Inma Chacón - La Princesa India
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Y después había vuelto a su posición. Con su pie sobre la barandilla, y su cuerpo desnudo bajo la túnica atravesada por los rayos.
Besó a su hijo sin perder de vista su espalda, sin capacidad para distinguir los sentimientos que le ardían en la cabeza.
– Tened al niño siempre preparado para viajar. Quizá tengamos que abandonar Tenochtitlan en cualquier momento.
Y salió de la terraza antes de que ella pudiera pronunciar una palabra.
Capítulo VIII
1
La mayor parte del tiempo, Valvanera lo pasaba en cubierta con los niños y con las criadas de doña Cristina y don Ignacio de Aravaca, Vizcondes de la Isla de la Rosa, un matrimonio que apenas abandonaba el camarote que compartía con sus cinco hijos.
La vizcondesa sufría mareos y dejaba a los pequeños al cuidado de sus niñeras, dos mexicas que hablaban sin parar con un acento extraño. Se parecían tanto que ni ellas mismas habrían sabido cuál era cada una si hubieran podido verse a la vez en un espejo. Las trenzas les colgaban sobre el pecho y les llegaban hasta la cintura, dividiendo su cabeza en dos partes idénticas. Eran de mediana estatura y, cuando conversaban, movían tanto su cuerpo que más bien se diría que estuvieran bailando. Incapaces de permanecer calladas, hablaban y hablaban entre ellas como si no hiciera falta la presencia de nadie más en su mundo. Valvanera era incapaz de recordar los nombres con que las bautizaron los españoles, Georgina y Ana Rosa, y aunque lo consiguiera, no sabría cuál adjudicar a cada una de ellas. Para evitar equivocaciones, siempre las llamaba las Chiquillas.
Las hijas de los vizcondes, Yolanda, Cristina, Belén y Carmen, también se parecían entre sí, aunque no tanto como sus criadas. Dos morenas y dos trigueñas a las que nadie en el barco conseguía identificar, y simplificaron el problema llamándolas por el apellido, las Aravacas. Las cuatro parecían de la misma edad, unos años mayores que Miguel y María, aunque nacieron en dos partos distintos, en uno las dos morenas y en el otro las castañas.
Valvanera sufría una extraña sensación siempre que miraba a las Chiquillas, las veía como si en realidad tan sólo fueran una persona. Una persona que compartía el rostro de otra, y el cuerpo, y los ademanes, y el sonido de su voz. Repetida. Le llamaba la atención que ni siquiera reclamaran un nombre propio, y que ninguna se preocupara en absoluto por el hecho de que los otros vieran en ellas a una misma persona dos veces. Siempre hablaban en plural. Los demás se acostumbraron también a dirigirse a ellas como a un dúo. Valvanera solía decir que parecían dos almas en un solo cuerpo.
El único varón de los vizcondes, el pequeño Javier de Aravaca, preguntaba con frecuencia cuándo llegaría su hermano idéntico. Lloraba desconsolado cuando su niñera le contestaba que no todos los niños nacían al mismo tiempo que otro.
– ¡Mira! ¿Ves? María y Miguel tampoco tienen hermanos iguales. Ni Valvanera, ni tu padre, ni tu madre. Casi todos son como tú.
Las palabras de la niñera consolaban al pequeño hasta que al día siguiente volvía a preguntar por su hermano y recibía parecida respuesta.
Poco antes de llegar a Sanlúcar, las Chiquillas contaron la historia de la Serpiente Emplumada para los niños de la expedición, la misma que doña Aurora contó al pequeño Miguel, asustado por los ruidos de los cañones que defendían el palacio que el emperador prestó a los extranjeros. El palacio donde él mismo vivía, prisionero de sus invitados. Doña Aurora nunca lo vio, al menos nunca lo vio con vida. Las fuerzas de la Coalición lo secuestraron una semana después de entrar en Tenochtitlan para utilizarlo como rehén y evitar el levantamiento de su pueblo.
Al día siguiente de su captura, en el palacio de las mujeres se originó un revuelo que llegaba hasta las habitaciones del piso que ocupaba doña Aurora con el pequeño Miguel. Valvanera entró gritando en el cuarto.
