Nativel Preciado - Llegó el tiempo de las cerezas
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¿Por qué me gustaría ser una mujer infiel y atolondrada (que expresión más antigua), como el personaje que interpreta Mary Astor, que se niega a envejecer? Porque estoy harta de ser consecuente y me encantaría volverme frívola con todas sus consecuencias, pero no me queda tiempo para experimentar esa sensación de irresponsabilidad, de ir solo a lo mío. Sentir que el mundo gira alrededor de tu propio ombligo debe de ser absolutamente placentero. Lamento que no me haya sucedido jamás; por eso, al recordar la película de Wyler, me gustaría ponerme en la piel de esa mujer aburrida de sí misma que, en un esfuerzo inútil por detener el paso del tiempo, seduce a cualquier hombre joven que se cruza en su camino, y cada vez que fracasa se da cuenta de la torpeza de su empeño, de que no puede buscar el esplendor en la mirada de otros hombres y regresa a la protección de su marido, un hombre fuerte y generoso que no da importancia a la burla de los demás.
Es lo que me fascinó de la película, el papel del paciente marido que la espera sin rencor con los brazos abiertos. Uno de los pocos ejemplares que logra superar el síndrome «madame Bovary». Se supone que una mujer no puede ser infiel y feliz al mismo tiempo. Frente a la infidelidad femenina se reacciona con violencia, desprecio o venganza. Los hombres aún son educados para sentirse orgullosos de sus triunfos profesionales y de sus conquistas femeninas, pero no de sus éxitos afectivos. Por eso aparentan dar menos importancia al amor de lo que realmente tiene en sus vidas.
Tensiones domésticas
«… es difícil estar enfadado cuando hay tanta belleza en el mundo. A veces siento como si la viera toda a la vez y es demasiado. Mi corazón se llena como un globo que está a punto de estallar… y entonces recuerdo que tengo que relajarme y no intentar aferrarme a ella, y entonces fluye a través de mí como la lluvia y no puedo dejar de sentir gratitud por cada simple momento de mi estúpida y pequeña vida…».
Última secuencia de la película de SAM MENDES,
American Beauty
Rara vez voy a casa de mi hija. Se ha ido un par de días a rodar a Asturias y me ha pedido que me ocupe del gato durante su ausencia. Me gustan los animales, pero tengo establecido un orden claro de prioridades: prefiero los perros y los caballos, porque los gatos necesitan tiempo para habituarse a un extraño.
La casa de mi hija me resulta poco familiar. Me intriga abrir con su llave sabiendo que no hay nadie dentro, excepto el gato. Son las doce de la mañana, el sol se cuela por las rendijas de la persiana entornada y proyecta unas sombras misteriosas en la sala. Paso de largo, aunque sé que no resistiré la tentación de mirar atentamente cualquier novedad que me dé una pista sobre los enigmas de su vida. De todos modos, sería incapaz de profanar su intimidad, fijarme más de lo debido, husmear en los cajones o entre la ropa del armario como si fuera un detective. Juro que no lo haré. Me conformo con mirar solo lo que tiene a la vista.
En realidad, no me siento del todo extraña en este lugar. El apartamento no es demasiado pequeño y como es todo muy minimalista, le permite mantenerlo pulcramente ordenado. El gato no ha salido a recibirme. Hago ruido intencionadamente para que dé señales de vida y no me obligue a buscarle por los rincones, pero el insolente no aparece. Ahora que lo pienso, la insolencia es una cualidad muy frecuente en los gatos. Voy derecha hacia el tendedero de la cocina para cambiarle el cajón de serrín, ponerle la comida y llenarle el recipiente del agua. Quizá esté debajo de la cama o metido en el armario de la plancha que Claudia ha dejado con la puerta entreabierta. Cuando me dispongo a buscarle y estoy a punto de caer en la tentación de fisgonear un poco, le oigo maullar. Debe de tener hambre porque viene presuroso al olor de la comida, pero se detiene antes de llegar, clava las cuatro patas en el suelo y se queda inmóvil con actitud inquietante. Es negro, enorme, y sus ojos verdes emiten destellos iridiscentes cuando la luz los ilumina. Yo también me quedo clavada a la espera de que me muestre algún signo amistoso.
