Inma Chacón - La Princesa India

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Entre la América del Imperio azteca y la España de la Inquisición, una historia de amor repleta de riesgos y peripecias, en un relato que combina la aventura y la crónica de Indias… Un acercamiento lírico y sentido a las culturas indígenas, una mirada crítica a la historia de España…

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– Tened al niño siempre preparado para viajar. Quizá tengamos que abandonar Tenochtitlan en cualquier momento.

La princesa se volvió hacia él, pero el capitán salió del mirador sin esperar respuesta, el desorden de su pelo le acompañaría desde entonces durante muchas noches de insomnio.

Nunca debieron recibir aquellos regalos, nunca debieron entrar en Tenochtitlan. Como tampoco debieron destruir las naves, el valor no se demuestra caminando hacia delante cuando no se puede dar un paso atrás. El valor reside en continuar la marcha aunque exista la oportunidad de volver. Si hubieran conservado al menos un par de barcos, sus hombres habrían podido elegir entre la lealtad y la vuelta a casa.

Conocía las razones que les obligaron a marchar a Tenochtitlan. Sin embargo, la razón sólo convence cuando no se basa en hechos que se podrían haber evitado. Fomentar la creencia en que vinieron del mar, cumpliendo las profecías de los antepasados de los indios, alimentó una leyenda que forzosamente se volvería en su contra. Deberían haber dejado una puerta abierta a la prudencia, pero ya era demasiado tarde. Si rechazaban enfrentarse a los mexicas, sus aliados se alzarían en armas contra los que antes consideraron dioses invencibles. No les quedaban opciones, las puertas estaban cerradas, ellos mismos las fueron cerrando a su paso.

Consiguieron permanecer con vida contraviniendo la lógica de la guerra. Cuatrocientos cincuenta soldados y trece caballos se enfrentaron a más de cincuenta mil guerreros, y ganaron todas las batallas. Pero en Tenochtitlan sería diferente, no podrían vencer al ejército del emperador con su fama de imbatibles y su apariencia de dioses. Ni siquiera vestían ya las corazas plateadas, las habían sustituido por las de los indios porque pesaban demasiado y se recalentaban con el Sol.

Hay bocas de lobo que se atraviesan con la certeza de que se cerrarán para siempre.

2

En el centro de la isla donde terminaba la calzada, un millar de notables esperaba a la comitiva con trajes bordados en oro y piedras preciosas. Los tambores españoles redoblaron con toda su fuerza, subrayando el ritmo de los instrumentos de viento. Los notables se retiraron hacia los lados para dejar a la vista las andas en las que cuatro sirvientes transportaban a su emperador. Antes de que Moctezuma se bajara, los esclavos colocaron mantas a sus pies para que sus sandalias de oro no tocaran la tierra. Sus servidores barrían el suelo que iba a pisar. Nadie le miraba a los ojos. Desapareció después de intercambiar algunos regalos, escoltado por cuatro caciques, bajo palio, coronado de plumas verdes y turquesas.

Momentos después, don Lorenzo se encontraba siguiendo a los caciques hasta el palacio donde alojaron a toda la capitanía. Juan de los Santos exclamaba de admiración mientras recorría las habitaciones.

– ¡Capitán! ¡Tendremos cuartos todos nosotros! ¡Mirad! ¡Mirad cómo huelen las maderas!

Pero la inquietud de don Lorenzo superaba su sorpresa ante las maravillas que le mostraba su mozo. Los jardines repletos de flores y de pájaros de plumas de colores, las huertas, los árboles frutales, los estanques de agua dulce, los ídolos de oro y de plata distribuidos por todo el palacio, las mantas de algodón, tan suaves que apenas se sentía su roce, las bandejas repletas de toda clase de alimentos que esperaban su llegada en cada habitación, el canto de las aves, el incienso. Don Lorenzo no permitió que sus sentidos le engañaran, alguna razón tendrían los mexicas para poner el mundo a los pies de los que se habían aliado contra ellos. La fiera agazapada debía de esconder su estrategia. Inspeccionó el palacio preguntándose dónde habrían acomodado a doña Aurora y a su hijo. Cuando vio el embarcadero del jardín, con una salida directa a los canales, se dirigió a su criado señalando las canoas.