– ¡No lo vas a creer! ¡Moctezuma preso! ¡El capitán don Lorenzo está aquí! ¡Ha ordenado que nos traslademos a su palacio! ¡Ayer capturaron a Moctezuma y temen las iras de los mexicas! Recogeré nuestras cosas.
La princesa no acertaba a comprender lo que su criada le decía y le pidió que lo repitiera más calmada.
– ¡No se habla de otra cosa en toda la ciudad! ¡Moctezuma rehén en el palacio de los capitanes!
Valvanera llevaba aupada a María, la hija de doña Mencía, que comenzó a llorar ante los gritos de la joven. La princesa se colgó a un niño a cada lado de la cadera y se dirigió hacia el jardín, donde esperaba don Lorenzo. Ya no parecía enfadado, como la última vez que lo vio, cuando se marchó de la terraza sin dejarle opción a pronunciar ni una palabra. La vio cómo bajaba con los dos niños en brazos, y se dirigió hacia ella para ayudarla, como si no hubiera pasado nada seis días antes.
– ¿No es peligroso que bajéis con los dos niños? Podríais caeros y haceros daño. Ven aquí, Miguelete.
Doña Mencía se llevó a la niña para darle de mamar y los dejó solos en el jardín. No se miraron a la cara, ni intentaron entablar conversación. El capitán le hacía arrumacos a su hijo, doña Aurora se mantuvo de pie delante de ellos, esperando a que Valvanera bajara con su equipaje.
Las tres mujeres se acomodaron con los niños en una habitación contigua a la de don Lorenzo. De vez en cuando, Juan de los Santos invitaba a doña Mencía y a Valvanera a pasear por el jardín o a navegar en canoa por los canales. Don Lorenzo visitaba con frecuencia el antiguo palacio de Moctezuma junto a otros oficiales para vigilar que los caciques no confabularan. A veces le proponía a doña Aurora que les acompañase.
2
La princesa había escuchado muchas historias sobre el palacio del Señor de Turquesa, el único que podía vestir ropajes de ese color, pero nunca imaginó que las maravillas que le habían contado se reducían a espuma frente a la grandeza que rodeaba al soberano. Era verdad que tenía tres esposas legítimas, la emperatriz y dos reinas, y más de ciento cincuenta concubinas, pero también tenía más de dos mil sirvientes y cientos de cortesanos. Le preparaban cada día más de trescientos platos calientes y toda clase de frutas que adornaban enormes bandejas. Decían que en los jardines de sus palacios cualquiera se perdería rodeado de las más extrañas flores y árboles frutales, pero también tenía un jardín zoológico donde se criaban quetzales, guacamayos, colibríes, águilas, guajolotes y toda clase de pájaros. Nadie podía mirarle a la cara, ni atravesar la habitación del trono sin rodearla pegando la espalda a las paredes, todo el que entrara a su presencia debía cambiar sus ropajes por túnicas modestas y limpias, aunque se tratase de un señor principal. Se bañaba tres veces al día. Le servían cacao en cincuenta copas de oro, de donde elegía una para dar unos sorbos antes de yacer con sus concubinas. Algunos aseguraban que las ciento cincuenta habían quedado embarazadas a la vez gracias a las virtudes de la infusión.
A doña Aurora le agradaba acudir al palacio. Paseaba por los jardines, recorría las habitaciones admirándose con las pinturas que cubrían sus paredes y esperaba a don Lorenzo de la Barreda para regresar juntos a su alojamiento. Casi siempre salía el primero de todos y buscaba a la princesa en el jardín. No hacía falta que la llamara cuando se acercaba, reconocía el sonido de sus pasos. Cualquiera que les hubiera visto habría dicho que se trataba de un matrimonio caminando por los muelles y por los puentes que separaban los dos edificios. A veces se acercaban al mercado para contemplar los puestos de cerámica, las filigranas de los orfebres y los adornos de plumas preciosas. Valvanera protestaba frecuentemente ante su comportamiento indecoroso.
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