Inma Chacón - La Princesa India
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Aunque circulaba el rumor de que tenía poderes mágicos, igual que la esclava que se había traído de las Indias, su alta cuna, su belleza y su porte la rodeaban de un halo de misterio que incitaba a sus vecinos a la curiosidad más que a la desconfianza.
A veces, cuando se dirigía a la plazuela del Pilar Redondo, se encontraba con el aya de Diamantina y le preguntaba por ella, pero siempre parecía tener prisas, le contestaba precipitadamente y aceleraba el paso. En realidad, no le hacían falta sus respuestas para saber de ella, las veía prácticamente a diario cuando salían camino de la iglesia. Siempre tapada con su capa, escondida detrás de una toca que casi le llegaba a la cintura.
Una mañana la vio salir sola del palacio, parecía que andaba con dificultad. Juan de los Santos la abordó antes de que atravesara la plazuela camino de la iglesia.
– ¡Buenos días te dé Dios, Diamantina!
La joven sujetó su toca con las dos manos, dejando ver únicamente uno de sus ojos.
– ¡Que él te acompañe, Juan!
Su voz derramaba las lágrimas que le negaban los ojos. No quiso importunarla, la dejó alejarse arrastrando los pies, envuelta en la oscuridad de sus telas, arrugándose con cada paso. Nunca había visto caminar a la tristeza tan sola.
Al día siguiente, don Manuel salió con ella y se marcharon en la misma dirección. Ella continuaba escondiéndose detrás de la toca, él la ayudaba a caminar sujetándole el brazo.
Durante varios días los vio ir y venir a la misma hora, en silencio absoluto, mirando el empedrado de la calle como dos penitentes, hasta que la criada ocupó otra vez el puesto de don Manuel en las salidas de la joven.
Al final de cada jornada, don Lorenzo le esperaba en la fonda. Era raro el día en que no le preguntaba por su sobrina.
– ¿Has visto a Diamantina?
Juan de los Santos siempre le contestaba procurando parecer intrascendente y desviando la conversación.
– La vi salir hacia misa, como de costumbre.
– ¿Está bien?
– Yo la veo bien. ¿Y las viñas? ¿Cómo van? ¿Será buena la cosecha de esta temporada? ¿Habrá buenos caldos?
– Creo que sí, los racimos están prietos, y la uva, dorada.
– ¿Cuándo empezarás con la vendimia?
– La semana que viene. ¿Nunca te pregunta por mí?
– Nunca. ¿Ya tienes vendimiadores?
– Sí, sí, claro. Ya ha venido la cuadrilla.
Don Lorenzo se enfrascaba en sus pensamientos hasta que bajaba doña Aurora con los niños. Después de cenar, les contaba cuentos a los tres al calor de la chimenea, y abandonaba el gesto que le arrugaba la frente cuando pensaba en su sobrina.
Capítulo III
1
A principios de octubre, el día anterior al comienzo de la feria de San Miguel, Valvanera dio a luz a una niña en la casa-palacio de don Lorenzo de la Barreda. Ese mismo día, un carruaje los había trasladado desde la posada de la calle de los Pasteleros.
Diamantina fue a ver al bebé contraviniendo las órdenes de su marido. Sabía que podría enfadarse, pero no pudo resistir la tentación de acunar a la niña en sus brazos.
Hacía casi tres semanas que la casa estaba lista para recibir a sus dueños. Diamantina había visto cómo llegaban a la plazuela los carromatos de los tenderos, que comenzaron a vaciar sus almacenes mientras el palacete se llenaba de candiles, braseros, mesas, alfombras, candelabros, tafetanes, sábanas de Holanda, vajillas y todos los demás productos adquiridos por doña Aurora.
El forjado de las ventanas y de los balcones contrastaba con el blanco de la fachada recién encalada. Los matacanes de granito que el capitán añadió al diseño original, a semejanza de los palacios que admiró en Cuba, protegían todos los saledizos del palacete. Doña Aurora y Valvanera se encargaron de adornar el enrejado con flores. Todo Zafra comentaba la belleza de la casa. Se había convertido en una de las mejores de la ciudad.