– Cuida de que siempre estén dispuestas, desde aquí se podría llegar a la laguna que rodea la ciudad. Nunca está de más preparar la retirada.

Al día siguiente, salió en busca de su hijo acompañado por su criado y por una guarnición de veinte hombres. No había vuelto a verlo desde la salida de Cholula. Se dirigió hacia el palacio donde se alojaba doña Aurora junto al resto de las princesas y sus esclavas, con la esperanza de que el pequeño Miguel hubiera atravesado la cordillera sin contratiempos.

3

Su estómago se encogió al cruzarse con las jóvenes mexicas, la cara de doña Beatriz se le aparecía en cada una de ellas. La frente ancha, las trenzas oscuras sobre su pecho, su piel morena, su blusa de colores, la mandíbula fuerte y los labios finos.

Los ojos negros de su esposa le salían al paso con la misma mirada de curiosidad y de temor con que doña Beatriz se acercó a él por primera vez. Quizás alguna de aquellas mujeres fuera su madre o su hermana, quizás alguno de los hombres que las acompañaban fuera el padre que la vendió para saldar una deuda de juego de pelota.

Don Lorenzo recordó las manos de su esposa entre las suyas cuando el capellán les unió en sagrado matrimonio. La joven miraba desconcertada al sacerdote con sus grandes ojos achinados, sin comprender el rito que santificaría su unión ante Dios y ante los hombres. Don Lorenzo la llevó después a su choza cogida de su brazo, la ayudó a sentarse en la estera y le deshizo las trenzas suavemente. Ella misma se desató los cordones de las sandalias y permitió que los dedos de su esposo recorrieran sus muslos hasta llegar a la espalda, donde triunfaba un imposible lunar azul. Su piel olía a arena del mar. La oscuridad invadía poco a poco la choza mientras sus cuerpos engendraban al hijo que ella no conocería nunca. Don Lorenzo volvió a escuchar las palabras con que le entregó al pequeño siete meses después.

– Cuida de nuestro hijo, no permitas que viva como esclavo.

Su cuerpo ensangrentado se apagó con un gemido. Don Lorenzo no podía recordar qué hizo con el bebé, cada vez que reproducía la escena, se encontraba en el jardín junto a Valvanera, que le entregaba una manta de peces de colores. Doña Aurora les miraba ensimismada, sus ojos negros eran idénticos a los que acababa de cerrar. Cuando le preguntó por qué nombre deberían llamarlo, doña Aurora le regaló una mirada con la que nunca más volvería a encontrarse. Hacía tiempo que le evitaba, en las pocas ocasiones en que intercambiaron algunas frases desde la batalla de Cholula la princesa se mostró tan distante que parecía ofendida.

4

Antes de entrar en el palacio, el capitán divisó a doña Aurora asomada a la terraza. Valvanera fumaba un cigarro en el jardín con doña Mencía, las dos mujeres se levantaron de la estera y se dirigieron hacia él. Don Lorenzo no esperó a que cubrieran la distancia que les separaba.

– ¿Cómo está mi hijo? Decidle a doña Aurora que quiero verlo.

Valvanera se precipitó hacia las escaleras intentando cortarle el paso.

– Mi señora está descansando. El niño está con ella. Yo lo traeré.

Pero el capitán rodeó a la esclava y subió los escalones de dos en dos.

– No es necesario, gracias, sé dónde está.

Don Lorenzo abandonó el palacio con la imagen de la princesa grabada en la retina. La espalda inclinada sobre la barandilla, las trenzas deshechas, la túnica al contraluz, los pies descalzos, y una mirada en la que resultaba imposible no distinguir la marca de la tristeza y del odio.

No habían vuelto a verse desde la víspera de la salida de Cholula. Ella se volvió sin bajar el pie de la barandilla. Le había dicho que tuviera al niño preparado para abandonar Tenochtitlan en cualquier momento. Quizás ella hubiera querido preguntarle el porqué de tanta precipitación; quizás hubiera querido conocer las razones, pero le había clavado los ojos como si toda su tierra azteca quisiera fulminarle con esa mirada. Como si él pudiera recibir el odio de su pueblo en nombre de todos los españoles.

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