Mercedes Salisachs - Adagio Confidencial

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FINALISTA DEL PREMIO PLANETA 1973
La gangrena es más fruto del oficio que de la brillantez, este Adagio confidencial habla del reencuentro, veinte años después, entre Marina y Germán. Abundante diálogo, ambiente burgués, ciertos golpes de efecto que la acercan al folletín y también fácil y amena lectura son las señas de identidad que siguen fieles muchos lectores.

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– Rosario comenzó a acusarme directamente, delante de todos, sin la menor piedad, sin un gramo de escrúpulos. Me dijo cosas horribles. Cosas que no me atrevería a repetirte, Germán. Llegó a proclamar que si Rogelio había contraído el cáncer, había sido por los disgustos que yo le había dado… Le faltó poco para acusarme de asesinato.

– Estaba loca.

– Si la soberbia es una forma de locura, efectivamente, lo estaba. Era una soberbia llena de odio la suya. Una soberbia llena de acusaciones: seguramente las llevaba en el estuche desde hacía muchos años…

La voz de Marina se quiebra otra vez. Tose. La esclerótica se le irrita. Piensa: «No debo llorar.» Por nada del mundo debe caer en esa tentación. Deja de mirar a Germán. Mira al techo.

– Resumiendo: aseguró que yo era una mujerzuela, que había estado engañando a Ro-gelio año tras año…

Germán no replica. No se mueve. Sin duda imagina que lo que Marina le relata es una pesadilla, algo que, cuando despierte, va a resultar falso.

Dice de pronto:

– Pero eso es monstruoso…

Y no se atreve a preguntar.

– En efecto -dice ella, ya sosegada-. Fue monstruoso. Pero había un fondo de verdad en lo que Rosario afirmaba.

– ¿A qué te refieres?

Marina tarda unos segundos en responder. Son unos segundos eternos.

– ¿No lo comprendes?

No, Germán no comprende. O tal vez no quiera comprender. Y Marina piensa que deberá decírselo sin preámbulos. Crudamente:

– Rosario me lanzó a la cara que yo había estado engañando a mi marido contigo.

19

El viento parece arreciar. Los ventanales tiemblan ligeramente y la superficie del mar se encabrita.

Germán se ha llevado una mano a la frente. Produce la impresión de que la cabeza va a estallarle. No mira a Marina; piensa.

– Rosario lo sabía todo -sigue diciendo ella-. Conocía nuestra despedida en el apea-dero, nuestros paseos a caballo, nuestros encuentros en Montjuíc, nuestra salida en Niza… No guardó nada para sí misma: lo escupió todo, sin regatear detalles: ampliándolos, volcándolos sobre el auditorio como si volcase un cubo de basura… Incluso llegó a decir que si Bruna me había pegado, era porque yo coqueteaba contigo…

– ¡Dios! No es posible, no es posible…

Lo dice entre dientes, los ojos cerrados, la mano todavía en la frente.

– Era inútil llevarle la contraria. No podía. Todos, incluido el juez, le daban la razón, todos la coreaban con silencios comprensivos.

– ¡Dios! -Vuelve a decir Germán-. No es posible…

Y de nuevo Tina está entre ellos. Con su sonrisa de ratita, con sus ademanes ingenuos: «¿Estorbo?» Y Marina la recuerda tal como la había visto al llegar de Francia: «No te preocu-pes: yo calmaré a Rosario…» Y su ayuda. Su imprescindible y eficaz ayuda. Y el rebrote de confianza: «La carta… ¿Por qué no lees la carta, Marina…?

– Tina jamás me perdonó que Rogelio la apartara de su lado. Creía que yo tenía la culpa de su alejamiento. Ella también ignoraba que mi marido estaba sentenciado. ¿Comprendes?

Germán reacciona. No admite aquel atropello.

– De cualquier forma: tú debiste defenderte. La verdad estaba por encima de cualquier venganza, de cualquier calumnia, de cualquier maldad.

– No -contesta ella-, no lo estaba.

Esquiva el rostro de Germán. Se vuelve hacia el ventanal. Ya no hay niebla: hay viento, hay nubes amenazando tormenta, hay un mar encabritado, casi furioso.

– Volverá a llover-dice.

Germán se inquieta. Tiende la mano a Marina. La palma extendida.

– Te lo ruego: sigue contando lo que ocurrió después. No omitas detalles. Dímelo todo, Marina. Quiero saberlo todo.

