Inma Chacón - La Princesa India

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Entre la América del Imperio azteca y la España de la Inquisición, una historia de amor repleta de riesgos y peripecias, en un relato que combina la aventura y la crónica de Indias… Un acercamiento lírico y sentido a las culturas indígenas, una mirada crítica a la historia de España…

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Valvanera se llevó las manos a la cabeza y salió a la calle para señalar las terrazas de las viviendas cercanas.

– ¿Entonces? ¿El recibimiento con flores?

– Un engaño para distraernos. Moctezuma ha enviado veinte mil hombres para evitar que lleguemos a Tenochtitlan, están acampados al otro lado de la fortaleza, sólo esperan la orden de los de Cholula para entrar en combate.

– ¿Y los de Tlaxcala?

Don Lorenzo la empujó suavemente hacia la puerta y la obligó a entrar de nuevo en el zaguán.

– Se quedaron fuera de las murallas. Ahora entra en la casa y cuida de que nadie salga hasta nueva orden.

2

Don Lorenzo recorrió las calles desiertas de la ciudad, los incensarios iluminaban tenuemente las escaleras de los templos bajo una noche sin Luna, las siluetas de decenas de pirámides se adivinaban por el trazo de las brasas. Habían apagado las antorchas de las azoteas y los patios, la oscuridad se desparramaba por la ciudad, mezclada con el olor del incienso. Cuando llegó al templo de Quetzalcoatl, no pudo reprimir un suspiro de admiración, la pirámide se elevaba majestuosa hacia la negrura del cielo, su tamaño duplicaba el de cualquier templo que jamás hubiera visto.

Aún no había salido de su asombro cuando los guerreros de Cempoal le señalaron un adoratorio por el que descendían varios hechiceros manchados de sangre. Cuatro sacerdotes sujetaban a un hombre por los brazos y las piernas en el altar, mientras un quinto le clavaba su cuchillo de obsidiana y le arrancaba el corazón. Otros seis cuerpos esperaban, despedazados y colocados en calderos de agua hirviendo, para ser consumidos como la carne del propio dios de la guerra.

Al amanecer, los patios de Cholula se convirtieron en una trampa para sus propios guerreros. Don Lorenzo no recordaba cómo se provocó la matanza, más de tres mil muertos y decenas de heridos en un espectáculo de fuego y de muerte. Hombres vivos ardiendo sobre los muertos, gritos, caballos embravecidos relinchando en busca de una salida, disparos de escopeta, confusión y sangre, mucha sangre.

Ni sus trescientos sesenta templos invocando la protección de los dioses, ni los veinte mil guerreros que se quedaron al otro lado de la fortaleza, pudieron evitar que la ciudad santa de Quetzalcoatl quedara reducida a escombros.

Don Lorenzo de la Barreda presentó su batalla recordando el corazón que latía en las manos del sacerdote. Su espada atravesaba las corazas de algodón y de maguey sin detenerse a comprobar si había batido a sus enemigos. No habían transcurrido más que unos minutos desde el comienzo de la refriega cuando una flecha atravesó la abertura de su yelmo y cayó al suelo.

Las casas cercanas a la muralla recibían a los soldados supervivientes desde las primeras horas del atardecer. Doña Aurora y Valvanera esperaron la vuelta del capitán hasta la mañana siguiente. Debía de haber caído en la batalla, herido o muerto. La princesa decidió salir en su busca acompañada por Valvanera. Como de costumbre, la criada protestaba ante las iniciativas arriesgadas de su señora.

– Las calles no son seguras, mi niña, no deberíamos salir.

Las mujeres atravesaron la ciudad entre las ruinas de los templos que les maravillaron tres días antes. Preguntaban a los lugareños el camino hacia las casas de los extranjeros, pero la mayoría se quedaban pensativos mirando a su alrededor sin saber qué contestar.

– Lo siento, ni siquiera puedo reconocer mi propia calle, busco mi casa desde el mediodía.

Valvanera se colgó del brazo de la princesa y señaló hacia el norte.

– Vayamos a la gran pirámide, don Lorenzo dijo que los extranjeros se alojaban en el centro de la ciudad.

