Inma Chacón - La Princesa India

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Entre la América del Imperio azteca y la España de la Inquisición, una historia de amor repleta de riesgos y peripecias, en un relato que combina la aventura y la crónica de Indias… Un acercamiento lírico y sentido a las culturas indígenas, una mirada crítica a la historia de España…

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Ni siquiera se dio cuenta de que su esposa y Valvanera habían entrado hacía rato en la taberna. La princesa le miraba conteniendo las lágrimas, Valvanera conteniendo su furia.

– No es nada, mi niña, sólo está borracho. Y no hagas caso de lo que diga don Manuel, los celos abrasan a los que no los saben domar.

Doña Aurora no contestó, pero bajó la cabeza con las mejillas mojadas. Valvanera miró a don Lorenzo y después a su esposo.

– Aunque el fuego se extiende a los que tienen al lado.

El capitán continuaba dando vueltas entre las mesas, mirando hacia arriba como si el techo le hablara. Se diría que estaba enjaulado dentro de sí mismo.

Con un vaso en la mano, y la mirada perdida entre las palabras que no conseguía escuchar, don Lorenzo no se parecía en nada al joven con el que había compartido la mayor parte de su existencia. Juan de los Santos lo observaba mientras giraba con la cabeza levantada hacia el techo. En una de las mesas que acababa de rodear, sentada con Valvanera y con el aya de Diamantina, la princesa contemplaba fijamente una jarra vacía.

4

La pequeña Diamantina volvió a escuchar las disculpas de su esposo. Le perdonó, como siempre le había perdonado, y le hizo prometer que iría a hablar con el rector de la colegiata. Don Manuel se secó las lágrimas y se tumbó junto a ella.

– ¿Has ido al mismo sitio que las otras veces?

– Sí.

– ¿Y qué ha pasado? ¿Por qué estás aquí? Esta gente no debería haberse enterado.

– Nadie me vio entrar. El curandero me echó cuando vio que no paraba de sangrar. No sabía adónde ir. La posada quedaba más cerca. Lo siento.

– Bueno, no pienses en eso ahora. Ya veremos cómo te sacamos de aquí. Descansa, estás muy pálida.

Se quedaron dormidos hasta que Diamantina despertó a medianoche y avisó a su esposo.

– ¡Manuel! ¡Deprisa! ¡Trae a doña Aurora!

La princesa rogó a don Manuel que abandonara la habitación, llamó a Valvanera y comenzó a rallar piedra de sangre para otro emplasto que consiguiera cortar la hemorragia de nuevo. Preparó sábanas y toallas limpias y le cambió la camisola con la ayuda de Valvanera.

Las dos se mantuvieron al lado de la cama hasta que los ojos comenzaron a pesarle y se quedó dormida. Todavía estaban allí cuando despertó al amanecer. Valvanera reposaba en el sillón y la princesa continuaba en su cabecera.

Durante dos semanas, doña Aurora la cuidó como una madre. Jamás se había sentido tan protegida. Cada vez que abría los ojos, la princesa se incorporaba de su asiento y le tocaba la frente. Comprobaba que tuviera las ropas limpias, la lavaba, y la curaba con sus hierbas.

Su marido la visitaba a diario, por las mañanas y por las tardes. Siempre le llevaba un racimo de uvas. Don Lorenzo, sin embargo, la visitaba al mediodía y al anochecer. Quizás habían establecido turnos para no encontrarse.

Unos días antes del traslado a la plazuela del Pilar Redondo, la princesa se acercó a la cama y le tocó la frente como de costumbre. La fiebre había desaparecido. Diamantina le sonrió.

– Te agradezco mucho lo que estás haciendo. Espero que no creyeras las tonterías que dijo mi esposo. Si don Lorenzo no estuviera aquí, habría acusado a uno de mis sirvientes.

Doña Aurora le retiró el cabello de la cara. Le aconsejó que siguiera durmiendo y que no gastara sus fuerzas, todavía tenía que recuperar muchas energías, debía reservarlas para el otro bebé.

Su sonrisa se convirtió en un dolor agudo y dulce que le partía la espalda. Un dolor que por primera vez asumía como una bendición del cielo.

– ¿El otro bebé? ¿Hay otro bebé?

Doña Aurora la miraba sonriendo y asintiendo. Había otro bebé. El curandero no se había dado cuenta.

