María Janer - Pasiones romanas

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En lugar de subir al avión que debe llevarlo de vuelta a su hogar, un hombre decide en el último momento desafiar al destino y emprender una travesía muy diferente. ¿Podrá recuperar en Roma a la mujer que dejó marchar años atrás? Ignacio no puede saber cuánto queda en Dana de la pasión que los arrebató y se truncó tan injustamente, pero prefiere el vértigo de esta decisión irreflexiva a la atonía en la que ha entrado su vida. Con esta inolvidable historia sobre la fascinación y el infortunio del amor, sobre los golpes ocultos del destino, María de la Pau Janer nos ofrece una magnífica novela, llena de sensualidad, de emociones y de personajes que alcanzan nuestra fibra más íntima.

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– ¿Estás segura? -Había un tono de ilusión incontrolable en la voz.

– Sí. -La respuesta fue contundente.

Al día siguiente, el hombre redujo las salidas. Olvidó el recorrido por el mercado y el aire del jardín en donde se sentaba todas las tardes. Cogió una silla y la colocó junto a la butaca de su mujer. Se sentaron ambos con la mirada puesta en la hija. Apenas hablaban, y continuó la vigilancia, esperando que sucediera un milagro. Volvió a repetirse la escena: la mano izquierda de Mónica se movió. Lo vieron perfectamente. No había posibilidad de error. Cada cual reaccionó de una forma distinta: su madre con una alegría silenciosa, su padre con una expresión de sorpresa casi absurda. Se miraron, y ella se limitó a decirle:

– ¿Lo ves?

Él asintió con la cabeza.

Lentamente, los movimientos se fueron haciendo más frecuentes. Mónica movía la mano con una contundencia que no dejaba lugar a dudas. Empezó a agitar los dedos. Los médicos les dijeron que era un síntoma positivo, pero que debían contener el entusiasmo. Se trataba de gestos automáticos, involuntarios; no era consciente, aunque los padres quisieran creer que regresaba al mundo. El rostro se mantenía con la misma inexpresividad a la que habían aprendido a acostumbrarse. La recuperación de los movimientos duró algún tiempo. Los primeros fueron espontáneos. Pronto respondieron al estímulo de los médicos: si le pinchaban un pie, reaccionaba moviéndolo. Ya no era la criatura inerte que se diferenciaba de los muertos porque respiraba. Aquel cuerpo inanimado, que nunca se movía, presentaba indicios de vida. Eran muy sutiles, pero los padres se sentían satisfechos. No abandonaron su lugar de vigilancia. De vez en cuando, la madre murmuraba:

– ¿Ves como no estaba muerta? Si ya lo decíamos nosotros…

Con el tono de una letanía, él le contestaba:

– ¡Por supuesto que lo decíamos!

Mónica movió los labios. Parecía una tímida sonrisa. Los padres la observaban con una emoción contenida. Serían los únicos testigos:

– Ha sonreído -dijo su madre.

– ¿A nosotros? -preguntó él, con una alegría pueril.

– Sí. Creo que sí.

– Se lo tenemos que decir a los médicos.

– Se lo diremos mañana, cuando pasen a verla. Ahora tenemos que hacer otra cosa. Deberíamos haberlo pensado antes.

– ¿Qué tenemos que hacer, mujer?

– Hablarle mucho. Hemos estado demasiado tiempo callados. ¿No recuerdas cómo le gustaban las palabras? Ellas nos la devolverán.

Se miraron con una complicidad infinita. Pensaron que se les había contagiado la sonrisa de Mónica. Acercaron las sillas hasta la cabecera de la cama. Ninguno de los dos sabía cómo tenía que empezar. Era gente parca en palabras, demasiado acostumbrada al silencio. Su madre hizo un esfuerzo por recuperar fragmentos de los cuentos que le contaba cuando era una niña. Tuvo que concentrarse, porque casi los había olvidado.

Los relatos surgieron confusos, con una mezcla mágica de personajes y de historias. La Mónica de antes se habría reído a carcajadas si hubiera visto sus esfuerzos para despertarla. La mujer empezó a hablar con inseguridad, pero la entonación fue haciéndose firme. Pronunciaba las frases en voz baja, vacilante, llena de ternura. Le decía que había una vez un príncipe que cabalgaba en un caballo blanco, princesas que se parecían a ella, brujas amables y lobos tristes porque habían perdido los dientes. Le dibujaba un paisaje de palacios maravillosos, de extensos bosques, de hombres diminutos, de mercados en los que se vendían pedazos del arco iris. Le contaba que en un lugar, oculto entre las montañas, había un tesoro, que las hadas volaban entre el polvillo del aire, que había flores que se podían comer porque dejaban en la boca un sabor a limón o a canela.

