Nativel Preciado - Llegó el tiempo de las cerezas

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Reflexión optimista sobre los retos y las satisfacciones de llegar a los 60, en una época en que la vejez es una segunda oportunidad de vivir. La autora predica con el ejemplo y «a punto de cruzar esa frontera», se muestra en plena forma intelectual y saludable como una rosa.

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– ¿También hablas euskera?

– Claro, mi familia es de un caserío cerca de Donosti.

Mi resaca había desaparecido sin dejar rastro. Devoré el chuletón con pimientos y, como no quería decepcionarle lo más mínimo, acepté una segunda botella de vino que me dejó desarmada. Mi intuición nunca me había fallado tanto. Que no fuese gay era lo de menos. Las historias que me contó Gorka dinamitaron todos mis prejuicios.

Prejuicios y quimeras

«… desde pequeño, mi relación con las palabras, con la escritura, no se diferencia de mi relación con el mundo en general. Yo parezco haber nacido para no aceptar las cosas tal como me son dadas».

Julio Cortázar

M e obsesionan los espejos. Hoy me enfrento a él con osadía para comprobar que tengo todos los signos del envejecimiento que prometen combatir los anuncios cosméticos. Sin embargo, a pesar de las arrugas incipientes, los párpados caídos, la nariz grande y deformada, la excesiva finura de labio superior, creo que mis ojos brillan igual que a los veinte años y me pongo a canturrear Hoy puede ser un gran día, de Joan Manuel Serrat, no sin antes pedir perdón a mi adorado Serrat por la infame entonación, voy como una flecha hacia mis viejos discos de vinilo, pongo uno de los más queridos a todo volumen y con el texto entre mis manos canto a pleno pulmón con mi desastrosa voz de la mañana, como si quisiera llamar la atención de los vecinos, Gracias a la vida, de Violeta Parra.

¡Dios!, ¿qué bulle en mi cabeza? Algo misterioso que me lleva sin solución de continuidad desde los cantos revolucionarios a Joan Manuel Serrat. ¿Qué sustancia química influye en mis drásticos cambios de humor? ¿Me falta potasio o me sobra litio? ¿Por qué la semana pasada estaba tan abatida que apenas podía contener las lágrimas y, como en la canción de Violeta Parra, hoy paso del quebranto a la risa? No quisiera pensar que todo se debe a que un hombre me ha susurrado al oído frases de aliento como si fuera un caballo. ¿Cuántos susurros similares habré despreciado a lo largo de mi vida? Y ahora una leve insinuación afectuosa me llena de alegría.

Se acerca la primavera. Desde mi ventana veo los brotes prematuros en algunos árboles y me consuela pensar que ya queda menos. ¿Para qué queda menos?, me pregunto. Tal vez para la llegada del buen tiempo. Los días cortos no contribuyen a los mejores sueños. Queda menos para que llegue el tiempo de las cerezas. He olvidado la letra de la canción. Quand nous chanterons au temps des cerises… Cuando estemos en el tiempo de las cerezas, todos estarán de fiesta, las mujeres bellas enloquecerán y saldrá el sol en el corazón de los enamorados… pero es muy corto el tiempo de las cerezas. Ne pourra jamais fermer ma douleur. J'aimerai toujours le temps des cerises et le souvenir que j' en garde au coeur.

La primera vez que oí la canción fue en la plaza Saint Sulpice de París, donde los domingos por la mañana iba con Guido a leer Rajuela y a tomar un café. De nuevo se me disparan los recuerdos. Íbamos caminando desde su trabajo en el hotel Verneuil, creo recordar que estaba frente a la casa donde vivía el cantante Serge Gainsbourg, atravesábamos Saint-Germain-des-Près, cruzábamos la rué de Rennes hasta sentarnos en alguno de los animados cafetines de la plaza Saint-Sulpice, junto a la fuente, donde me leía en voz alta el capítulo correspondiente de la novela de Cortázar que luego comentábamos. Estábamos cerca de la rué de Seine, del boulevard Saint-Michel, del Pont des Arts y el resto de las calles que recorríamos de la mano de

Cortázar. Yo intentaba ponerme melancólica para cultivar el misterio y superar mis complejos.

