María Janer - Pasiones romanas

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En lugar de subir al avión que debe llevarlo de vuelta a su hogar, un hombre decide en el último momento desafiar al destino y emprender una travesía muy diferente. ¿Podrá recuperar en Roma a la mujer que dejó marchar años atrás? Ignacio no puede saber cuánto queda en Dana de la pasión que los arrebató y se truncó tan injustamente, pero prefiere el vértigo de esta decisión irreflexiva a la atonía en la que ha entrado su vida. Con esta inolvidable historia sobre la fascinación y el infortunio del amor, sobre los golpes ocultos del destino, María de la Pau Janer nos ofrece una magnífica novela, llena de sensualidad, de emociones y de personajes que alcanzan nuestra fibra más íntima.

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Desde donde se encuentra, contempla a Gabriele, que regresa. En otras circunstancias, habría sido capaz de adivinar el resultado de la búsqueda. Observa su forma de andar, la inclinación de la espalda, pero no se atreve a pronunciarse. Él tiene una actitud que la despista. No parece especialmente eufórico, ni tampoco demasiado decepcionado. Acostumbrada a verle exteriorizar los sentimientos, se extraña. Le pregunta:

– ¿Cómo ha ido? ¿Puede ser una obra de Tura?

– No sabría decirlo.

– Tienes que hacerla analizar por expertos.

– No me parece un cuadro de Tura. Ni siquiera de la escuela ferraresa. Creo que me he equivocado. Hemos perseguido una pista falsa.

– Lo siento mucho, pero no tienes que entristecerte. -Intenta bromear-. El mundo está lleno de magníficas obras de arte que están esperándote.

– En realidad, sólo me interesa que me esperes tú.

– Estás cansado. Mira, lo he estado pensando. Podríamos quedarnos todavía algunos días más. No tenemos que dejar Ferrara con la sensación de que has vivido un fracaso.

El rostro de él se ilumina.

– Nada me haría más feliz.

En ese momento, suena el móvil de Gabriele. Es una llamada de Roma: el abuelo está muy enfermo. Piensa en el hombre que le ha querido más que a su propio hijo. Recuerda el rostro demacrado, sólo piel cubriéndole el cráneo. Evoca sus palabras cuando le contaba que el arte nos salva de una vida vulgar. Le debe el ser quien es. Su amor incondicional le ha abierto las puertas del mundo, pero, sobre todo, le ha hecho sentirse un hombre querido, seguro. Tiene que agradecerle tantas cosas que se entristece cuando piensa que está a punto de perderle. Es un hombre mayor, que anda con dificultad, pero que tiene la mente clara, el espíritu lúcido. La vejez no ha podido vencerle. Ni siquiera la muerte. «La muerte no se lleva al abuelo -piensa Gabriele-, sino que es él quien ha decidido morirse.»

Durante el camino de vuelta, Dana recuerda a Fedele Magrino, burlado por el hombre a quien dio los mejores regalos de la tierra. Chiozzino intentó despistarle. Corrió hacia la iglesia de Santo Domingo, donde sabía que podía refugiarse. El demonio le persiguió, desesperado. Intentaba detenerle, recordarle el viejo pacto. Con la misma intensidad, la mano de Gabriele coge su brazo, mientras regresan para acompañar al abuelo en el último viaje. Fedele casi lo consiguió. Llegó a tocar la espalda del fugitivo, cuando éste entraba en terreno sagrado. El diablo no tiene nada que hacer en los territorios de Cristo y tuvo que marcharse, vencido. En el suelo, imborrable, dejó la marca de un macho cabrío. Los dedos de Gabriele le han dejado una señal en el brazo. El tiempo hará que desaparezca, pero ella recordará siempre el tacto, la presión insistente.

XXVII

Llegan a Roma cuando nace el alba. Es una luz triste. Hay desolación en el ambiente, porque siempre miramos el mundo desde nuestro estado de ánimo. La realidad exterior no nos cambia el paisaje del corazón. La ciudad aparece desdibujada. Todo es tenue. Dicen que las sensaciones se contagian. Cuando alguien a quien amamos sufre, podemos percibir su rastro. Experimentar su dolor, convertido en propio. No sabemos si lo deseábamos así, pero no hemos podido evitarlo. La pena, como un jersey del otro que hemos encontrado en el cajón del armario, ocupa un espacio entre las cosas que nos pertenecen. Gabriele no ha hablado mucho durante el trayecto. Ha pronunciado las frases justas para no parecer descortés. Ha adivinado su tristeza. El hombre seguro se ha convertido en un niño huérfano. Hay metamorfosis difíciles de creer. Se producen con una facilidad prodigiosa, cuando menos las esperábamos. Acostumbrarnos es un proceso que no se completa en unos kilómetros de viaje, por muchos que sean. De reojo, puede percibir el ademán serio, un rictus de pena en sus labios. Intuir la muerte produce efectos curiosos: desencaja las facciones, cambia la tonalidad de la piel, disminuye el dominio de los movimientos. Intenta hacerlo hablar:

– Se recuperará. Es un hombre fuerte.

