Mercedes Salisachs - Adagio Confidencial
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La gangrena es más fruto del oficio que de la brillantez, este Adagio confidencial habla del reencuentro, veinte años después, entre Marina y Germán. Abundante diálogo, ambiente burgués, ciertos golpes de efecto que la acercan al folletín y también fácil y amena lectura son las señas de identidad que siguen fieles muchos lectores.
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La voz de Marina se tapona. Traga saliva. De nuevo se domina. De nuevo piensa que pase lo que pase no debe llorar:
– Fue entonces cuando Rosario me dijo lo que jamás debió decirme. Fue aquella frase suya lo que echó por tierra el castillo que yo me había forjado en los últimos años. El único asidero que me quedaba…
Sabe que Germán la está mirando. Pero ya no se defiende contra esa mirada. Ya no le importa. Dice:
– Me aseguró que Rogelio me odiaba. Que solamente su alto sentido del deber le había puesto en trance de soportarme en los últimos tres años. Que jamás un hombre había des-plegado mayor paciencia con una mujer que la que su hermano había desplegado conmigo… Me dijo cosas horribles: me llamó aprovechada, vampiro… ¡Qué sé yo! Me aseguró que Roge-lio llevaba mucho tiempo convencido de que yo había sido una tremenda equivocación para él: una de esas equivocaciones que se deben soportar «por obligación», pero que acaban por minar la vida y la salud… Y al hablar me apuntaba con el dedo, lo clavaba en mi pecho como si quisiera traspasarlo.
Marina deja de explicar. Baja la cabeza. Las lágrimas están al borde de sus párpados. Re-curre al remedio de respirar hondo. Las detiene. No mira a Germán. Tiene miedo de que su inestabilidad la traicione.
– Me sentí igual que un ajusticiado al que se le acaba de negar la última posibilidad de defensa. Más aún, por unos instantes pensé que ya no importaba defenderme. Mi defensa no tenía sentido. Creí entender el motivo por el cual Rogelio no había hecho testamento. Recor-dé su conversión. Recordé su resignación religiosa y llegué a pensar que Rosario decía la ver-dad. Que Rogelio me había «soportado», pero que jamás me había querido. ¿Comprendes? Todo me parecía falso, postizo… Y lo que es peor… á veces, todavía lo creo.
– Rosario mentía -dice él-, estoy seguro de que mentía.
– ¿Cómo saberlo, Germán? Rogelio había enmudecido para siempre y yo no podía pre-guntárselo… Había síntomas significativos. Por ejemplo: Rogelio nunca había vuelto a men-cionarte. Seguramente Rosario lo tenía al corriente. Seguramente él sabía muchas cosas que no me decía… que acaso le hubiera dolido demasiado decirme…
Se detiene bruscamente. Germán sostiene su mano. Es una mano cálida. Una mano llena de consuelo.
– Me trataron igual que a una criada a la que se echa de casa por ladrona. Sin embargo, te lo juro, Germán, no era aquel trato lo que más me dolía. Tampoco me preocupaba mi situación económica, ni la vergüenza que me hicieron pasar… Todas esas cosas perdían valor ante la revelación de Rosario. El punto clave estaba allí: en aquella confesión, en aquella desi-lusión mía. Era aquello lo que más me hería: la convicción de que Rogelio jamás me había querido, la seguridad de que todo lo que yo había salvaguardado de él, era puro aire, pura fantasía, pura ficción. ¿Entiendes?
Germán entiende. Lo evidencia la presión de su mano, el calor que esa mano está infun-diendo a la suya. -Ya no me sentía con ánimos de prolongar su memoria. Ya no podía recor-darlo como lo había recordado hasta aquel momento. Rosario me lo impedía. Rosario lo esta-ba matando otra vez… La voz se le quiebra. Traga saliva. Germán pregunta: -¿Qué fue de Tina?
– Me esquivaba. Tampoco yo quería verla. Tenía la seguridad de que todo venia de ella. Cuando las mujeres como Tina se ven rechazadas, son capaces de cometer las mayores abe-rraciones -la voz de Marina se aclara, recobra soltura, se centra poco a poco-. Algunos años después nos encontramos casualmente. Se quedó cortada. Intentó justificarse con argu-mentos vacíos. También sus justificaciones lo eran. Se resistía a reconocer su culpa. Única-mente se disculpaba por haberse mantenido tan alejada… Ya sabes: siempre le ha gustado tergiversar las cosas. Se le quedaba todo en una culpa pequeña, una culpa convencional…
Marina sonríe con un rictus desvaído, casi triste.
