María Janer - Pasiones romanas

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En lugar de subir al avión que debe llevarlo de vuelta a su hogar, un hombre decide en el último momento desafiar al destino y emprender una travesía muy diferente. ¿Podrá recuperar en Roma a la mujer que dejó marchar años atrás? Ignacio no puede saber cuánto queda en Dana de la pasión que los arrebató y se truncó tan injustamente, pero prefiere el vértigo de esta decisión irreflexiva a la atonía en la que ha entrado su vida. Con esta inolvidable historia sobre la fascinación y el infortunio del amor, sobre los golpes ocultos del destino, María de la Pau Janer nos ofrece una magnífica novela, llena de sensualidad, de emociones y de personajes que alcanzan nuestra fibra más íntima.

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SEXTA PARTE

XXX

Cuando Marcos se despidió de Mónica en el hospital, se perdió por calles luminosas. La luz puede hacer daño. Tras vivir enjaulado durante semanas, el impacto fue brusco. Tuvo que acostumbrarse a una intensidad que proclamaba la vida. Tuvo que adaptarse físicamente. Los primeros días se protegía detrás de las gafas de sol. No se atrevía a mirar las cosas sin la interferencia relativizadora de unos cristales opacos. Fue todavía más difícil asumir que todo continuaba su rumbo mientras él había perdido su propio norte. No podía soportar vivir en el piso que habían compartido. La casa estaba llena de sus pertenencias, pero ella no se encontraba allí. Estaban los libros que habían leído juntos. Se entretenía buscando las notas escritas a lápiz por Mónica. Versos subrayados, algún signo de admiración cuando no podía reprimir el entusiasmo, pequeños comentarios a pie de página. Se imaginaba que eran mensajes. Abría el armario y metía su rostro entre la ropa que conservaba su olor. Dormía con las sábanas entre las que se habían amado.

Fue una inmersión en la nostalgia que no quiso prolongar. Duró quince días escasos, porque tenía el instinto de un superviviente. Antes de ahogarse en la añoranza, se apuntó al primer tren que le pasó por delante. La idea de irse se le ocurrió de repente. Dominaba el italiano. Desde temprana edad había hecho traducciones para pagarse los estudios. Tenía contactos con editoriales en Roma. Hizo unas llamadas, concertó una precaria posibilidad de trabajo, preparó las maletas y se fue sin despedirse de nadie. Dejaba la seguridad por una incertidumbre que significaba cambios. Se marchó de la isla con un sentimiento de liberación que se mezclaba con la pena. Se sentía muy cansado. El azar condujo sus pasos hasta la piazza della Pigna. Vivió entre cajas que no se decidía a desembalar, paquetes que le servían de muebles improvisados. No le importaba. Iba tirando de los ahorros, mientras hacía avances en el aspecto laboral. Procuraba no pensar. Iba de puntillas por la vida. El resultado era que no vivía. Fueron meses de una sobria existencia. Fue vecino de Dana, en un tiempo de confusión.

La madre de Mónica era como un árbol que arraiga en la tierra. Vestida de negro, se instaló en una butaca del hospital. Desde que su hija había salido de la UCI se sentía aliviada, porque podía ocuparse de ella. Habían desaparecido los obstáculos que lo impedían. Por una parte, el aislamiento físico; por otra, aquel hombre que nunca le había gustado nada. Cuando le vio marcharse, pensó: «Cada uno por su lado.» El marido y ella se miraron de reojo. Estaban acostumbrados a entenderse sin necesidad de hablar. Hacía muchos años que se conocían, desde que eran niños en el pueblo. No recordaba cómo era la vida cuando él no formaba parte de ella. Tenían una hija. Le costó engendrarla y parirla. Habían llegado a pensar que eran estériles. Hacía veinte años que estaban casados cuando Mónica nació. Lo había deseado tanto que no lo creía. Era menuda, pero tenía los ojos muy abiertos. La sacó adelante con caldo de gallina vieja y una paciencia infinita. Siempre parecía lejana, perdida en historias que tenían poco que ver con la vida real. Su madre la imaginaba con la cabeza llena de pájaros. Estaba orgullosa cuando la maestra les decía que era una niña espabilada.

Le gustaba ir a la escuela, pero también perderse por el campo con un libro bajo el brazo. En casa no ayudaba mucho. Se escabullía de los trabajos o los terminaba de prisa. Le obsesionaba la lectura y reía con facilidad. Aquella risa era un don de Dios. Sólo de oírla, su madre se ponía contenta. Debía de ser porque ella no se reía demasiado, ni tampoco su marido. Nunca habían creído que tuvieran demasiados motivos para hacerlo. Se resignaban a una vida gris, con pocas sorpresas, con situaciones repetidas. Mónica era un punto de luz en el cielo. Sufrieron cuando se fue a estudiar fuera. Vivían pendientes de sus llamadas, de las cartas que les escribía. El marido se las leía en voz alta. Se equivocaba a menudo, aunque leía despacio, con ganas de entender cada frase. Al final, siempre añadía un par de versos. Tenían que repetirlos, hasta que llegaban a entenderlos. A veces, no comprendían casi nada. Se los aprendían de memoria y les reconfortaban hasta que volvía el cartero.

