Inma Chacón - La Princesa India
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– ¿Qué ha pasado? ¿Buenas noticias?
– ¡Vamos! ¡Habla ya! Nos tienes en ascuas. Ya podías haberlo dicho antes de que casi se nos ahoguen en la llantina.
El capitán se recreó en la curiosidad del grupo antes de comenzar, esperó unos instantes y levantó los brazos en señal de triunfo.
– Por fin he encontrado un cochero. Mañana nos vamos a Zafra. Veréis qué bonita es la Ruta de la Plata.
4
Valvanera sujetaba su vientre intentando evitar las vibraciones de las ruedas. El carruaje marchaba despacio, pero sentía sus sacudidas como si cada movimiento le pudiera arrancar el bebé de las entrañas. Juan de los Santos, a lomos de su mula, no dejaba de preguntarle asomando la cara por la ventanilla.
– ¿Estás bien? ¿Quieres que paremos un rato?
Poco antes de llegar a Monesterio, bajaron todos del coche y se dispusieron a caminar para aligerar la carga de los caballos. La media fanega de cebada que les dio el cochero para facilitarles la cuesta que debían remontar suponía tan sólo una golosina que les ayudaría a soportar el peso de los bultos y del pasaje. Valvanera se alegró de continuar el camino a pie, sus cuatro meses de embarazo no hubieran resistido más traqueteo, y las curvas del camino le habían revuelto el estómago.
El grupo caminaba despacio. Don Lorenzo abría la marcha con doña Aurora. Valvanera les seguía al lado de Juan de los Santos, que cargaba en su espalda a la pequeña María. Detrás de ellos, los nuevos criados. El más joven llevaba al pequeño Miguel sobre los hombros. Cuando llegaron a la bifurcación del camino que conducía a Calera de León, don Lorenzo les propuso visitar el monasterio de Tentudía, en esas fechas se celebraban peregrinaciones a su Virgen milagrosa. El capitán y Juan de los Santos habían visitado muchas veces el monasterio cuando viajaban por la Ruta de la Plata, cargados de uvas y de aceitunas. El esposo de Valvanera era muy devoto de Santa María y apoyó la propuesta.
– La leyenda cuenta que el Rey encargó al maestre de estas sierras atacar a un ejército sarraceno que campeaba por los puertos a su antojo. Libró con él una feroz batalla, pero la noche se echaba encima y no conseguían la victoria. El capitán rezó entonces a la Virgen gritando: «Santa María, detén tu día». Dicen que el Sol se paró en el horizonte hasta que los cristianos ganaron la batalla. En agradecimiento por este milagro, el maestre mandó construir un templo en la cima del monte. Allí abajo está el Barranco del Moro, sus aguas se enrojecieron con la sangre que se vertió en la defensa de estas serranías.
Subieron al pico paseando entre pinares, robles y castaños. Bebieron el agua purísima de sus manantiales y, cuando llegaron a la cima, contemplaron Sevilla a lo lejos, tras los pueblecitos blancos que se diseminaban por los valles y por las montañas azules. Al otro lado, las tierras de barros extremeños les esperaban con sus alcornocales, sus encinas, sus viñas, y el olor de su aceite.
Valvanera sintió el temblor de su esposo cuando respiró el aire de la tierra de la que tanto le había hablado, le tomó las manos y se acarició el vientre con ellas.
– Tu hijo será extremeño, como tú. Y heredará estas manos enormes para acariciar a su esposa.
Juan de los Santos le echó las trenzas por detrás de los hombros y las sujetó sobre la nuca.
– No es verdad. Será una niña preciosa, y tendrá el pelo largo y negro como mi india.
Cuando entraron en el monasterio para reunirse con el resto del grupo, Valvanera observó a una mujer que parecía esconderse tras las columnas del claustro. Don Lorenzo escuchaba las explicaciones del prior sobre el retablo de azulejos de colores que encontrarían en el altar mayor, cuando su cara palideció dejándole mudo y con la boca abierta. Un caballero le sonreía desde el otro lado del patio y le pedía a la mujer que parecía ocultarse que le tomara del brazo. Mientras se acercaban hasta el grupo, la dama no dejaba de mirarles, el capitán la saludó inclinando la cabeza y dejó escapar su nombre en un susurro.
