Inma Chacón - La Princesa India
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Los dos hermanos se taladraban con la mirada, el odio de uno chocaba con la indignación del otro. Don Lorenzo insistió en el motivo de su visita.
– ¿Dónde está Diamantina? Quiero verla.
– La verás cuando yo lo crea oportuno.
Don Manuel lanzó una carcajada a la cara de su hermano.
– Me encantó verte en Monesterio, estabas tan sorprendido. Ya ves, no sirvió de mucho lo que hiciste. La llorona murió de llanto nada más irte tú. ¿O quizá debería decir de ausencia?
Don Lorenzo agarró a su hermano de la camisa y contuvo sus puños.
– ¿Dónde está Diamantina?
El Señor de El Torno seguía sonriendo.
– ¿Vas a pegarme hasta que te lo diga?
Le soltó antes de que sus manos dejaran de obedecerle y le vio dirigirse a la puerta del salón, desde donde llamó a los criados. Dos jóvenes a los que don Lorenzo no había visto nunca entraron en la habitación.
– El señor se marcha. Acompañadle hasta la salida.
Después se volvió hacia su hermano, en su cara brillaba el triunfo.
– Me ha encantado verte. No dudes en volver cuando quieras. Y ya sabes que si necesitas ayuda, no tienes más que pedirla.
Salió de la sala dejando al capitán con la ira contenida. Sus pasos se escuchaban subiendo la escalera mientras su voz estallaba contra los oídos de Lorenzo.
– ¡Diamantina! ¡Querida! Mi hermano Lorenzo ha estado aquí, pero andaba con prisas y ha tenido que marcharse.
Una puerta del piso superior se abrió lentamente para cerrarse con un golpe. Don Lorenzo distinguió la habitación a la que pertenecía. Arabella fue feliz allí, intentando gobernar la casa que dominaba ahora el hombre que más la había odiado.
No regresó directamente a la posada. Se dirigió a la calle que discurría paralela a la muralla por intramuros, la ronda de vigilancia, y la recorrió una y otra vez, prometiéndose que al día siguiente vería a Diamantina. Su cara de niña asustada le acompañó por cada una de las puertas de la ciudad amurallada, por la de Badajoz, por la de Jerez, la de Sevilla, la de Los Santos. Si hubiera aceptado el matrimonio, si hubiera pensado que huyendo no hacía sino acercarla al lugar de donde la quiso apartar, si hubiera sabido que la muerte de la primera mujer de su hermano esperaba escondida en la plazuela del Pilar Redondo, si en lugar de abandonarla a su destino se la hubiera llevado a Sevilla, si hubiera informado a don Alonso, si hubiera luchado. Si hubiera…
2
Doña Aurora esperó a don Lorenzo asomada al balcón. Por la calle de los Pasteleros subía un olor dulce y tostado que la transportó a Cempoal, a la miel perfumada con vainilla, a las tortillas y a los braseros de leña. El pequeño Miguel dormía a su lado, su esposo tardaba.
Las campanas de la iglesia dieron la hora tres veces. Nunca se acostumbraría a su sonido. Desde que lo escuchó por primera vez en Sevilla, le parecía que presagiaba la muerte. Lento, acompasado, metálico, anunciando el final de un tiempo que ya está perdido, la imposibilidad de volver hacia atrás. Su esposo tardaba.
Se quitó los botines, liberó su pelo de las peinetas y de las horquillas que lo aprisionaban detrás de la nuca, tiró la basquiña y la camisa a un sillón, y pensó en Diamantina.
Tumbada en el camastro, añorando la dureza del suelo bajo la estera, esperó a su marido con los ojos abiertos.
Se levantó de la cama y se enfundó en una manta.
No soportaba el peso de los cobertores.
Las campanas de la iglesia volvieron a anunciarle que su esposo aún no había llegado.
Diamantina.
La madrugada se colaba por las rendijas de las contraventanas.
El frío.
Las campanas otra vez.
Los faroles apagándose.
Las carretas de los verduleros camino de la plaza del mercado.
El ruido de la calle.
El pequeño Miguel acurrucándose en el calor de la cama.
El olor del pan.