Los cadáveres se multiplicaban conforme se acercaban al centro. Los guerreros de Cholula y de Tlaxcala confundidos en la miseria de la muerte. El olor a sangre y a pólvora se agudizaba en cada paso, y les guiaba hasta el lugar de la matanza. Cuando llegaron al patio donde ardieron los guerreros, las mujeres ya habían regresado e intentaban reconocer a sus difuntos. Cuerpos carbonizados con los brazos y las piernas encogidos, imposibles de identificar. Doña Aurora contempló el espectáculo con los ojos llenos de lágrimas, Valvanera se aferró a ella apretando su brazo hasta hacerle daño.

– Volvamos a casa, aquí no lo vamos a encontrar.

La princesa miró a su alrededor deseando que don Lorenzo no hubiera participado en aquella masacre, se agachó hasta tocar la arena con las palmas de sus manos y rezó a la diosa del agua una oración por los muertos. Antes de volver, recorrieron varias salas de la vivienda repletas de guerreros heridos. El capitán no estaba entre ellos.

Al día siguiente, volvieron al lugar de la matanza para curar a los quemados con sus plantas medicinales. En la sala destinada a los extranjeros, encontraron a don Lorenzo con la cabeza envuelta en una tela blanca que le tapaba los ojos. Mientras doña Aurora se acercaba hacia él, escuchó cómo gritaba a un soldado que intentaba mantenerlo tendido en la estera.

– ¡No padecen ni sienten! ¡Son animales!

El soldado intentaba sujetarle pasando un trapo húmedo por su frente, pero el capitán se incorporaba invadiendo la sala con sus gritos.

– Beben sangre humana. ¿Por qué vinimos a esta tierra maldita? Tierra de salvajes. ¡Mátalo! ¡Mátalo!

La princesa pasó junto a él sin detenerse, salió de la habitación y se dirigió al patio donde se concentraban los guerreros, algunos tan sólo emitían un gemido que apenas les salía de la garganta, otros aullaban intentando desprenderse de la piel los restos de maguey y de algodón, la salmuera que utilizaban para endurecer la coraza penetraba en su cuerpo agudizando el dolor de las heridas. Las mujeres retiraban a sus muertos identificándolos por los cuchillos y por las flechas de obsidiana que encontraban a su lado. Valvanera y doña Aurora se sumaron a su silencio de llanto y de rabia, prepararon grandes cantidades de manteca de cacao y de corteza quemada de ahuehuete, el árbol viejo de agua capaz de cicatrizar las quemaduras, y la aplicaron a los heridos mientras se miraban sin hacer comentarios.

Durante dos semanas, la princesa y su criada volvieron cada día al centro de la ciudad para repetir las curas. Jamás visitaron a don Lorenzo.

3

Desde que cayó herido en la batalla de Cholula, don Lorenzo no podía conciliar el sueño. Las imágenes de los sacrificios se cruzaban en sus duermevelas y le impedían dormir. Le costaba trabajo cerrar los párpados, a pesar de que una venda le tapaba los ojos, debía cubrírselos con la mano abierta para conseguir mantenerlos cerrados. Cada vez que conseguía adormilarse después de dar vueltas y más vueltas en la estera, esperando que el cansancio y el dolor le rindiesen, las pesadillas se colaban en sus sueños. Sus propios gritos le despertaban empapado en sudor.

Le extrañaba que doña Aurora no hubiera acudido a visitarle, temió por su vida y por la de su hijo. Nada más recobrar el conocimiento, envió a su mozo de espuela a las casas de la muralla para buscar noticias sobre ellos, pero las palabras del criado aumentaron su extrañeza.

– Están todos bien, capitán, doña Aurora acude todos los días al real con Valvanera para curar a los indios heridos.

No estaba muy seguro del tiempo que permaneció inconsciente, la fiebre le subía y le bajaba sin control mientras deliraba sin poder distinguir el sueño de la realidad. Una tarde, creyó escuchar la voz de la princesa desde el otro lado del patio y ordenó a su criado salir en su busca. Juan de los Santos regresó al poco tiempo con las manos vacías.

– Os visitará si termina las curas antes de que se haga de noche. Hay tantos quemados que no dan abasto con la manteca de cacao, deben prepararla todos los días cuando vuelven a casa.

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