– ¡Diamantina!
Los ojos de la joven sujetaban las lágrimas en un brillo donde parecía reflejarse toda la amargura que cabía en la Tierra. Sus labios temblaban. El caballero se adelantó un paso, inclinó la cabeza levemente y señaló a doña Aurora y al niño.
– ¡Bienvenido seas! Veo que vuelves bien acompañado.
Don Lorenzo atrajo a su esposa y a su hijo hacia sí y escrutó al caballero como si no entendiera lo que veían sus ojos.
– Te presento a mi esposa, la princesa doña Aurora. Y a mi hijo, Miguel de la Barreda.
El caballero volvió a coger a la mujer del brazo y sonrió como si estuviera cumpliendo una promesa.
– Y yo tengo el gusto de presentarte a la mía. Doña Diamantina, Señora de El Torno.
El silencio a veces se hace tan denso que no cabría en él ninguna palabra. Valvanera vio cómo el caballero se daba la vuelta seguido por su mujer, y salían del claustro dejando tras de sí la misma cara de angustia del hombre que un día creyó perder a doña Aurora.
Prácticamente, los únicos sonidos que se escucharon durante el resto de la jornada fueron los del carruaje y los de los cascos de las cabalgaduras. De vez en cuando, Juan de los Santos asomaba por la ventanilla para preguntar el estado de su esposa. Valvanera le hacía un gesto de asentimiento y él volvía al lado de su capitán. Dos jinetes perdidos en sus pensamientos, que sólo recuperaron el color de su piel cuando divisaron el alcázar de los Condes de Feria, integrado en la muralla de la ciudad que los esperaba después de una ausencia de casi cinco años.
Capítulo II
1
Se dirigieron directamente a la posada donde se alojó desde que don Manuel lo echó de su casa hasta que salió para Sevilla, en la calle de los Pasteleros, paralela a los arcos que comienzan en el Arquillo del Pan, el que comunica la Plaza Grande con la Plaza Chica. Los dueños, Virgilio y José Manuel, les recibieron con una caldereta y con las mejores habitaciones preparadas para ellos. Don Lorenzo les abrazó, en su abrazo se fundieron su infancia y su juventud, sus padres, sus hermanas y Diamantina, el oficial de Contaduría del alcaide Sepúlveda y su hijo Alonso, El Castellar, las viñas, los olivos y el olor del pan. Casi no podía articular sus palabras.
– No hay quien os dé una sorpresa.
– Todo Zafra sabía que estabais en Tentudía esta mañana. No podíais tardar en llegar.
– Gracias por el recibimiento.
– Nada de gracias, estás en tu casa.
Después de comer, dejó a los demás instalados y se dirigió al palacio de su hermano. Don Manuel le esperaba delante de la chimenea donde él solía charlar con Arabella y con su padre. No se levantó para saludarle.
– ¡Vaya! ¿Vienes solo? ¿Dónde has dejado a esa familia tan particular que te has echado? Se ve que te gusta la sangre manchada. Aunque no es de extrañar, el galgo siempre sigue a los de su casta.
Don Lorenzo se situó de pie encarando a su hermano. Parecía todavía más bajo hundido en aquel sillón que siempre ocupaba don Miguel.
– Guárdate tus insultos, no me ofenden, pero yo que tú mostraría más respeto a nuestro padre.
– Nuestro padre nunca debió ser tu padre. Él mismo se perdió el respeto, y ya es difícil volverlo a encontrar.
– Tú no podrías encontrar el respeto ni para tu propia persona. Pero no he venido a hablar de eso, he venido a ver a Diamantina.
– Es una lástima, pensé que venías a pedirme algo.
– No necesito nada, gracias. ¿Dónde está?
El nuevo Señor de El Torno se levantó y se recostó contra la chimenea.
– Todavía no me has preguntado qué pasó. ¿Acaso no te interesa saber también dónde está mi primera esposa?
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