– ¿Estás seguro?

– Completamente seguro.

Marina procura bromear de nuevo. Es preciso restar importancia a lo que va a decirle.

– Tu pajolera curiosidad…

– No -se defiende él-, ahora ya no es curiosidad…

– De acuerdo -dice ella-, pero recuerda que tú lo has querido. Yo jamás te lo hubiera dicho…

Pide otro cigarrillo. Hay momentos en que las manos estorban. No se sabe qué hacer con ellas. Por eso es necesario darles una actividad, para que no «delaten», para que no se sientan ociosas ni avergonzadas de ser manos.

– Va a resultarte doloroso.

Pero Germán no se inmuta. Aguarda. Y Marina vuelve a introducirse en el vértigo de aquellos días.

Había sido precisamente aquel proceso lo que había partido su vida en dos mitades inservibles: «Como una tijera de hojas desunidas», se dice. Y vuelve a temer por Germán. Al fin se decide:

– Cuando Rosario hubo terminado de hablar, pensé: «Debo aclarar la situación. No me queda otro remedio.» Y me defendí. Me defendí de la única manera que podía hacerlo, afron-tando la verdad. También yo creía que la verdad era suficiente argumento para dejar las cosas en su punto. Hice una confesión sincera: no adopté aires de víctima. Reconocí mi culpa y acepté sin reservas la atracción que entonces había sentido por ti.

– Ése fue tu error.

– No -dice ella-. No lo fue. También juré por mis hijos que jamás había pertenecido a otro hombre que no fuese mi marido.

– No ibas a esperar que te creyeran.

– De cualquier modo, jamás me hubieran creído…

– ¿Por qué?

Marina traga saliva y hace un ademán como solicitando una tregua:

– Los rostros que me rodeaban eran implacables -sigue explicando-. Ninguno de ellos daba muestras de tomar en serio lo que yo afirmaba… Recuerdo la sonrisa estereotipada del juez, la gravedad del tío Lorenzo, la afilada nariz de Rosario… Pero yo no me acoquinaba. Pensaba: «Con la verdad por delante, siempre con la verdad por delante…» A veces me inte-rrumpían: se hacían guiños entre ellos, me tendían trampas. Querían hacerme caer, obligar-me a confesar lo que no era cierto, lo que jamás había existido… Fue así como consiguieron que yo perdiese los estribos.

Se lleva el cigarrillo a los labios. Aspira el humo con fuerza. Habla luego con cierta pre-cipitación, como si le urgiese despachar pronto lo que confiesa:

– No es bueno sentirse acorralado. Se dice siempre lo que no debe decirse… Si se hubiera tratado de otra familia, probablemente yo jamás hubiera hablado como lo hice. Pero se trataba de los Cebrián, los invencibles y torquemadas Cebrián: me exasperaba aquella estúpida altanería suya, aquella arraigada y embrutecida soberbia… Me acordé del Rogelio: el intocable Rogelio de los tiempos altivos. Lo vi repetido en cada uno de aquellos familiares suyos… Y no puede remediarlo. Olvidé el Cambio que había dado en los últimos tres años. Olvidé la claudicación de su soberbia, la sumisión que había desplegado antes de morir…

La mano que sostiene el cigarrillo vuelve a temblar. Pero Marina ya no intenta apaci-guarla. Ni siquiera le importa que Germán se dé cuenta de su temblor.

– Y decidí hacer lo mismo que habían hecho ellos: volqué mi respectivo cubo de basura sobre Rosario. Expuse sin escrúpulos lo que Rogelio me había propuesto. No omití detalles. Les dije abiertamente que mi marido no había tenido inconveniente en lanzarme hacia ti. Les repetí la famosa frase: «Por mí no tengo inconveniente… Al fin y al cabo no vamos a ser el ú-nico matrimonio que vive en esas condiciones… Mientras me dejes en paz…»

Se detiene. Contempla el cigarrillo que se le consume en la mano.

– Excuso decirte cómo reaccionaron. Fue lo mismo que si hubiese profanado la tumba de Rogelio. Rosario se levantó del sillón, vino directamente hacia mí, quería pegarme… Grita-ba: «¿Cómo te atreves a acusar de ese modo a tu pobre marido?» El juez la agarraba por el brazo, le repetía: «Calma, Rosario, calma…» Y los demás repetían: «Atreverse a insultar a un muerto de esa forma…»

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