Inma Chacón - La Princesa India
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– ¡Qué vergüenza! ¡Pasear sola con un hombre! Si tu madre te viera, te encerraría para toda la vida. Y a mí me vendería a los mercaderes.
Pero la princesa restaba importancia a los comentarios de su esclava, al fin y al cabo, lo único que le gustaba de aquellas salidas era la sensación de que todavía quedaban personas que disfrutaban de una vida cotidiana. Miraba a las vendedoras de frutas y de mantas de algodón y las imaginaba antes de salir hacia el mercado, haciendo tortillas de maíz para el desayuno de su marido y de sus hijos pequeños. Prácticamente no hablaba con don Lorenzo, caminaban uno al lado del otro en silencio hasta que regresaban a casa.
Los paseos al mercado se convirtieron en costumbre. Al principio de cada semana el capitán recogía a la princesa y se encaminaban los dos hacia los puentes, sin necesidad de que don Lorenzo dijera adónde se dirigían. En una de las visitas a los puestos de los alfareros, el capitán levantó dos piezas de cerámica y se las mostró como si hubieran hablado de ellas anteriormente.
– ¿En cuál crees que el alfarero ha mentido más?
La princesa le miró desconcertada, no comprendía cómo podía conocer la creencia de su pueblo de que los alfareros enseñaban a mentir al barro.
– Doña Beatriz me contó muchas cosas sobre vuestras tradiciones. Pero yo no creo que sea el barro el que miente, sino el alfarero. El barro no tiene capacidad de mentir, se entrega al alfarero y se deja moldear por sus manos. Sin embargo, el alfarero esconde su alma detrás de sus piezas, pero si no consigue la forma que busca, rompe la vasija para no revelar sus defectos. No mostrar los defectos es una forma de mentir, ¿no crees?
Doña Aurora no se atrevió a contestar, no deseaba decirle que el buen alfarero no necesita romper ninguna pieza, y que la mentira del barro no se encuentra en su forma, sino en su fragilidad, convertida aparentemente en dureza después de la cocción. La princesa encogió los hombros y miró al capitán sin decir una palabra. Don Lorenzo devolvió la cerámica a su sitio y se colocó junto a ella.
– Vayámonos, se está haciendo tarde.
De regreso al palacio, volvió a tener la sensación de que la vida cotidiana todavía era posible. Hacía ya varios meses que vivían en Tenochtitlan, quizás algún día dejarían el palacio y se instalarían en una casa propia, donde viviría con los niños y con Valvanera, protegidas por el hombre que se había convertido en su dueño poco a poco, sin habérselo propuesto. Quizá todavía era posible la rutina. Volver a casa para bañar a los niños, preparar tamales rellenos de pavo o caracoles con chile amarillo, y frutas hervidas en caldo de ave. Recuperar las tareas cotidianas y recrearse en los actos que se repiten cada día, aquellos que aseguran la continuidad de la vida, frente a la incertidumbre y al desequilibrio de lo desconocido. Servirse un vaso de cacao después de la cena y fumar una pipa, no sin antes haberse lavado las manos y la boca. Conservar las costumbres y las buenas maneras que visten de dignidad a los hombres. La cortesía. Hablar sin alzar la voz, mostrarse humilde, no hacer ostentación de los sentimientos. No mentir. Y saber llorar cuando se haga necesario.
Caminaba procurando mantenerse un paso atrás del capitán. Quizá las tradiciones la rescataran de la inestabilidad y de la muerte que la acompañaban desde el día de su nacimiento.
3
Durante los últimos meses de su estancia en Tenochtitlan, Valvanera y doña Aurora se esforzaron en aplicar sus hierbas medicinales contra los aires de enfermedad que los forasteros trajeron consigo. Ya no había tiempo para acudir al palacio de Moctezuma, ni para pasear en canoa por los canales. Los enfermos se multiplicaban cada día, algunos morían entre el picor y la quemazón de las pústulas con que se llenaban sus cuerpos. Los que conseguían sobrevivir quedaban marcados para siempre de cicatrices. Otros veían cómo sus genitales se llenaban de úlceras y su piel de manchas marrones, sobre todo las plantas de los pies y las palmas de las manos, los bultos de sus ingles se extendían por otras zonas del cuerpo produciéndoles un enorme cansancio, se les caía el pelo y perdían el apetito.