Sentada junto a la cama del hospital, dejaba que el tiempo pasara. No se impacientaba. Lo único que tenía que hacer era esperar: quedaba toda la vida para acompañarla en el sueño. ¿Cómo pudo decirles Marcos que tenían que desconectar los cables que daban vida a Mónica? ¿Qué médicos lo proponían? Los odió. «Jamás», dijo, convencida de que el marido pensaba como ella.

Pasaban los días, uno tras otro. No había partes médicos nuevos, ni ningún hecho extraordinario. Observaba a su hija, mientras se preguntaba si debía de tener frío. Se acostumbró a mirar el cuerpo inmóvil. Nada alteraba el rostro inexpresivo. «Está dormida -pensaba la mujer-. Cuando era pequeña, a veces me contaba una historia. Decía que un hada encantó a una princesa. Le hizo comer una manzana envenenada y parecía muerta. El encantamiento duró muchos años, hasta que un príncipe la salvó. No sé si vendrá alguno. Los hospitales no son lugares por donde se pierdan los príncipes. Si estuviese en un castillo, o en una cabaña en el bosque, sería distinto. Si los médicos me la dejaran llevar a casa, sé con certeza que llegaría a despertarse. Abriría los ojos cuando oyese los ruidos familiares que conoce de memoria: el ladrido de los perros, el canto de los pájaros, las voces de los vecinos, los juegos de los niños por la calle. ¡Pobre hija mía! A ella, que le daba tanto miedo la oscuridad. De pequeña nunca quería irse a la cama. Decía que la habitación se llenaba de fantasmas cuando todo estaba oscuro. Teníamos que dejarle una luz encendida, para que le hiciera compañía. ¿Y ahora? ¿Quién nos lo iba a decir? Siempre dormida, siempre a oscuras.»

Casi no salía de la habitación del hospital. Cuando el marido la obligaba, lo hacía con recelo. En el bar, pedía el menú del día y se lo comía de prisa. Por la noche, los dos salían al pasillo y comían alguna pieza de fruta que su marido había comprado. Tenían que administrar los ahorros para una estancia que podía ser larga. En el pueblo, cultivaban en una huerta verduras y fruta. Siempre podían hacer caldo de gallina o una tortilla de patatas, un plato de legumbres o de arroz. En la ciudad, todo era distinto. Se sentían inseguros, vulnerables. Él había aprendido algunos itinerarios: del hospital al mercado, del hospital a un jardincillo al que, cuando no podía soportar la espera, se iba a tomar el aire. Y de allí, al tugurio donde dormían por cuatro chavos. La mujer se marchaba sólo cuando era absolutamente necesario. Su lugar estaba junto a la cama de Mónica, su actividad principal consistía en observarla con atención. Por las mañanas ayudaba a las enfermeras. Le gustaba peinarla, como si fuera la niña que volvía a recuperar, muchos años después. Su marido era inquieto. No soportaba los espacios cerrados, ni estar demasiado rato sin moverse. Iba y venía, nervioso. Entraba en la habitación esperanzado y salía con la impotencia reflejada en los ojos.

La mirada de una mujer fija en el rostro de otra mujer.

Pasaban los días, pero no sabía cuántos. En un hospital, las horas se suceden con una lentitud que confunde la percepción del tiempo. Las mañanas transcurrían con un ritmo más ágil; las tardes se hacían eternas. Nunca se quejó. No demostraba fatiga y ocultaba la tristeza. Se acordaba del cielo del pueblo. Un día, Mónica movió una mano. Fue un movimiento casi imperceptible que sólo ella vio. Se levantó como si le hubieran dado alas. Se acercó a la cama para cogerle la mano que volvía a estar quieta. La observó, pero el gesto no se repitió. Se lo contó a su marido, que frunció el ceño mientras ella le hablaba. Le conocía aquel gesto, entre el escepticismo y la desconfianza. Intuyó que no la creía. Debía de pensar que eran imaginaciones suyas, que la inmovilidad forzada trastorna la mente. Puede suceder que confundamos lo que pasa realmente con lo que desearíamos. Es sencillo inventarse un mínimo gesto cuando queremos que sea cierto. No volvieron a hablar de ello. Al anochecer, cuando apagaron la luz de la habitación de alquiler donde dormían, le preguntó:

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