María Janer - Pasiones romanas

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En lugar de subir al avión que debe llevarlo de vuelta a su hogar, un hombre decide en el último momento desafiar al destino y emprender una travesía muy diferente. ¿Podrá recuperar en Roma a la mujer que dejó marchar años atrás? Ignacio no puede saber cuánto queda en Dana de la pasión que los arrebató y se truncó tan injustamente, pero prefiere el vértigo de esta decisión irreflexiva a la atonía en la que ha entrado su vida. Con esta inolvidable historia sobre la fascinación y el infortunio del amor, sobre los golpes ocultos del destino, María de la Pau Janer nos ofrece una magnífica novela, llena de sensualidad, de emociones y de personajes que alcanzan nuestra fibra más íntima.

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– ¡Pobre hombre! -murmura Dana-. ¿No habría sido suficiente con hacerle jurar que nunca descubriría el escondrijo?

– Hay secretos que no se pueden decir. Revelarlos supondría un peligro. -Gabriele tiene un aspecto serio.

– ¿De qué hablas, amor mío? Me refería a una simple leyenda.

– Claro. Yo también.

Están en el comedor del jardín del hotel. Es un lugar alegre, con el suelo cubierto de césped. Hay macetas con geranios rosados y petunias casi rojas. Debajo de las sombrillas blancas se distribuyen las mesas. El ambiente es de una placidez que calma las desazones. Dana está contenta de haberse decidido a acompañarle. Le gustan los salones de ese palacete convertido en hotel. Los techos son de madera, ricos, ampulosos, las cortinas de telas pesadas, pero el aire juega con la luz de la mañana. Cada una de las habitaciones tiene el nombre de una flor: la suya se llama campanile. Está decorada con una profusión de azul celeste y muebles con encanto. La llave de la puerta es una enorme llave de hierro, que casi parece una espada en la mano de Dana.

Hace meses que Gabriele ha programado ese viaje. Durante mucho tiempo, ha seguido la pista de un cuadro. Sus contactos han tenido que moverse por muchos lugares de Italia, en una búsqueda que a menudo parecía condenada al fracaso. Hay piezas de arte que son como tesoros ocultos en un rincón de la tierra. Pasan los siglos y nadie perturba su calma. En algún momento, ha llegado a creer que no lo lograría. Como es un hombre perseverante, no ha dejado ningún cabo suelto. Las investigaciones le han llevado hasta Ferrara, a un palacio privado, la casa de Pandolfo Ariosto. Está en la via del Carbone, número 15. Allí, quizá se encuentra un cuadro de la escuela de Cosme Tura, un pintor del siglo XV, cuya obra se ha perdido casi en su totalidad. En la catedral, hay un órgano policromado con unas bellas representaciones de san Jorge y la princesa, y también de la anunciación pintadas por él. En la pinacoteca de la ciudad se conservan dos paneles redondos que debieron de formar parte de una obra más amplia. Representan los últimos días de la vida de san Maurelio. En la National Gallery de Londres hay dos pinturas de Tura, el altar Roverella y La Primavera. El resto no existe, se ha fundido en el aire, ha desaparecido. Si el cuadro que él busca pertenece a la escuela ferraresa, sería un gran éxito conseguirlo. En algún instante de locura, cuando los sueños adquieren alas, Gabriele ha ido más lejos: tal vez la pintura de la que tiene noticias, probablemente una Virgen María con el niño en brazos, sea del mismo Tura. Habría hecho un hallazgo de un valor artístico incalculable. Imaginarlo le hace estremecer de emoción, porque despierta esa curiosidad por la belleza que constituye su vida.

Faltan pocos días para la cita de Gabriele en la casa de Pandolfo Ariosto. No la espera con impaciencia. La vida juega con nosotros y altera el orden de nuestras prioridades. En la agenda, había puesto un círculo rojo en la fecha del encuentro. Pensaba en el momento de ver el cuadro, calculaba las palabras que tenía que decir a sus propietarios; palabras prudentes y mesuradas a la vez, expresiones que no desvelaran el afán de saber, las sospechas que guardaba celosamente, sin osar formularlas en voz alta. Desde que han llegado, querría que el tiempo se detuviera. Lo único que le importa son los paseos por el camino que recorre las murallas de la ciudad. Hay chopos de hojas muy verdes, donde la impaciencia se calma y los miedos desaparecen. Sin desearlo, quién sabe si empujado por el temor a perderla, Gabriele actúa como si el mundo se acabara en Ferrara. El encanto de su actitud y de su sonrisa, las palabras amables que sedujeron a Dana vuelven con más fuerza. Ella se siente feliz. Alejados los fantasmas que despertó Antonia, se mueve en un terreno seguro, en llanuras gratas donde todo acontece con una suavidad de terciopelo.