Valvanera se acercó a la cama y dejó que Diamantina acariciara sus nueve meses de embarazo. La joven recorrió el cuerpo hinchado de la criada y sintió las formas del niño, acurrucado dentro de ella. Algún día su vientre estaría tan lleno como aquél. Se recostó de nuevo y suspiró.

– ¡Otro bebé! ¿Cómo es posible? ¿Sobrevivirá?

Valvanera apoyaba los brazos en su tripa, estaba preciosa, los labios se le habían hinchado y los ojos parecían más rasgados y más negros. Sonreía como una madona esperando el día más feliz de su vida.

– Sí, creemos que sí. No hemos querido decíroslo antes por si también tuviera destrozos. Pero la suerte ha querido que se escondiera detrás de la primera bolsa. El niño nacerá en la primavera si os cuidáis.

Diamantina volvió a incorporarse con los ojos muy abiertos, como si acabara de darse cuenta de algo.

– ¿Lo sabe don Manuel?

La princesa intentó recostarla sobre la cama. Don Manuel lo supo desde el primer día.

– ¿Y?

Y no dijo nada. Lloró sobre su vientre lamentándose del daño que había sufrido. La veló día y noche hasta que doña Aurora le aseguró que había pasado el riesgo de hemorragias. Le extendió la mano a don Lorenzo buscando la paz que perdió el mismo día de su nacimiento. Preparó con él la mudanza a la plazuela del Pilar Redondo, conviniendo en que el traslado de Diamantina llamaría menos la atención si utilizaban un carruaje para mudarse todos juntos. Visitó a su esposa todos los días, y todos los días salía de la fonda camino de la colegiata de Nuestra Señora de la Candelaria. Todos los días se arrepintió de haberla acusado. La había visto muerta.

En la víspera de la feria de San Miguel, los comerciantes llegaban a la posada de la calle de los Pasteleros mientras ellos la abandonaban. Diamantina compartió el carruaje con los niños y con Catalina. Doña Aurora le prometió que la visitaría todos los días mientras duraba el periodo de reposo, y se marchó hacia la plazuela caminando con Valvanera, que estaba a punto de dar a luz una niña.

Capítulo IV

1

Doña Aurora no podía dormir. Valvanera había pasado el calentador por el interior de la cama, pero los embozos continuaban húmedos y el frío se traspasaba a los huesos. Pensaba en su diosa de ónice. Debería haberla protegido mejor, no haber confiado en que la seguridad de una casa no la garantizan las llaves, sino el respeto de los otros. Tendría que haber cerrado las puertas aunque traicionara las enseñanzas que le inculcaron en su colegio de Cempoal, y escondido mejor a su diosa, defenderla de las manos que no deberían tocarla. Pensaba en su besador, en el tacto de su anillo de cabeza de águila, en su madre. En el calor de Cempoal. En las noches templadas. En la Luna azul que descubrió con su esposo. No era el mismo desde que se tropezó con su pasado en el monasterio. Pensaba en los acontecimientos de las últimas semanas, las primeras que pasaban en el palacete del Pilar Redondo. Su diosa de los besos, el látigo del alcaide Bigotes, la gitana, y la lluvia que trajo consigo la maldición de la muerte. Otra vez. Unas semanas habían bastado para destruir los sueños que don Lorenzo construyó para ella. Pensaba en que a veces el destino se distrae y no repara en que sus designios ya se han cumplido. Y actúa de nuevo, inalterable, tenaz, idéntico, con la misma obstinación de sus mandatos anteriores. Comunicó a Diamantina que había otro bebé de la misma manera que la partera se lo había comunicado a su madre muerta hacía veintitrés años. Se lo habían contado tantas veces que el recuerdo se instaló en ella como si pudiera guardarlo en su memoria. Había otro bebé. Otro. Hacía tiempo que no recordaba a su hermano, pero su sino volvía a tocarla para que no olvidara. Otro niño. Otro pequeño que crecería a su lado, junto a María y a Miguel, junto a la niña que mamaba de los pechos de Valvanera. Otro niño que el destino le negaba a su vientre. Desde el día de su matrimonio con don Lorenzo, todos los meses odiaba su mancha roja en la esperanza de verla desaparecer. Pero la marca de su destino la perseguía por dondequiera que fuera, nunca tendría sus propios hijos, nunca sería más que una madre que no llegó a sentir la vida dentro de ella.

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