La princesa aplicaba los ungüentos que preparaba su esclava procurando calmar el dolor de los enfermos, que se preguntaban si los nuevos dioses les enviaban estas enfermedades para reparar las ofensas que les habían causado, de la misma forma que habían hecho hasta entonces sus propios teules con otras dolencias.
Las dos mujeres se bañaban siempre cuando volvían a casa. Doña Mencía recogía las túnicas que doña Aurora y Valvanera dejaban en el cesto y las lavaba varias veces hasta que desaparecía cualquier rastro de enfermedad.
Una noche, Valvanera despertó a la princesa muy agitada, llevaba en brazos a la pequeña María.
– ¡Mi niña! ¡Mi niña!
Doña Aurora se incorporó con la certeza de que los malos vientos volvían a acompañarla.
– ¡Corre! ¡Es doña Mencía!
La joven tiritaba en la estera delirando. Tenía todo el cuerpo cubierto de erupciones que se intensificaban en las piernas, los brazos y el rostro. Valvanera se dirigió a doña Aurora con la cara descompuesta.
– ¿Qué hacemos?
Doña Aurora miró a la enferma sin contestar a su esclava. El dolor y la muerte, que durante siete meses consiguió mantener lejos de los suyos, entraban en su casa de su propia mano.
Valvanera tocaba la frente de la niña buscando los síntomas de la madre.
– Hace días que andaba con fiebres. Ya no daba de mamar a los niños, ella pensaba que la retirada de la leche la había enfermado. ¿Qué hacemos? ¿Aviso al capitán don Lorenzo?
La princesa continuaba mirando el rostro de doña Mencía, hermoso y joven cuando se acostó hacía tan sólo unas horas, y recordó un verso que aprendió en el calmecac.
– Quiero flores que duren en mis manos.
Valvanera cogió también al pequeño Miguel y se dirigió hacia el cuarto de don Lorenzo con un niño en cada brazo. Instantes después, el capitán entraba en la habitación y contemplaba a doña Mencía cubierta por una manta de algodón. Doña Aurora se arrodillaba, inclinándose hasta tocar el suelo con las manos abiertas. El capitán se acercó e intentó levantarla.
– Vamos, salgamos de aquí, Juan se encargará de todo. Al menos no ha sufrido demasiado.
Pero la princesa se libró de los brazos de don Lorenzo de la Barreda, no podía soportar que la rozara, las manchas de la sangre y de las enfermedades de su pueblo le impregnaban de un olor ácido como el que acompañaba a todos sus soldados. Desde que llegaron a su tierra, la certeza de la muerte había sustituido a la esperanza de encontrar en ella la continuidad de la vida. Los guerreros ya no morían en combate, ya no acompañaban al Sol para que siguiera su camino hasta su cenit, morían en sus esteras deformados por la enfermedad. Las víctimas de los sacrificios sagrados ya no alimentaban a los dioses con su sangre, ahora los nuevos sacerdotes bebían la de un dios que permitía matanzas en su nombre.
Los puños de doña Aurora se cerraron, sus gritos se escuchaban en todo el palacio mientras descargaba su desesperación contra el suelo.
Al día siguiente llegó la noticia de que varias naves repletas de soldados habían llegado a Veracruz con la orden de apresar a los españoles. Don Lorenzo se encontraba entre los capitanes que marcharían para enfrentarse a las tropas recién llegadas, él mismo se lo comunicó a la princesa dos días antes de partir, y nuevamente le ofreció la oportunidad de volver a su casa con Valvanera.
– Pasaremos por Cempoal. Podríais llevar a María con vosotras, Miguel se quedaría al cuidado de un ama de cría.
Pero doña Aurora no consintió en separarse de Miguel. El niño la quería. No podía traicionar la promesa que se hizo a sí misma, lo cuidaría como a un hijo, como Espiga Turquesa cuidó de ella. Su madre se alegraría si regresara, pero no soportaría la deshonra que llevaría consigo. Cuando la entregó a los extranjeros renunció a ella para siempre. Su vuelta supondría una condena a la soledad y al abandono, a menos que encontrara la protección de un hombre. Su madre sabía que ningún joven aceptaría a una viuda que nunca llegó a ser esposa. Don Lorenzo la protegía desde que vino al mundo el pequeño Miguel, el destino les había unido para siempre, ella jamás se atrevería a intervenir en los deseos de los dioses.
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