Caminan despacio, las manos enlazadas. Se sientan en uno de los bancos que hay a lo largo del paseo. Parejas en bicicleta pasan por su lado. Ella apoya la cabeza sobre las rodillas de Gabriele. Es una situación que ha repetido muchas veces, que le gusta recuperar. Los dedos de él se pierden entre los rizos que le caen sobre el rostro. En Ferrara no hay montañas. Aunque miren a lo lejos, no encontrarán ninguna cordillera. Pueden intuirse los montes Euganeos, donde vivió Petrarca. Como el poeta que bendecía el año, el mes, el día y la hora en que conoció a Laura, también Gabriele agradece el momento que la encontró. Todas las mañanas, al despertar, pide a los dioses que esté a su lado. Cuando ella se despierta, le descubre mirándola.

Todas las tardes, cuando vuelven al hotel, pasan por la via Borso. Gabriele conduce hasta el cementerio, donde hay algunos puestos de venta de flores; le compra a Dana una rosa roja. Lucrecia Borgia fue enterrada en el monasterio del Corpus Domini, pero no se sabe exactamente dónde reposa. Los muertos que tuvieron una vida de excesos nunca descansan en paz; añoran demasiado lo que han perdido. La gente cuenta que hubo un incendio. Las llamas devastaron el monasterio. Todo quedó destruido. Tuvieron que cambiar la disposición de las tumbas. Desde entonces, nadie sabe dónde están los despojos de Lucrecia. En la piazza Savonarola hay una escultura del monje que murió quemado. Cerca, se encuentran cafés y pastelerías. Se sientan. Hablan de pequeñas historias que les gusta compartir. Comen pampepati, pasteles hechos de harina, almendras y miel, rellenos de fruta confitada y cubiertos de chocolate.

Hay amores que hemos incorporado a nuestra existencia. Nos son imprescindibles, como el aire que respiramos o el agua que bebemos. No queremos que nada los amenace. Gabriele se pregunta qué haría sin el aire. Dana le es tan elemental como el aire que respira para poder seguir vivo. Se pregunta cómo sería su existencia sin los creadores que le enseñaron a valorar desde que era un niño. Ella es la belleza del arte que se mueve, que ríe, que habla. La abraza sobre el puente del castillo, desde donde se ve la iglesia de San Giuliano. Vuelve a abrazarla en la plaza porticada del mercado, que da a la via Garibaldi, junto a la catedral que es de mármol blanco y rosa. El mármol rosáceo traído de Verona llena de luz el edificio, les ilumina los cuerpos cuando se buscan. Es grato encontrar el olor conocido, sentirla próxima. En el barrio judío, las casas son altas. Como era un espacio condenado a no crecer, los edificios se elevaban hacia el cielo. Hay algunos que pertenecen todavía a judíos y se los alquilan a estudiantes. Querría proponerle que se instalasen en una de esas casas, en Ferrara. Pasar allí los días, muy lejos de Roma.

Hay una vida tranquila, hecha de momentos que van encadenándose. Transcurre con la convicción de que las emociones encuentran la respuesta de otras emociones. Hay una vida desasosegada, donde todo se pone en duda. La primera nos evoca ese tiempo dorado, cuando creíamos que nunca nos moriríamos. La segunda nos descubre que la muerte está detrás de la esquina. La muerte significa la desaparición, el olvido o la pérdida. Gabriele habría dado la vida por no perder a Dana. Hay frases que suenan a tópico, que se dicen para quedar bien. Hay otras que ocultan la verdad más secreta. Ella le pregunta:

– ¿Podré acompañarte a tu cita?

– Discúlpame, amor, ¿qué decías? Estaba distraído.

– Me gustaría acompañarte a ver el cuadro, compartir contigo el momento de saber si es una obra de Tura.

– ¿El cuadro? No lo creerás, pero ya no me parece tan importante.

– Hace meses que hablas de él. ¿Qué te pasa? ¿Dónde está el hombre apasionado por el arte a punto de alcanzar la obra que tanto ha perseguido?

– Es verdad… Es una pieza que he buscado como en un juego. Claro que me haría feliz. Por cierto, ¿qué te parece si prolongamos unos días nuestra estancia en este rincón del paraíso?

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