– En el fondo tenía razón: hay culpas que, por muchos destrozos que causen, resultan tan insignificantes como las personas que las engendran. Divagaba, tartamudeaba, palidecía, sudaba… Causaba vergüenza verla tan impotente, tan fatal de solidez: casi me daba pena.
– ¿Y tú? ¿Cómo reaccionaste?
– La dejé hablar sin interrumpirla. Luego le dije que ya era tarde para reconstruir historias muertas. Le di a entender que su traición ya no interesaba, que todo había quedado demasiado trasnochado, que, para mí, la indispensable Tina no era más que una charca sucia, completamente inservible: algo olvidado y podrido. Pero no le demostré rencor. A decir ver-dad, ya no lo sentía. Cuando las explicaciones llegan a destiempo, vienen a ser como un reloj al que se le ha roto la cuerda. De nada sirve darle al mecanismo pasado de rosca: ya no puede funcionar. Creo que mi evidente falta de interés, debió de dolerle mucho más que mi posible indignación. Ni siquiera le hablé de Rogelio ni de todo lo que vino después.
– ¿Hubo algo más?
– Sí -dice ella-, hubo mucho más.
Se concentra, suspira, habla luego más tranquila:
– Un día estuvo a verme Teresa. Pascual la había puesto al corriente sobre lo que me había ocurrido. Ya sabes cómo es Teresa: siempre le ha gustado meter baza en todo. Y opinar. Y poner las cosas «en su punto»… Aquel día estaba soliviantada, dispuesta a destaparse. Pero su tono misterioso me intrigaba. Me dijo a boca de jarro: «Debes pleitear, Marina, debes defender tu posición. No debes dejarte avasallar por esa colección de polillas…» Lenta pero concienzudamente, fue poniendo las piezas de mi puzzle en el lugar que correspondía. Y el jeroglífico dejó de serlo. Poco a poco fui recordando mil detalles olvidados, mil lagunas que jamás había podido explicarme. Teresa me insistía: «¿Qué cuernos vas a decirles a tus hijos cuando sean mayores? ¿Cómo vas a justificar ante ellos el trato que te ha dado la familia de su padre? Atemorízalos, demuéstrales que no son todo lo perfectos que ellos creen ser.»
Al principio Marina se había resistido: «¿Cómo atemorizar a un Cebrián?» Nunca nadie, hasta aquel momento, se hubiera atrevido a hurgar en sus respetables vidas privadas. ¡Eran todas tan rectas! ¡Tan intachables! Dios ¡cuánta miseria puede ocultar lo intachable!
– Teresa no tardó mucho en exponerme la verdad. Me dijo: «Eres una incauta, Marina.» Fue así como el pedestal de Rogelio se derrumbó definitivamente. Fue así como me enteré de sus amores con Bruna, con Tina y con tantas otras… Escuchando a Teresa.
Y al instante todo se había vuelto diáfano, claro como la luz del día: todo adquiría ya un sentido concreto. Las famosas lagunas, dejaron de serlo.
Era lo mismo que descorrer cortina tras cortina. Vio de pronto a Rogelio tal como había sido (no tal como ella lo había imaginado: «distante, poco afectuoso, pero recto, incapaz de una doblez»). El Rogelio que Teresa le iba descubriendo, era todo menos correcto, todo menos sincero… Y comprendió toda la sordidez y toda la podredumbre que había habido en aquella pobre soberbia suya: siempre al quite de un posible ataque, siempre a la defensiva de una posible defensa…
Y lo vio luego, arrepentido, achicado, sometido a ella, entregado a ella, porque su miedo a morir y su descubrimiento de Dios le obligaba a someterse. Y comprendió que, aunque Rogelio la perdonaba, no la quería: jamás la había querido.
– Y me di cuenta de que Rosario tenía razón: yo siempre había sido para Rogelio un es-torbo: alguien a quien hay que soportar…
La mano de Germán sigue apretando la suya y Marina comprende que, gracias a la presión de esa mano, puede hablar del modo que lo está haciendo.
– No, Marina. Rogelio te quería. No es fácil fingir cuando se va a morir… Quizá no te perdonara, pero te quería…, o quizá te quería porque te perdonaba.
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