Mercedes Salisachs - Adagio Confidencial

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FINALISTA DEL PREMIO PLANETA 1973
La gangrena es más fruto del oficio que de la brillantez, este Adagio confidencial habla del reencuentro, veinte años después, entre Marina y Germán. Abundante diálogo, ambiente burgués, ciertos golpes de efecto que la acercan al folletín y también fácil y amena lectura son las señas de identidad que siguen fieles muchos lectores.

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Marina intenta tomar a broma la salida de Germán. Finge reír y piensa: «Me veré obli-gada a decírselo.»

– Todavía no me has explicado por qué tu abogado te aconsejó que renunciaras al plei-to… ¿Qué ocurrió cuando Rogelio hubo muerto?

Lo pregunta bruscamente, casi con ira: no admite la impavidez de Marina.

– ¿Qué importa ya todo? -pregunta ella-. Ha transcurrido tanto tiempo…

Germán piensa. Seguramente recuerda detalles significativos que han destacado a lo largo de su conversación. Vuelve a preguntar:

– ¿De qué te acusaban?

Marina no responde. Tampoco lo mira. Tiene esa pregunta metida en la sangre. La sien-te fluir por las venas como un cuerpo extraño que acelerase sus latidos. Pero ya no puede contestarle a Germán lo que le ha dicho antes: «Piensa de mí lo que se te antoje.» Germán sabe demasiado para inducirlo a error.

– Te he explicado todo lo que sé relaciona contigo. ¿No te basta?

– No. No me basta. Quiero más. Te lo he dicho mil veces: soy curioso.

Ya no impone. Casi suplica.

– ¿Qué hora es? -pregunta ella.

Germán consulta su reloj: Las cuatro y media.

– Antes de dos horas hay que estar en el aeropuerto -Lo sé -dice él-, procura darte prisa. -¿Y si me negara? -Perdería el avión.

– Decididamente tu curiosidad es patológica. No sabe cómo salir del atasco. Se concede una tregua: abre su bolso y extrae la polvera. El espejo acusa un rostro cansado, encendido y temeroso. Dice, mientras se empolva la nariz:

– Conforme: voy a explicártelo todo. -Recuerda que no valdrán subterfugios -advier-te él-. Quiero la verdad.

– La verdad -repite ella. Y mira hacia el fondo del comedor, como si mirase un hori-zonte lejano-. Hay cosas que ni siquiera yo misma he podido saber con exactitud…

Guarda la polvera. La mujer de enfrente se levanta, encoge el estómago, estira su jersey y se dispone a marchar. El hombre que la acompaña parece satisfecho. Los dos caminan hacia la salida, el paso tardo, la gula satisfecha y probablemente la digestión difícil.

– Quizá podamos descifrarla entre los dos -propone él.

– No -dice Marina-, hay interrogantes que jamás podrán convertirse en afirmaciones. Se las llevan los muertos antes que se transformen.

Se nota acorralada: ya no puede dar marcha atrás. Lo que tanto venia temiendo, ha lle-gado. Se pregunta cómo va a reaccionar Germán cuando lo sepa. Quizá ni siquiera se inmute. Las piedras del río, a fuerza de agua, acaban por redondearse.

Ahora que ya casi todo ha sido dicho, no comprende por qué motivo se ha empeñado tanto en callar aquel episodio. Tal vez por amor propio. Acaso para no mostrarse derrotada ante Germán… «No -se dice a si misma-, lo he hecho para no preocuparlo, para no herirlo, para no avergonzarlo…»

Pero se tranquiliza pensando que los años también alisan los relieves, lo que fueron colinas se vuelven planicies: de todo aquel revuelo sólo queda el eco de un batir de alas…

Evoca la inscripción de la pitillera: «A Germán, de Vilana.» ¿Qué puede importarle a ese Germán (el Germán de Vilana) lo que pudo ocurrirle a Marina (la Marina de nadie) cuando el pasado era presente? ¿Quién es ya aquella Marina para este Germán?

– ¿Por qué sonríes?

– Pensaba.

– ¿En qué?

– En los paréntesis. Verdaderamente los paréntesis no son perjudiciales.

– No te entiendo.

– Me refiero a nosotros. A nuestra situación, a lo que somos… En el fondo, ninguna con-fidencia puede ya alterarnos. Será lo mismo que ver el pasado reflejado en el espejo de un río… El agua se lo llevará pronto.

