Nativel Preciado - Llegó el tiempo de las cerezas
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Al cabo de las dos horas y media, casi había olvidado que estaba compartiendo aquel regodeo estético con un desconocido. Finalizados los títulos de crédito, permanecimos ambos unos instantes en silencio.
– ¡Espléndida! -dijo al fin-. ¡Qué belleza de película!
– Sí, realmente, es una historia conmovedora -farfullé con un hilo de voz.
– Me parece brutal la secuencia en la que aparece él vestido con un traje impecable y los zapatos ensangrentados. -Se quedó un buen rato meditando y luego añadió-: Bueno, voy a llamar. Seguro que ya tenemos la cena preparada.
Encendió la luz, apagó el proyector, subió la pantalla, se puso en pie y telefoneó al Arabian.
– ¿Quieres una copa de champán? -me preguntó muy resuelto-. Estará bien frío.
– Sí, gracias -respondí con dificultad.
– Me gusta, me gusta mucho esta pareja. Jamás he visto cuerpos más perfectos.
Un par de minutos después llamaron a la puerta. La comida estaba dispuesta, pero yo no lograba salir de mi mutismo. Me dio una copa, abrió la botella, me sirvió champán y brindó.
– ¡Por la belleza!
– ¡Por Ang Lee! -dije, intentando deshacer el nudo que tenía en la garganta.
– Es un tipo espléndido, desde luego. ¿Nos sentamos a la mesa? -Como mi mudez persistía, no tuvo más remedio que continuar el monólogo-: Hummus con champán ¡Vaya mezcla!
– ¿No te gusta? -pregunté con timidez.
– ¡Me encanta! Pero nos vamos a inflar como dos globos.
– Me da la impresión de que es algo obsesivo -me arranqué, al fin.
– ¿A qué te refieres?
– A los deseos reprimidos de Ang Lee. Todos sus personajes son unos reprimidos que logran romper la contención y siempre lo acaban pagando. Es insistente, en el fondo, trata de advertirnos siempre: «Cuidado con lo que deseas… todo tiene su castigo».
– Más bien creo que dice: «No dejes nunca de desear; no te reprimas; abandónate y olvida el peligro, a pesar de las consecuencias».
Durante las pausas, me rellenaba una y otra vez la copa de champán.
– ¿Es gay? -pregunté, de pronto, arrepentida de mi súbita locuacidad.
– No, en absoluto. Tiene mujer y un par de hijos. Apenas sé más de él.
– Pues parece que le obsesiona la homosexualidad.
– No lo creo -me respondió con naturalidad-. ¿Quieres un poco de ensalada? Está deliciosa.
– Sí, gracias… No sé… Tanta represión emocional…
¿Viste El banquete de boda, la del tipo que oculta a sus padres que es marica? Lo mismo en Brokeback Mountain y ahora en esta.
– Creo que esta es diferente.
– Hasta cierto punto.
¿Por qué me había enredado yo solita en una conversación tan embarazosa? Quizá me cayó mal beberme de un trago la primera copa con el estómago vacío, o quizá las muchas que siguieron, aunque fueran envueltas en placenteros bocados de comida. Lejos de mi intención sacar a relucir mis sospechas sobre la condición sexual de Gorka o sobre el peligro de los excesos pasionales, pero me había metido en un embrollo del que no tenía más remedio que salir.
– ¿Te incomodan las secuencias eróticas? -me devolvió el guante.
– No, en absoluto… Aunque, en realidad, las de los vaqueros rozaban la pornografía.
– Pues a mí me parecieron tan imprescindibles como estas. Un amigo mío, director de cine, me cuenta que las escenas de sexo quedan mejor cuando son reales.
– ¿Quieres decir que los chinos fueron capaces de follar delante de todos los mirones del rodaje? -exclamé.
– En esta no lo sé, pero me consta que, a veces, en algunas secuencias de sexo explícito… Y no me refiero solo a los actores porno.
– Tenías razón -comenté en un intento desesperado de cambiar de rumbo-, la pástela estaba deliciosa.
– Hay una diferencia fundamental entre las dos -continuó, haciendo oídos sordos a mi comentario-. El sexo en Brokeback Mountain transcurre en un lugar paradisíaco y en esta, sin embargo, el ambiente es opresivo, cerrado, asfixiante…
No le respondí. Estaba entregada a la gula.
