Nativel Preciado - Llegó el tiempo de las cerezas

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Llegó el tiempo de las cerezas: краткое содержание, описание и аннотация

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Reflexión optimista sobre los retos y las satisfacciones de llegar a los 60, en una época en que la vejez es una segunda oportunidad de vivir. La autora predica con el ejemplo y «a punto de cruzar esa frontera», se muestra en plena forma intelectual y saludable como una rosa.

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SANDOR Marai,

El último encuentro

Pasé la tarde en casa de Gorka. Sí, ya sé que he dado un salto en el vacío. Mi mente va un poco acelerada, así que intentaré controlar mi excitación. Tendré que admitir una extraña coincidencia y es que me siento mejor desde que estoy en paro. La serie se acabó hace una semana y ¡quién me lo iba a decir!, cuando pensé que ya no volvería a coincidir con Gorka y que, inevitablemente, perdería a mi nuevo y misterioso amigo, recibo un e-mail, que decía lo siguiente: «Te invito a ver una peli en mi casa y luego podemos cenar. ¿Te gusta la pastela? Aquí abajo hay un cocinero marroquí que guisa de maravilla y nos la sube calentita. Me encanta el hummus. ¿Te apetece? Te espero en la calle Piamonte, 12, el portal de al lado del Arabian Restaurante, entras al fondo a la izquierda y ahí está tu casa. En fin, te ofrezco un buen plan. No me lo rechaces. Besos. Gorka».

La boca se me hacía agua según lo iba leyendo. ¡Qué comida tan deliciosa! Tardé un segundo en decirle que sí. «Llevaré cava o, mejor, un par de botellitas de Moët & Chandon. Aunque no sea una bebida muy magrebí, la ocasión lo merece. ¡Viva el mestizaje!».

Hay quien tiene el don de sacar el máximo partido a nuestras posibilidades. Gorka hace que me sienta ocurrente. ¡Dios, cómo he podido equivocarme tanto! Creía que era un misógino agresivo y resulta que sabe cómo tratar a las mujeres. Y no solo eso. Es atento, considerado, cariñoso y divertido, de los que pasan delante de ti en el taxi para que no te arrastres por el asiento hasta el extremo opuesto. ¡Dios mío, qué persona más encantadora! He mencionado dos veces seguidas a la divinidad. ¿Por qué me acuerdo de Dios después de tanto tiempo? ¿Qué me está pasando? Me sentía totalmente abandonada de la mano de la divina providencia y, ahora, de pronto, parece que me toca con su dedo todopoderoso.

Corrí hacia el armario en busca de ropa un poco más alegre de lo habitual. Tenía que deshacerme de toda la negrura que colgaba de las perchas y rebosaba en los cajones. ¡Se acabó el luto! Daré un salto desde el alivio a los colores del parchís. Me vestiré de rojo, amarillo, verde y azul, incluso violeta y naranja si es preciso. Dejaré el negro para la ropa interior, eso sí, con encajes y puntillas. Aunque, pensándolo bien, podría fabricarme una silueta postiza, como los vendajes que Marlene Dietrich se ponía bajo el vestido de lentejuelas y las plumas de cisne para dar forma a su divino cuerpo desvencijado por la edad y mostrarse como una diosa sobre el escenario a los setenta y tantos años.

Me dejó marcada la biografía que escribió su hija, donde afirma que tenía todos los vicios, pero los que más le gustaban de todos ellos era comer y beber. Fue una enferma de gula que cuando se ponía ciega de foie gras, salchichas con choucroute y champán francés, tomaba grandes dosis de magnesia para vaciarse y perder unos cuantos kilos.

Después de semejantes excesos, en varias ocasiones terminó en urgencias porque no había manera de cortarle la diarrea. ¡Qué locura de mujer!

Llegué a casa de Gorka bastante calmada y más discretamente vestida de lo que me había propuesto. Al fin y al cabo, no era para tanto. Ni por un instante confundí mi desmedida exaltación, la euforia que me produjo su llamada, con el menor deseo sexual. Solo buscaba compartir mi soledad con un amigo que parecía estar tan solo como yo. Soy una de esas mujeres que, según Margaret Mead, en las primeras relaciones buscan sexo, en la segunda, hijos, y en la tercera, solo una buena compañía. Eso es todo lo que esperaba de él, buena compañía.