A mediados de septiembre, el traslado parecía inminente. Desde el palacio del Señor de El Torno, Diamantina admiraba con su esposo el resultado de la reforma.
– Jamás habría pensado que esa ruina pudiera convertirse en un palacio tan hermoso.
Diamantina contemplaba el edificio que habría compartido con don Lorenzo si el tiempo no se hubiera vuelto contra ella. Le amó desde que tuvo uso de razón, desde que le veía cabalgar con don Alonso por la sierra de El Castellar. Le amó hasta que rechazó su mano y se embarcó hacia las Indias, hasta que su amor se convirtió en amargura, hasta que comprendió que nunca sería para ella.
También él la habría amado si le hubiera dado tiempo a verla como una mujer. Pero, incluso cuando alcanzó la edad de contraer matrimonio, ella siempre fue para él la pequeña Diamantina, la hija de su hermana de padre, su medio sobrina, una niña.
Su esposo quiso besarla en la frente, pero retiró la cabeza antes de que pudiera rozarla.
– ¿Todavía no me has perdonado? ¿Quieres que vuelva a confesarme? Escucharé otra vez todas las misas que tú quieras.
La sujetó por la cintura y la atrajo hacia sí.
– Ven, no seas arisca. Deja que te abrace.
Paseó sus manos por su pelo ondulado y la besó en el cuello.
– Sabes que te adoro más de lo que cualquier hombre debería adorar a una mujer. Más de lo que cualquiera podría soportar sin volverse loco.
Diamantina aceptó el abrazo pensando en don Lorenzo. En cuando su padre le comunicó que se casaría con él un viernes, delante del Cristo del Rosario, en la iglesia de la Encarnación y Mina. En los días y en los meses siguientes, llorando en su alcoba, recibiendo el consuelo del hermano que provocó su marcha.
La peste se llevó a la Señora de El Torno una semana después de que se llevara a su padre y a su hermano. La soledad y el luto la oprimían, y don Manuel estaba allí.
Al principio se entregó por venganza pero, poco a poco, sus encuentros se convirtieron en necesidad, y la necesidad en deseo. Se casó enamorada, en la misma iglesia donde meses antes le habría dicho «¡Sí!» al hombre con el que soñó desde niña.
Su esposo la trató como a una reina hasta que llegaron los celos y las preguntas que no buscaban respuesta.
«¿Dónde has estado? La misa terminó hace rato.»
«¿Por qué dejas que los criados te miren así?»
«¿No vas a ponerte la toca?»
Y los golpes, y el remordimiento.
«Lo siento, mi amor, no volverá a pasar.»
«Yo también sufro. Prométeme que no volverás a obligarme a ponerme así. Sabes que te adoro más de lo que nadie debería adorar.»
Don Manuel la abrazaba arrepentido, ella perdonaba sus arrebatos y se consolaban mutuamente. Nunca más volverían a hacerse daño.
Pero los propósitos duraban lo que tardaban las preguntas en surgir otra vez. Acabó por taparse la cara con el manto cuando salía a la calle, se alargó la toca hasta que le cubrió todo el cabello, y decidió permanecer en su habitación la mayor parte del día, a salvo de las miradas de los criados. Don Manuel la amaba, no deseaba contrariarle, pero las noticias sobre la posible vuelta de su hermano reavivaron la furia donde se rompían sus celos.
Diamantina seguía mirando el palacio de enfrente cuando las manos de su esposo comenzaron a desabotonarle el traje. Se dejó hacer escondiendo su cara contra el cristal. La besó y la acarició hasta que sus cuerpos fueron uno, y luego dos, y ella volvió a mirar por el balcón, y él se metió en la cama y se quedó dormido.
2
– ¡Pobrecita! ¿No te has dado cuenta? Está preñada.
Juan de los Santos miró incrédulo a Valvanera. Los dos habían visto a Diamantina en muchas ocasiones pero, debajo de sus telas, era imposible advertir que su vientre estuviera abultado. Valvanera insistió.
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