– Nos conocemos poco, ¿verdad, Kevin? -le digo al gato.
Tarda unos segundos en mover la cola. Ahora dudo si es más correcto llamarle cola que rabo. Rabo de gato es una pequeña planta con cuyas flores mi amiga Julia hacía unas infusiones excelentes para calmar el ardor de estómago. También las utilizaba para curar heridas y llagas porque, al parecer, tiene propiedades antiinflamatorias. Julia siempre fue un poco bruja y hará treinta años la vi emplear, por primera vez, la planta del aloe vera para fines cosméticos y terapéuticos e incluso para cocinar. En fin, prefiero llamar cola a ese plumero que tiene Kevin completamente erecto y que mueve suavemente hacia delante y hacia atrás, que es su modo más amistoso de saludar y de contarme que está contento de verme. El lenguaje felino es muy sutil, pero lo conozco bien porque en mi infancia tuve muchos percances con gatos. Dejémoslo así.
– Sí, Kevin, prefiero no acordarme de las faenas de tus antecesores para no reavivar mi resentimiento hacia los bichos como tú.
Antes de iniciar su festín, restriega el lomo entre mis piernas, luego me roza con la nariz, ronronea, agacha la cabeza y entiendo que, al fin, me da la bienvenida.
Que nadie piense que se llama Kevin por Costner. Si no aclaro este equívoco mi hija no me lo perdonaría. Es por Kevin Spacey Fowler, el actor que interpretaba al padre en American Beauty, la película de Sam Mendes que causó un gran impacto en su época y que a mi hija la dejó marcada, quizá porque la vio en plena crisis entre su padre y yo.
Nunca hablamos claramente sobre nuestro divorcio, pero sospecho que en aquel tiempo su padre debía de estar liado con alguna joven, por supuesto, actriz. Seguro que mi hija estaba al comente de sus aventuras. La tensión doméstica, probablemente, le llevó a identificarle con Lester Burnham (Kevin Spacey), un publicitario cuarentón en crisis, harto de su esposa Carolyn (Annette Bening) y de Jane (Thora Birch), su única hija, una adolescente que se encapricha con su vecino Ricky, el hijo de la extravagante familia Fitts. Todavía no comprendo por qué se identificó con el papel del padre. Quizá por su liberación tardía, o por ser la víctima del fracaso familiar, o tal vez porque, a pesar de su fracaso, la joven Angela le encuentra atractivo. Quién sabe qué ideas ofuscaban el cerebro de mi hija en aquellos momentos. Es posible que me viera tan frustrada como la señora Burnham.
Recuerdo que escuchaba a todas horas la banda sonora de la película. Tengo grabado en el cerebro la versión que hizo Elliott Smith del Because de los Beatles. El remate final para Claudia fue que nombrasen a Spacey director artístico de la Compañía de Teatro Oíd Vic de Londres. Desde entonces su admiración fue en aumento, porque ese era su sueño, ir a Londres o a Los Ángeles a estudiar interpretación.
– Lo que yo daría por recibir clases de Spacey -me dijo en cierta ocasión.
– Todos tenemos sueños rotos -le respondí.
– Pues no pienso tirar la toalla, como hiciste tú.
Y así, con un nuevo exabrupto, se quedó la cosa.
Cuando mi hija y yo vimos Lost in translation, cada una por su lado, pensamos que Sofía Coppola había elegido al actor equivocado. No es que Bill Murray hiciera mal el papel de amante de Scarlett Johansson, ni mucho menos, pero las dos hubiéramos preferido a Spacey. Le iba como anillo al dedo repetir la historia de cuarentón aburrido y melancólico, esta vez en Tokio.
El caso es que su gato se llama Kevin por el actor.
Ya he cumplido el encargo de mi hija. Kevin está limpio y bien alimentado. Supongo que habrá una cafetera en alguna parte. Me apetece un café. Encuentro algo parecido a una cafetera. No sabía que tuviera un artefacto tan sofisticado. Jamás he utilizado estas capsulas de colores, aunque parece fácil. Habrá que meterla en esta ranura y darle al botón.
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