Mira hacia el hueco que ha dejado la mujer gorda. Apenas queda gente en el comedor. Allá lejos el camarero los observa con indiferencia.

– Empezó todo el día que murió Rogelio. Fue una muerte tranquila -dice-. Dejó de existir poco a poco, sin abrumar a nadie, sin dar muestras de sufrir: envuelto en aquella extraña resignación que venía arrastrando desde que cayó enfermo…

Ni una sola vez había pronunciado la palabra muerte -piensa Marina-. Se hubiera dicho que no temía el fin, o que la muerte fuera para él como un premio. Y se ve otra vez junto a la cama de su marido, sosteniéndole la mano, contemplando sus párpados cerrados y escuchando el estertor rasposo que salía de su boca.

También ve a Pascual Ordóñez; un Pascual Ordóñez ajeno al que «animaba y reía», contemplando el cuerpo del moribundo con el desaliento de los que se saben ya ineficaces. «Se acabó, Marina; ya no podemos hacer nada.» Y la humedad de sus ojos parecía destilar imposibles.

Y recuerda que ella, en aquellos momentos, había pensado: «Pascual se equivoca: todavía puede hacerse algo. Yo puedo hacerlo… Puedo prolongar su existencia: hablar por él, actuar por él, dedicar el resto de mi vida a mantener su memoria.» Era una forma de obligar a Rogelio a que continuase con vida, a que perdurase más allá de su muerte. El único que había muerto era el Rogelio de antes, aquel a quien ella nunca había comprendido: el que durante años y años venía mostrándole la sordidez de los convencionalismos y de las bajezas ocultas.

Y repasa las reacciones de todos. No hubo escenas melodramáticas ni gestos grandi-locuentes. Lloraron los niños, lloró ella, lloraron los amigos: aquellos amigos «que no sabían», que «si hubieran adivinado…». Se les iba todo en disculpas: «¿Quién podía imaginar lo que estaba pasando? Lo llevabais tan callado…» Y desfilaban ante el cadáver, cumpliendo con el rito de la amistad compungida: correctamente, haciendo la señal de la cruz a toda prisa, recatados, circunspectos, golpeando cariñosamente la espalda de Marina mientras repetían tópico tras tópico: «Resignación: era un hombre excepcional… Te quedan tus hijos: aférrate a ellos, Marina: has de vivir para ellos.»

Había también los insatisfechos; los que se enfadaban por haberles hurtado la posibilidad de mostrar mayor interés; los que reprochaban, dolorosamente ofendidos, el que no se les hubiera advertido a tiempo, cuando todavía hubieran podido «comportarse como amigos». Y se lamentaban: «A un amigo no se le hace esa faena…»

También aquel tipo de gente lloraba: acaso con más brío que nadie. Y pedían pañuelos «porque el suyo estaba ya mojado»… Y recalcaban su enfado tercamente (como un niño recalca el escamoteo de un caramelo) para que la familia se percatara de lo mucho que lo querían; del gran vacío que había dejado… Pero agradeciendo sin duda a Marina que les hubiera dado la oportunidad de enfadarse, porque visitar enfermos era una de esas tareas que nadie realizaba a gusto.

Luego decían: «Un santo. Eso era: un santo.»

Pero hubo un rostro sin lágrimas. Parecía como si, de tanto llorar cuando Rogelio aún vivía, se le hubieran acabado todas.

– Hasta aquel día -refiere Marina-, yo jamás había pensado en lo que podía ocurrir-me cuando Rogelio muriese…

Empezó a temer en cuanto se fijó en la sequedad de aquellos ojos. Eran desconcertantes. Se parecían a los de Rogelio cuando la miraban con desprecio o cuando le echaba en cara «la educación de sus hijos».

– De pronto, sin saber por qué, tuve miedo de Rosario… Adoptaba una actitud extraña, hostil. Mientras Rogelio vivía, todavía actuaba con cierta medida… Luego, en cuanto se vio dueña de la situación, cambió radicalmente.

La recuerda ahora vagando por la casa, imponiéndose, dando órdenes, adjudicándose el derecho a mandar, a decidir, a tomar la iniciativa de todo… No parecía la misma mujer. Era como una Rogelia envejecida, enérgica, con su carga de despotismo innecesario y sus pullas hirientes, parecidas a las de su hermano cuando todavía no estaba enfermo.

Incluso solía repetir la odiosa frase: «La gente dice…» como si la voz de Rogelio se hubiera metido en la suya.

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