Diamantina.
Los pasos en el corredor.
El chirrido de la cerradura.
La mirada de su esposo intentando ocultar su tristeza.
Las palabras obligadas.
– Lo siento, me puse a dar vueltas y se pasaron las horas.
La princesa se levantó y llevó a Miguel a la habitación de Valvanera. Se echó por encima el vestido y se dirigió al corral, donde Virgilio y José Manuel cortaban ya la leña para la lumbre, y volvió a la alcoba con un cántaro lleno de agua.
Si al menos pudiera bañarse y lavar sus vestidos. Si pudiera seguir los consejos que le dio su madre.
– Para que tu marido no te aborrezca, aséate, lávate y lava tus ropas.
Pero en aquel mundo nuevo no había espacios para abandonarse a las caricias del agua, y los vestidos eran tan rígidos que si los lavaba se arriesgaría a estropearlos.
Doña Aurora vertió en el aguamanil el contenido del cántaro, se colocó delante del espejo que colgaba de la pared, y empezó a enjabonarse. Su esposo la observaba tendido en la cama. Ella se miraba en la luna mientras recorría su cuerpo con las manos.
Se frotó el cuello, las axilas, el pecho, el vientre, los muslos.
Se retrasó en cada movimiento hasta que escuchó el crujido del colchón, los pasos que se acercaban, y la ropa del capitán que caía por el suelo.
Don Lorenzo seguía siendo suyo.
Se levantaron a media mañana, cuando Valvanera golpeó la puerta insistentemente.
– ¡Mi señor! ¡Capitán! ¡Tenéis visita!
En el comedor de la fonda, envuelta en un manto oscuro, toda la amargura de la Tierra esperaba a don Lorenzo para estallar en cuanto él la abrazara.
– ¡Diamantina! ¡Chiquilla!
Diamantina lloraba cubierta de la cabeza a los pies. El capitán le limpiaba las lágrimas y le acariciaba el pelo bajo la toca.
– ¿Qué pasó? ¿Por qué no impidieron la boda tu padre y don Alonso?
– Los dos murieron tres meses después de irte tú.
– ¿Y el alcaide Sepúlveda?
– No hizo falta. Me enamoré de tu hermano sin darme cuenta.
Doña Aurora permanecía de pie, detrás del sillón que ocupaba su esposo, inmóvil frente a aquella melena rubia que besaban las manos de su marido.
Al cabo de unos momentos, la joven se recompuso y miró a la princesa.
– Sois muy hermosa. Bienvenida a Zafra.
Después, se levantó de la silla y se dirigió al capitán.
– He de irme. No sabe que he venido, cree que estoy en misa. Por favor, no te enfrentes a él. Yo estoy bien. Todavía le quiero.
Don Lorenzo golpeó la mesa con el puño cerrado.
– ¿Le quieres? ¿Y dónde está tu mirada? ¿Dónde se han quedado los ojos que reían a todas horas? ¿Le quieres? ¡No puedo creerlo!
– Créeme, Lorenzo, el matrimonio fue consentido. Él también me quiere, aunque no siempre sepa demostrarlo.
– No es posible, Diamantina, no puede ser. A mí no puedes engañarme.
Diamantina se inclinó hasta que sus ojos estuvieron a la altura de los de don Lorenzo.
– Las cosas han cambiado mucho desde que te fuiste. No intentes comprender. Es mejor aceptarlas como son.
Cuando salió del comedor, doña Aurora dirigió a su esposo una mirada cargada de preguntas. Don Lorenzo la cogió por los hombros y volvió con ella a la habitación. Parecía que el cansancio se hubiera apoderado de pronto de él.
– No me mires así. Es la hija de mi hermana.
3
Desde que llegaron a la posada, Catalina, la criada que trajeron de Sevilla, ayudaba a doña Aurora en el cuidado de los niños. Miguel y María se habituaron pronto a que ella se encargara de las comidas y a que ayudara a la princesa con los baños. Valvanera sufría mareos de tierra desde que salieron del galeón, no se acostumbraba a la quietud del suelo bajo sus pies. La princesa insistió en cuidarla y casi no le permitía salir de la fonda.
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