Ferran Torrent - Sociedad limitada

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Es la disección novelada de una ciudad, Valencia, donde un elenco de personajes ha convertido la traición, la inquina y la intriga pérfida en el modelo de conducta cotidiana. Julia Aleixandre, además de ostentar un importante cargo público, es una experta manipuladora de marionetas humanas de todos los colores y tamaños. Francesc Petit, Secretario General de un partido político sin representación parlamentaria, quiere escapar del ostracismo humillante a cualquier precio. Juan Lloris, otrora exitoso empresario de la construcción, ha caído en desgracia ante las autoridades y mendiga rastreramente una presidencia, una secretaría o al menos una vocalía. Y entre todos ellos y sus respectivas trifulcas, un periodista sin futuro aparente encontrará la manera de purgar sus abundantes culpas, cómo no, a costa de los demás.
Sociedad Limitada es una instantánea irónica y mordaz que se adentra en la corrupción política, la especulación inmobiliaria, la miseria cotidiana de los inmigrantes, la destrucción sistemática del medio ambiente… y, en definitiva, las infames maniobras que ejerce el poder desde la sombra para conseguir perpetuarse.

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– No tengo tiempo. Pero tengo una solución.

– Dígame cuál.

– En el coto del señor Lloris se utilizaban las fórmulas Gramoxín. Ahora usan un compuesto de la Bayer, precisamente nuestra competencia más directa. También Gramoxín es de una firma alemana.

– ¿A una empresa alemana le hace falta el coto del señor Lloris para sobrevivir?

La pregunta obligaba a Joaquim Cordill a descubrir sus cartas, cosa que, desde un principio, había querido evitar. Por lo menos quería evitar ser directo. De haber tenido un cigarrillo a mano hubiera caído en la tentación de encenderlo. Le pasaba en los momentos más problemáticos. Por suerte, Oriol no fumaba y al menos eso impidió que el deseo insistiera.

– ¿Cómo se llama?

– Oriol.

– Déjame tutearte, me sentiré con más confianza para decirte lo que te voy a decir.

– Adelante.

– En cierto modo, tú y yo nos parecemos mucho. A ti, el señor Lloris te ha contratado para que tu trabajo dé beneficios. Un resultado superior al que tenía la empresa antes de que vinieras. ¿Es así?

– Lógico.

– Lógico, claro. También me encuentro en esa situación. Si no obtengo resultados, me echan a la calle. No te suplicaré nada, porque no es mi estilo, ni te disuadiré diciéndote que mi edad no es la más idónea para buscar un trabajo similar al que tengo. Llevo muchos años en este oficio para que cuatro monigotes, por una broma, pongan en peligro mi futuro.

– A ver si nos entendemos: ¿qué pretendes, el cambio de nombre o que las fórmulas de Gramoxín vuelvan al coto del señor Lloris?

– Lo último, pero quiero explicártelo para que no creas que soy alguien sin escrúpulos.

– No sufras tanto por tu imagen, ya sé cómo está el patio.

– Aun así, te lo explicaré: Gramoxín tiene una fórmula, Gramarròs, que es mía. Convencí a la empresa para que la comercializara.

– Y no ha dado buenos resultados.

– Tampoco han sido desastrosos. Pero los alemanes son gente que siempre exige rendimiento.

– Y si usamos el tal Gramarròs en el coto, ¿cambiarán los resultados de la cuenta de beneficios?

– No, pero se notará. Sobre todo por el prestigio del coto. Quizá tenga un efecto multiplicador. Los pequeños agricultores se fijan en los productos que utilizan los grandes propietarios. Además, recuperar a un cliente como el señor Lloris hará que la empresa me mire con otros ojos.

– Pero sólo con el coto…

– Se trata de ganar tiempo. Estoy seguro de que, cuando la gente lo sepa, habrá demanda de Gramarròs. Necesito un poco de tiempo.

«Un poco de tiempo», «ganar tiempo»… Oriol conocía el valor de aquellas expresiones. Se puso en la piel de Cordill, en su edad, en su hipotético fracaso.

– Y si el grupo no quiere cambiar de nombre, ¿qué pasará con los alemanes?

– Nada. Ni saben nada ni es probable que lleguen a saberlo. El grupo no es famoso internacionalmente, y a su ritmo dudo que lo sea jamás.

– Esperemos que no. De modo que el problema es personal.

– Exacto, no lo voy a ocultar. No sólo me juego el puesto de trabajo, sino también el prestigio profesional. Pero te doy mi palabra de que no ha sido una estrategia planificada. Si así fuera, no hubiese perdido el tiempo hablando con el grupo y hubiera venido directamente aquí. Lo decidí hace unos días.

– Creo en tu palabra. Resolveré tu problema.