Su recibimiento fue cordial, pero en algún momento me hizo pensar que no era su única invitada; que esperaba a alguien más. Todo en la casa tenía un inquietante aspecto de provisionalidad. Los objetos sugerían una vida ajena a aquel espacio diáfano con aspecto de loft poco luminoso. Tenía tres grandes ventanales abiertos de suelo a techo, pero daban a un patio sombrío, de ladrillos enmohecidos, donde guardaba una impecable bicicleta de aluminio, otra vieja muy deteriorada y unos cacharros con agua y restos de comida.

– ¿Tienes perro?

– No, es para dos gatos del barrio que vienen a verme de vez en cuando.

El tono ocre de las paredes se confundía con el terroso de un largo sofá desvaído. Los escasos muebles parecían camuflados entre la gama de colores rojizos de las alfombras que cubrían gran parte del suelo. Tenía un narguile junto a la cabecera de una cama de gran tamaño, cubierta con una manta marroquí y un mosquitero recogido en el techo. Sí, aquello parecía una jaima aristocrática venida a menos, decadente, elegante, pero sin pretensiones. La sensación es que se había instalado transitoriamente en mitad del desierto. Aún más cuando metió mi botella de champán en la nevera y, como si fuera un beduino, se le ocurrió ofrecerme un té con menta.

– Así estará frío para la cena.

No me atreví a decirle que ya estaba frío y que prefería el champán para entonarme un poco.

– ¿Te gusta el cine español?

– Depende.

– ¿Y el cine asiático? -me preguntó.

– También depende.

– ¿Has visto Brokeback Mountain?

– Sí, y la verdad es que no me apetece verla otra vez.

– No es esa la que quiero ver. Te iba a ofrecer Deseo, peligro, la última de Ang Lee, porque se me pasó en los cines y, si te parece bien, me encantaría verla contigo.

– Yo tampoco la he visto -dije sin excesivo entusiasmo.

– Me gusta su cine. Me asombra que afronte bien todos los géneros.

– No he visto todas sus películas. ¿Cuántos años tendrá Ang Lee? -se me ocurrió preguntarle.

– No sé, es difícil saber la edad de un chino, y menos en el caso de Ang Lee. Se sabe poco de su vida, pero será, más o menos, como tú o como yo.

– No es lo mismo -intenté precisar.

– Bueno, calculo que estará rondando los cincuenta.

– O sea, ni la tuya ni la mía.

– Año más, año menos, ¿qué importa?

Parecía sincero al tratar de quitarle importancia a la edad, o quizá fue otro detalle de cortesía. Con esa frase quedó zanjada la conversación.

Acto seguido, me preguntó que si estaba cómoda y si quería un puf para poner los pies. Apagó la luz, pulsó un botón de un mando a distancia, bajó una gran pantalla del techo y, antes de comenzar la proyección, me hizo otra pregunta.

– ¿Doblada o en versión original?

– ¡Estás loco! La duda ofende.

– Como quieras, pero seguro que doblada pierde.

¡Qué extraña situación! Me vi en silencio, a oscuras, en casa de un hombre al que apenas conocía, contemplando una secuencia interminable de unas chinas jugando al mah-jong y parloteando sin parar, mientras mis pensamientos se desbocaban. No podía concentrarme en la película. ¿Qué sentido tenía aquella invitación? A qué tipo de hombre se le ocurre compartir con una extraña una historia tan sofisticada, sugerente y llena de segundas intenciones. Seguro que la elección de la película era una indudable coartada cuyo objetivo oculto me resultaba de lo más inquietante. ¿Se trataba de una encerrona para hablarme de la pasión y el amor? ¿Pretendía insinuarme algo a través de la belleza, la traición, la deslealtad, la violencia…? ¿Quería comprobar algo que, previamente, le habían contado de mí? Estaba segura de que me había mentido, porque daba la impresión de haberla visto previamente. Escuchaba su respiración, el sonido que hacía el líquido al caer en el vaso de té, el ruido de la tetera cuando la depositaba sobre la bandeja metálica. No me atrevía a mirarle.

Pasado un buen rato y terminada la minuciosa partida de mahjong, logré controlar mis pensamientos y me dejé arrastrar por la intriga. Quedé atrapada por la belleza de los actores, sus miradas, la suntuosidad del vestuario, la lograda atmósfera de una ciudad china (así sería Shanghai en los años cuarenta) y, sobre todo, las escenas eróticas de dos cuerpos hermosos, sublimes, perfectos, entregados violentamente al placer sexual.

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