– ¿Te estoy aburriendo?
– No, no, en absoluto.
– Está bien. Dejemos la película y hablemos de ti.
– Uff, estoy tan impresionada que no me resulta fácil hablar de otra cosa.
– ¿Quieres una copa de algo?
– ¡Qué dices! Me he bebido yo sola botella y media de champán.
– Hemos bebido los dos.
– No me encuentro bien. Estoy un poco mareada.
– Échate un rato en el sofá o en la cama.
– No, no, muchas gracias -dije, volviéndome súbitamente precavida-. Es tarde. Será mejor que me vaya a casa.
Era cierto que estaba muy alterada, no tanto por los efectos del alcohol como de una conversación que podía tener un desenlace inquietante. No quería llegar más lejos en ningún sentido. Rescaté el bolso y me puse de pie a toda velocidad.
– Está bien, te acompañaré a casa.
– No te molestes.
– ¡Cómo! Iré a buscar el coche al aparcamiento. ¿Te importa esperarme en la puerta? Solo son cinco minutos.
– No, de verdad, gracias.
– Tres minutos. Voy corriendo.
– No, ya he dicho que no -dije bruscamente-. Prefiero ir en taxi.
Salimos a la calle, dimos unos pasos y la divina providencia de la que me acuerdo tanto recientemente, quiso que apareciese un taxi libre. Antes de abrirme la puerta, me abrazó con fuerza y me besó tiernamente en la frente y en las dos mejillas.
– Cuídate mucho y descansa, Carlota. Mañana te llamo.
La mujer espejo
«Las mujeres han vivido todos estos siglos como esposas, con el poder mágico y delicioso de reflejar la figura del hombre, el doble de su tamaño natural».
Virginia Wolf,
Una habitación propia
Hacía demasiado tiempo que no me sentía tan ebria y tan feliz como anoche cuando llegué sola a casa. Intenté dormir, pero me desvelé recordando las tórridas escenas eróticas que, en cierta manera, había compartido con Gorka. ¿Por qué huí de esa manera tan estúpida? ¿ A qué tenía miedo? Probablemente temía hacer el ridículo. Me hubiera gustado decirle «Cuídame, Gorka, no confío en mí. No estoy dispuesta a empezar una aventura cuyo final sería desastroso».
Jugueteo con mi teléfono móvil y aparece el número de Gorka. Estoy a punto de marcarlo, pero me reprimo. Le daría las gracias por su delicadeza y, sobre todo, por lograr que me sienta seductora, pero temo que me responda, por ejemplo: «Quiero dejar las cosas claras desde un principio, Carlota, soy homosexual». ¡Ojalá lo fuera! Sería maravilloso tener un amigo fiel que no diera lugar a equívocos. Estoy cansada de amores posesivos. Seré más precisa; estoy cansada de mis relaciones con los hombres, porque al final, la posesiva termino siendo yo.
Siempre me he creído la mujer espejo. No cualquier espejo, sino los que están un poco combados, como los de las antiguas ferias, que aumentan el tamaño de cuanto se refleja en ellos. A los hombres les gusta doblar su dimensión real y por eso les complace mirarse en mí. Creo que les atrae mi aparente placidez, la forma que tengo de observarlos, lo atenta que les escucho, lo mucho que me involucro en sus problemas y el afán que pongo en ser eficaz. Supongo que la deformación profesional, el hecho de interpretar los gestos de los demás y doblar su voz, me ha convertido en ese confortable modelo de mujer. Con el paso de los años, mi falta de identidad, el hecho de ser tan complaciente, me vuelve cada vez más susceptible.
He soñado multitud de veces en convertirme en alguna de esas mujeres frívolas a las que doblo. Aunque fuera fugazmente, me encantaría ponerme en el papel de Fran, la esposa de Sam Dodsworth en Desengaño, de William Wyler, uno de mis directores preferidos, porque es trascendente sin ser tan fatuo como sus colegas franceses. John Ford decía que a William Wyler no se le podía convencer de que la perfección es inalcanzable. Era tan obsesivo que durante el rodaje de Jezabel, obligó a Henry Fonda a repetir cuarenta veces la misma toma. Y cuando el actor le preguntó con indignación qué pretendía, Wyler le respondió: «Solo quiero que lo hagas bien».
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