flaquean. Si hubiera visto al demonio, su expresión no sería distinta. Es una Matilde que tiene poco que ver con la amiga que quieren. El maquillaje se le ha corrido por la cara, transformándosela en una máscara grotesca. Intenta hablar, pero no le salen las palabras. Aliviado, Gabriele la abraza con un afecto quizá excesivo. Dana la acompaña al sofá y le sirve un vaso de agua con unas gotas de limón para que recupere el aliento. Se le va regularizando la respiración. Mira al hombre que todavía tiene un brazo alrededor de sus hombros y exclama:

– ¡Te dije que no teníais que regresar de Ferrara! ¿Por qué no me has hecho caso?

– ¿Que le dijiste qué? -pregunta Dana sin entender lo que pasa.

– Mi abuelo se está muriendo. ¿No lo puedes entender? Además, no tenemos por qué huir. Lo he pensado, y lo mejor es enfrentarse a las situaciones.

– ¿También a los fantasmas o a los hijos de puta que llegan como si no hubiera pasado nada, dispuestos a destruir la vida de los demás? -Matilde parece poseída por la furia.

– ¿Queréis hacer el favor de decirme de qué estáis hablando? Hacéis que me sienta como una auténtica estúpida. -Dana se esfuerza por no perder la calma-. Decidme por qué teníamos que quedarnos en Ferrara. Aclaradme a qué tenemos que enfrentarnos.

Los dos responden a la vez:

– Quiero lo mejor para vosotros. Te puedo asegurar que es un mal hombre. Hace años que lo descubrí -dice Matilde.

– Es muy sencillo. Discúlpame por no habértelo dicho antes. Te aseguro que pensaba hacerlo, pero los acontecimientos se han precipitado. Hay alguien en Roma que te busca -dice Gabriele.

– ¿A mí?

– No lo digas así -salta Matilde-. Hay alguien que te persigue, querida. Antes se ha dedicado a seguirme a mí. Quería encontrar pistas tuyas y me ha utilizado. He sido su cebo. ¡Pobre de mí! Estaba convencida de que se marcharía, que había conseguido despistarle, pero me acosa. Puedo intuir su sombra en la esquina de una calle. Le veo sentado en un banco de cualquier plaza. Se aloja en la pensión, y me acecha por los rincones. Quiere adivinar en mi cara dónde puede encontrarte. No se lo he dicho. Os lo puedo jurar. A veces, tengo la sensación de que se multiplica.

– Me haréis enloquecer. -Dana no está dispuesta a prolongar la duda-. ¿De quién habláis?

– De Ignacio. -La voz de Gabriele no tiembla a la hora de decir la verdad-. Ha venido a verte después de diez años.

Los tres callan. Se miran, pero no dicen nada. Sienten una mezcla demasiado contradictoria de sentimientos como para poder expresarlos con palabras. Las palabras ordenan las ideas, pero no nos sirven de nada cuando hemos recibido un estremecimiento emocional y la vida se nos convierte en un caos. Podríamos refugiarnos en un balbuceo que nos haría sentir absurdos. Sería posible intentar repetir algunos tópicos, expresiones que no significan nada, pero que nos acompañan. Se dicen para que notemos la presencia de alguien a nuestro lado. Son bienintencionadas, pero a menudo nos estorban. Interceptan los pensamientos que se persiguen, que se superponen, en un curioso juego de desequilibrios. Matilde se queda muda, porque vuelve a vencerla el agotamiento. Está viviendo una historia que no le corresponde, pero que siente como propia. Nadie, si ella puede evitarlo, hará daño a Dana. Sentirse perseguida no es agradable. Saber los motivos de la persecución todavía lo ha sido menos. Intuir que somos el hilo que conducirá al adversario hacia el tesoro que queremos ocultarle puede ser una dura experiencia. Los mira con los ojos llorosos, mientras espera una reacción que no llega. Gabriele vive una mezcla de alivio, de impotencia y de rabia que se esfuerza por controlar. Le gusta que ya no haya secretos. Cuando le negaba la información, tenía la certeza de estar robándole algo a la mujer que ama. Querría que se produjera un milagro que sabe imposible, que la escena fuese una pesadilla. Sabe que tiene que actuar como un hombre civilizado, pero siente el impulso de matar a Ignacio. Finalmente se impondrán las formas, el espíritu refinado, la bondad, aunque la batalla sea dura.

Dana no es capaz de reaccionar. Repite la frase sólo para sí: «Ignacio está en Roma.» No siente frío ni calor, alegría ni tristeza. Constatar su proximidad no le despierta emociones. No es una cuestión de indiferencia. No significa que el hombre a quien amó más que a su propia vida no represente nada para ella. Los años le han ido arrinconando en un olvido que la salvaba, pero no le han convertido en anodino como motas de polvo. Su reacción significa que la sorpresa es profunda, que nunca podría haberlo imaginado. No logra encajarlo en Roma, la ciudad que eligió para escapar. Se pregunta si tendría que sentirse indignada por una intromisión que no desea. Ni rabia ni ganas de verle. Siente el alma robotizada. Se halla en un estado cercano a la estupidez. Es incapaz de reconocerse en una actitud tan pasiva. Querría contárselo a Gabriele y a Matilde, que están sufriendo, pero no sabe cómo hacerlo. ¿Dónde está la fluidez de las palabras con las que se entretenía en dibujar la existencia? Se han secado como un río, en el que no quedan restos de vida. En el fondo, no se lo cree. Tiene el convencimiento de que es mentira. No duda de las palabras de los otros, pero está convencida de que debe de ser un error. Hay gente que se parece a otra gente. Conoce historias de personas que se han hecho pasar por alguien. Han usurpado su personalidad, empujadas por motivos secretos. Se producen coincidencias insólitas porque el azar juega con nuestras vidas. Pensarlo la hace sentirse mejor. Respira, mientras pretende sonreír, aunque el intento se transforme en una mueca. Intenta tranquilizarlos:

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