En aquel momento tenía menos de veinte años, llevaba medias negras y zapatos rojos y fumaba Gitanes, como ese personaje fascinante llamado la Maga. Todas las jóvenes contestatarias de mi generación queríamos ser la Maga y conocer a algún personaje capaz de inmortalizarnos de una manera tan novelesca. Estábamos en plena explosión literaria del boom latinoamericano. Cortázar, para nosotros, era un dios. Mario Vargas Llosa, Lezama Lima, Cabrera Infante y García Márquez también formaban parte de nuestras deidades.

A través de la lectura, Guido intentaba convencerme de lo mucho que se parecían nuestras respectivas vidas a las de los protagonistas. «Así habían empezado a andar por un París fabuloso, dejándose llevar por los signos de la noche, acatando itinerarios nacidos de una frase de clochard, de una buhardilla iluminada en el fondo de una calle negra, deteniéndose en las placitas confidenciales para besarse en los bancos o mirar las rajuelas, los ritos infantiles del guijarro y el salto sobre un pie para entrar en el Cielo… Anduvieron y anduvieron por París mirando cosas, dejando que ocurriera lo que tenía que ocurrir, queriéndose y peleándose y todo esto al margen de las noticias de los diarios, de las obligaciones de familia y de cualquier forma de gravamen fiscal o moral». Tal era la obsesión de Guido por encontrar identidades que durante un tiempo le dio por cebar mate y hasta me contagió la manía.

Durante el ejercicio de la lectura, ambos nos sentíamos cómplices de un ritual mágico, unidos en la patraña de aquella rayuela mandálica tan parecida a un juego de niños. «¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rué de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua».

La cruda realidad es que Guido estaba enamorado de Blanca, la aristócrata infiel, y yo era su coartada. Me sentía muy libre frente a semejante impostura. ¡Éramos unos jóvenes fatuos y pretenciosos! No tenía ojos más que para mí misma.

Una de aquellas mañanas de lecturas ampulosas, un músico callejero empezó a cantar Le temps de cerises y, para mi sorpresa, la gente le siguió coreando el estribillo con mucha solemnidad. Era el 14 de julio, el aniversario de la toma de la Bastilla, la fiesta nacional francesa. Lo recuerdo porque después nos encontramos con el desfile militar en los Campos Elíseos y por la noche asistimos a un espectáculo de fuegos artificiales.

Guido me contó que he temps de cerises era un himno alternativo a la Marsellesa, canción que el autor dedicó a su amada muerta y que, al parecer, entonaban las víctimas de la sangrienta represión del ejército de Versalles contra los anarquistas de la Comuna de París en la primavera de 1871, un capítulo de la historia que los universitarios de la época estudiábamos con fervor, porque Marx y Lenin la consideraban el vivo ejemplo de la dictadura del proletariado.

Entonces vivíamos tiempos de enorme barullo mental y, aunque Guido se consideraba trotskista, se aferraba a cualquier indicio de antiautoritarismo que sirviera de arma arrojadiza contra la vieja moral de la sociedad burguesa. Así que le daba lo mismo glorificar a Gandhi que a Ho Chi Minh, aunque se mostraba distante de los estalinistas de la Unión Soviética. La confusión ideológica tenía una explicación bastante maniquea. Es cierto que los comunistas de Hanoi seguían los dictados de Moscú, pero también eran víctimas de toda la artillería pesada del Pentágono que bombardeaba con napalm a la población civil vietnamita. «Johnson assassin, li re le Vietnam» era el grito que coreábamos en las manifestaciones gauchistas del Barrio Latino, contra Lyndon B. Johnson, el inquilino de la Casa Blanca tras el asesinato de J. F. Kennedy.

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