– No. Sé que tiene una fortaleza inusual para su edad. Pero le conozco bien: ha decidido morirse.

– ¿Cómo puedes decir esas cosas? Las personas no deciden cuándo se tienen que morir. Ni siquiera alguien tan poderoso como él. ¿Quieres que piense que le tienes tan mitificado como para llegar a creerlo?

– No se trata de mitificaciones. Comprendo que te sorprenda lo que digo. El abuelo hace tiempo que está enfermo. Todos lo sabíamos, y los médicos nos anunciaron que no había nada que hacer. Decían que tan sólo teníamos que esperar a que le llegara la hora. No nos los creímos nunca, precisamente porque le conocemos. Como es un luchador, ha intentado combatir la enfermedad, hasta que ha considerado que era suficiente. Es una cuestión de dignidad. Sabe retirarse antes de la derrota definitiva.

– Me cuesta entenderlo. En apariencia, hacía una vida absolutamente normal.

– Claro. No ha querido renunciar a sus pequeños placeres, hasta que se ha dado cuenta de que ya no le producían la misma satisfacción.

– Continuaba visitando las tiendas, hablaba con los encargados. Se interesaba por las piezas que acababas de adquirir.

– No quería controlar nada. Puedes creerme: confiaba plenamente en mí. Pero era incapaz de pasar de largo ante una nueva adquisición. La curiosidad vencía el dolor. Hay personas que nos dejan una herencia especial, increíble. Lo he pensado, durante el viaje. No me refiero a bienes materiales, sino a las sensaciones que han sabido transmitirnos toda la vida. Como son generosas, no permiten que la muerte se las lleve consigo. Constituyen el legado que pervivirá en nosotros. Nunca olvidaré al abuelo, porque su entusiasmo por la belleza continuará en mí. También la mezcla de placer y dolor que experimentamos ante un cuadro, una escultura, un grabado, piezas que nos hacen creer que el ser humano no puede ser miserable. Si es capaz de crear objetos tan bellos, tiene que llevar bienes divinos en algún rincón del corazón. Eso nos diferencia de los animales: no sólo la capacidad de crear belleza, sino también la de percibirla. Tenemos el privilegio de experimentar la emoción. Quien no se conmueve con el arte es una criatura débil, un ser insignificante.

– Me gusta escucharte.

– A mí me encanta hablarte. Hace poco, me dijo que quiere ser enterrado en la cripta familiar. Nada de crematorios ni cenizas, insistió. Y a mí me pareció bien.

– ¿En serio? Dicen que es mucho más higiénico que te quemen.

– No nos hace falta la higiene a la hora de la muerte. Es un derecho que tenemos desde que existimos: poder volver a la tierra, conseguir que nuestro cuerpo se confunda con ella, despacio, hasta que sólo seamos un poco de polvo donde crece la hierba, quién sabe si un árbol. En cualquier caso, una nueva vida. Las cenizas, en cambio, siempre son el anuncio de un final definitivo.

Se dirigen a la via della Lupa. La casa tiene la fachada de piedra gabina. Su origen volcánico da al edificio un tono grisáceo, sobre el que destaca la superposición de una pintura ocre, casi dorada en las primeras horas de la mañana. Al comienzo de la calle, hay una baldosa de cerámica con la imagen de una Madonna. Hace una ligera brisa, que no es signo de bienestar, sino presagio de tempestades. Lo piensa Dana, que no puede evitar estremecerse, al atravesar la puerta del pequeño palacio. Querían quedarse unos días más en Ferrara, pero la noticia ha precipitado el regreso. Sin saber la causa, intuye que Gabriele ha vuelto en contra de sus deseos. Se imagina que no quiere enfrentarse a la dureza de la pérdida, pero hay algo más que desconoce. Puede notarlo en el ambiente, en sus ojos. Roma, que siempre fue hospitalaria, los recibe con hostilidad.

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