– ¿Tú?

– Sí, yo.

– ¿Qué dirá el señor Lloris?

– Nada. Al señor Lloris le pasa lo mismo que a tus alemanes. Sólo quieren resultados. Y tú me has asegurado que Gramarròs es un buen producto.

– Me lo agradecerás.

– Pensaba que me lo tendrías que agradecer tú.

– He querido decir que Gramarròs os dará un gran rendimiento.

– Es igual, ni el señor Lloris ni yo vivimos de los beneficios del coto.

– Pues no me lo has puesto nada fácil.

– No tenía claro si eras un chantajista.

– No lo soy.

Lo era en la medida en que lo es un ejecutivo acuciado por los resultados. Joaquim Cordill lo ignoraba, pero había tenido muchísima suerte al no encontrarse a Lloris en la oficina. La franqueza con la que acababa de desviar el rumbo de la conversación había sido el detonante clave de la solución. También Oriol, como él, era un hombre obligado a buscar soluciones en su trabajo. A buscarlas como fuera, porque lo que importaba eran los objetivos y no los medios.

Oriol y Cordill se dieron un sincero apretón de manos, en el fondo gremial. Antes, como gesto de buena voluntad, el administrador de Gramoxín rompió por la mitad los papeles con los que había anunciado la demanda y los introdujo en su carpeta. Oriol sonrió aceptando el gesto de buen grado. En realidad, Cordill había roto un informe interno de su empresa. Cuando salió por la puerta, Juan Lloris salía del ascensor. El empresario llevaba una maleta. Ambos se saludaron con un bon dia radiante. Oriol empezó a almorzar.

– ¡Que aproveche! -lo saludó un pletórico Juan Lloris.

– Gracias, Juan.

– ¿Quién era el que acaba de salir?

– Un proveedor.

– Estoy hasta los huevos de repetir que tienen que ir a las oficinas centrales.

– De ahora en adelante lo hará.

Lloris se fue a su despacho, dejó la maleta sobre la mesa y gritó:

– Hostia, Oriol, ¿quién ha colgado estos cuadros?

– Yo. ¿Te gustan?

– Son de puta madre. Eso es pintura y no la porquería aquella de la exposición -un silencio y, a continuación, otra pregunta a gritos-. ¡¿Qué hace aquí esta foto?!

Oriol fue hasta su despacho. Lloris tenía en sus manos la foto familiar.

– Pensando en la gente del Front, he creído conveniente ponerla a la vista. Ahora que tanto se han moderado, una foto tradicional de familia quizá sea un detalle oportuno.

– Correcto, pero sólo un rato. Me pone frenético ver a mi hijo. Por cierto, ¿qué has sacado en claro con él?

– Deja que acabe de almorzar y te lo explico.

– Pues aire, figura.

A veces, a Oriol le reventaba tener que trabajar para un individuo tan espontáneo y grosero. No se acostumbraba, pero le ayudaba saber que era algo circunstancial.

16

Francesc Petit llevaba el traje azul oscuro de las grandes ocasiones. Bajo la chaqueta, en vez de la camisa de color azul claro, también usual en los acontecimientos de cierta relevancia, llevaba una blanca y una corbata estampada de colores vivos, nueva en el repertorio, que destacaba el aspecto hoy jovial del secretario general. Estaba en el despacho del partido, leyendo un breve informe que, a toda prisa, había confeccionado para él Vicent Marimon con todo lo que sabía de Juan Lloris. El informe se centraba en la actividad profesional del constructor, inmejorable desde un punto de vista económico. De su vida personal no decía casi nada, excepto que había nacido en Alzira y que era el prototipo de empresario que, como la mayoría de los que empezaron en los años sesenta, se había «hecho a sí mismo».

Petit hubiera querido un informe más completo de su trayectoria cívica, pero, además del escaso margen de tiempo que había tenido Marimon, era imposible saber mucho al respecto debido a la escasa vida social de Lloris. El secretario de finanzas sí consiguió, en cambio, descubrir las malas relaciones del empresario con los dos partidos mayoritarios, pese a que desconocía los motivos. Aquello le hizo reflexionar. Los desacuerdos podían deberse tanto al especial carácter de Lloris como al hecho de que no comulgaba con los programas electorales. No obstante, la cita llenaba de dudas al secretario general. ¿Por qué un empresario de nivel económico tan elevado se interesaba por ellos? Lo más lógico era que una persona con aquel perfil simpatizara con los conservadores, o bien con los socialistas, que habiendo gobernado y como principal partido de la oposición tenían al menos la posibilidad de recuperar el poder. En la breve conversación telefónica que mantuvo con Oriol Martí, el secretario general no había sacado nada en claro. Pero, al fin y al cabo, no perdía nada con la entrevista.

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