Pensaba que ella reconocía su voz, que se mostraba satisfecha cuando le hablaba. Pasó tiempo hasta que entreabrió los párpados. A su madre se le quebró una frase y no pudo acabarla. Se sintió contenta y desolada a la vez. ¿Cómo podría describirlo? La mirada que adivinó era mortecina. No tenía nada que ver con la vivacidad del pasado, con la imagen que guardaba en el corazón. Continuó el relato, porque sabía que no le gustaban las historias inacabadas. Luego se lo contó a sn marido y a los médicos. Pocos días después, Mónica emitió algunos sonidos guturales. No eran palabras, sino intentos para expresar palabras; tentativas que no tenían éxito, que le recordaban a una niña que todavía no ha aprendido a hablar. Tenía la impresión de que quería imitar sus frases.

La trasladaron a un hospital de rehabilitación. Allí estuvieron más de dos años, porque los avances eran lentos. El padre se acostumbró a ir y venir, porque no podían abandonar la casa ni a los animales a merced de la buena voluntad de los vecinos. Tenía que cultivar la huerta. La madre continuó instalada en una butaca, observando las evoluciones de su hija. Tuvo que aprender a andar. Todos los días hacía ejercicios en dos barras fijas, entre las que había una cinta que la ayudaba a dar los pasos. Aparecieron las primeras palabras, y el rostro macilento de aquella mujer se iluminó. Una logopeda trabajaba el habla. Cuando la oía decir «madre», se imaginaba que era pequeña y la llamaba balbuciente. Había vuelto a la vida con la memoria malograda.

No sabía cómo se llamaba. No recordaba dónde había nacido. Ni siquiera el nombre de sus padres. Se lo tuvieron que enseñar. A veces, pronunciaba alguna palabra incomprensible. Inesperadamente, cuando le dijeron que lo que llevaba en los pies eran unos zapatos, preguntó:

– ¿De cristal?

Nadie le respondió, porque no sabían lo que quería decir. Recuperaba el nombre de algún poeta. Era un extraño prodigio. No sabía en qué escuela había estudiado, pero murmuraba «Espriu» o «Leopardi». Eran los restos que quedaban en su cerebro del amor por la poesía. A su madre le extrañaba que nunca recitara ningún verso.

La ayudaban sin éxito a adentrarse en el pozo de la memoria. Era una tarea complicada, porque había muchos espacios oscuros. Les dijeron que tenían que reeducarla.

«Como si volviera a la escuela», se dijo la madre a sí misma. Costaba entenderlo y aceptarlo, pero continuaba junto a su hija. Celebraba cada uno de sus pequeños triunfos. Una mañana, sin motivo alguno, Mónica pronunció el nombre del pueblo. Entonces, ella le describió un paisaje de montañas verdes y cielos azules. Su padre disimuló el llanto cuando se lo contó por teléfono. Tenían la sensación de que la vida de su hija se había roto. En aquel edificio, intentaban curarle las llagas, cauterizarle las heridas, los desgarros. Parecía un animalito satisfecho. Comía y bebía con moderación. Hacía los ejercicios sin plantear preguntas. Murmuraba una palabra cualquiera como si fuera un descubrimiento inaudito. Decía otra que ignoraban a qué hacía referencia.

Habitaba un mundo pequeño donde sólo contaba el presente. El pasado era una entelequia. Hacía falta recuperar algunos episodios, reconstruir aprendizajes, encontrar habilidades perdidas, poblar la desmemoria. Lo decían los demás, porque ella no manifestó nunca ninguna prisa. Ni tampoco demasiadas emociones. Su mundo afectivo se había reducido a las personas que la rodeaban. Ninguna figura del pasado aparecía para enturbiar su plácida vida.

Después de dos años, tres meses y veintiocho días en el hospital, con una existencia monótona, casi de clausura, en la que cada jornada era idéntica a la anterior, le dijeron que podía salir los fines de semana. Se iniciaba una etapa nueva de contacto con la realidad, de aproximación a los lugares conocidos. Los padres recibieron la noticia con euforia. Mónica no compartió su entusiasmo, ni experimentó demasiadas ganas de volver al pueblo. Vivía los hechos sin involucrarse, como si mirara los acontecimientos desde lejos. Todo en ella era lento, pausado, porque regresaba de un lugar remoto. Los impulsos y el entusiasmo habían ido hundiéndose en el mar hasta la nada. Tenía poco que ver con la criatura inquieta que había sido. Llegaron una mañana de lluvia. Los tejados de las casas hacían pendiente, y el agua formaba burbujas al caer. Observarlo la hizo sonreír. Desde lejos, vieron el campanario de la iglesia, la plaza, las calles. Su madre esperaba alguna reacción, preguntándose si reconocería los lugares en donde había crecido, pero su rostro permanecía inmutable. Con los ojos semicerrados, como si luchara por recomponer las piezas de un rompecabezas, parecía hacer un esfuerzo. Su padre le dijo:

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